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Reportaje:Un país dividido

Bélgica se divorcia de sí misma

La frontera económica divide tanto como la lingüística - El desarrollo desigualde Flandes y Valonia complica el entendimiento entre las dos regiones del país

Ana Carbajosa

-Los flamencos trabajamos para los francófonos. Valonia está en crisis desde los sesenta, no funciona. Nos piden que seamos solidarios, pero son ya muchos años... Queremos nuestro dinero para nosotros, para Flandes.

-Yo me llevo bien con los francófonos, no es un enfrentamiento personal. El dinero y el derecho al voto son los problemas. En Flandes trabajamos duro, somos una de las regiones más prósperas de Europa. ¿Y Valonia? Está hundida, sumida en la corrupción.

Fuera hace sol y un frío que corta. Dentro, en un bar de cristales ahumados de Asse, en el Brabante flamenco, André y Eddy se explayan sobre lo que consideran "la gran injusticia" que contamina la convivencia en Bélgica, un país dividido entre el norte rico y el sur empobrecido, las dos grandes regiones lingüísticas, a la que se le suman la bilingüe Bruselas y una diminuta comunidad germanófona.

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Flandes, en el norte, la región más poblada, con seis millones de habitantes, y Valonia, con casi cuatro, están condenadas a entenderse bajo el paraguas del Estado federal belga a pesar del abismo económico que las separa. Ésa es tal vez la única cuestión de fondo que, al margen de la gresca política entre los partidos de uno y otro bando, genera tensiones y un alud de reproches entre los ciudadanos flamencos y valones, dos pueblos que, por lo demás, apenas se comunican. Estudian en escuelas y universidades propias, votan a los partidos que utilizan su lengua, leen la prensa y ven la televisión regional, y los matrimonios mixtos son poco frecuentes. La falta de comunicación no implica necesariamente el enfrentamiento, sino que es más bien como un matrimonio que hace años optó por el pragmatismo: viven juntos, en la misma casa, pero duermen en habitaciones separadas y cada uno hace la vida por su cuenta.

Esta convivencia armoniosa, pero cogida con alfileres, corre sin embargo el peligro de desestabilizarse en cualquier momento y los partidos nacionalistas flamencos han visto en la brecha económica un filón para exacerbar los ánimos. "Con sus impuestos, los flamencos pagan cada cuatro años un coche a su vecino valón. Si no lo pagaran, podrían comprarse uno para ellos", no se cansan de repetir los políticos populistas, que con el ejemplo del coche se refieren a los 5.400 millones al año que los flamencos transfieren a los valones.

El mensaje ha calado muy hondo, sobre todo entre los flamencos, cada vez más cansados de subvencionar con su boyante economía el precario desarrollo de la economía valona, en otros tiempos floreciente. Una suerte de venganza histórica dio la vuelta a la tortilla a partir de los setenta, cuando los pobres flamencos comenzaron su despegue y los valones el declive.

Flandes considera que ya ha saldado cuentas con la historia y que es hora de sentarse a renegociar los términos de la solidaridad interterritorial. Quieren más autonomía fiscal y que se divida la Seguridad Social para gestionar mejor su riqueza. Pero de ahí a querer divorciarse de los valones va un abismo. Es lo que han demostrado esta misma semana las encuestas, que indican que el 88% de los valones y el 72% de los flamencos quieren que su país siga unido durante los próximos 20 años. El mismo sondeo del diario La Libre Belgique y la cadena de televisión francófona RTL muestra que el 65% de los flamencos quiere un reparto de competencias que otorgue más poder a las regiones.

Del nuevo reparto se ocupará la espinosa reforma del Estado, precisamente la cuestión que ha mantenido a Bélgica sin Gobierno durante los últimos seis meses. El nuevo Ejecutivo interino, capitaneado por el primer ministro en funciones, Guy Verhofstadt, debe ahora sentar las bases de esa reforma, que verá la luz con el Gobierno definitivo que se forme la próxima primavera, si los partidos valones y flamencos consiguen por fin ponerse de acuerdo. Hasta entonces, la batalla política proseguirá a diario y en directo en los platós de televisión a uno y otro lado de la frontera lingüística y económica, donde cada político predica para los suyos.

Mientras, Eddy, policía, y André, al frente de una empresa de telecomunicaciones que cuenta con 16 empleados, prosiguen su propio debate político, a las once de la mañana y acompañados de sendos tubos de cerveza belga, una de las pocas cosas que comparten el norte y el sur del país. André, que trabajaba para la entonces estatal Belgacom, decidió montar su propia empresa en Asse, una pequeña población flamenca, a media hora de Bruselas, que por su aspecto bien podría ser Holanda. Arriates con flores en las entradas de los chalés unifamiliares, calles limpias y bicicletas que vienen y van. Se queja André de que los valones no son emprendedores y explica en perfecto francés que, como la mayoría de sus vecinos del sur apenas habla flamenco, es imposible que solucionen el acuciante problema de paro que acumula Valonia, donde la tasa de desempleo duplica la de Flandes. "No hacen ningún esfuerzo, se creen que con el francés llegarán a todas partes, y mientras nosotros tenemos que pagarles el subsidio del desempleo".

André habla de hombres y mujeres como los que también a media mañana sujetan la barra del Prince de Liège, un bar de Charleroi, el corazón de la Valonia posindustrial. Una ciudad que empezó la cuesta abajo a finales de los sesenta con el cierre de las minas de carbón y que todavía no se ha recuperado. Con un 26% de paro, Charleroi no se parece en nada a Holanda, sino más bien a uno de los exteriores de las películas del cineasta Ken Loach. Viviendas insalubres, gigantescas chimeneas de fábricas que ya no escupen humo, y muchas, muchas agencias de trabajo temporal. En una de ellas consigue trabajo casi a diario Cathy Piccot, una de las parroquianas del Prince de Liège. Trabaja como limpiadora en casas y oficinas por horas. Cuando lo que gana al mes no llega a los 870, le complementan el sueldo con dinero del desempleo. Piccot, de 38 años y madre de un hijo, dejó los estudios a los 18 y aunque luego asistió a cursos nocturnos de administración, no hablar flamenco le cierra las puertas de muchos trabajos en el resto del país. Como todos los francófonos, recibió clases de flamenco en la escuela y, como casi todos, no lo domina, apenas lo chapurrea.

Piccot no quiere ni oír hablar de la partición de Bélgica, le parece una sandez, porque dice que ella no tiene nada en contra de los flamencos. Ante las quejas de sus vecinos del norte que dicen pagarle entre otras cosas su desempleo, echa mano de la historia para recordar que durante siglos fueron los valones los que sacaron adelante al país. "Antes eran los valones los que pagábamos a los flamencos, ahora es al revés. Es una cuestión de reciprocidad".

Hace 100 años, Valonia era la segunda región más rica del mundo gracias al carbón y al acero. En los sesenta comenzó el declive de la industria pesada y la empobrecida Flandes, sin el lastre de una población aferrada a la mina, comenzó a captar inversores extranjeros atraídos por la situación geográfica de la región, el gran puerto de Amberes y las facilidades de los flamencos a los empresarios.

Llegó la industria del automóvil -hoy Flandes es el segundo lugar del mundo donde más coches se ensamblan-, la gran industria química y una pujante economía de servicios que emplea a jóvenes muy bien preparados en las universidades flamencas.

El perfil de estos jóvenes se parece poco al de sus vecinos de Valonia, donde la deficiente educación es una de las principales barreras para el desarrollo de la región, según explica Jean-Marie Berger, secretario general de los servicios sociales de Charleroi, la principal ciudad de Valonia. "Aquí no hay mano de obra cualificada, ni siquiera tenemos una Universidad, por eso no vienen los empresarios. Esto es un círculo vicioso, los padres, muchos inmigrantes, que trabajaron en la mina o en el vidrio, se quedaron sin trabajo. En esas familias no se anima a los jóvenes a que sigan estudiando. Para ellos no hay futuro". Uno de cada siete niños valones no ha visto trabajar en toda su vida ni a su madre ni a su padre.

En Charleroi, como en Lieja o como en La Louvière, trataron de mantener hasta el final los empleos en la industria pesada y cuando lanzaron la reconversión industrial ya era demasiado tarde. Es cierto que hay zonas de Valonia al sur de Bruselas que han conseguido salir del pozo y su economía florece, como también es cierto que en los últimos años los grandes números muestran que la economía valona va remontando, pero aún así, la diferencia entre el norte y el sur continúa siendo abismal.

El análisis de la limpiadora del Prince de Liège coincide con el de Rudy Aernoudt, hasta septiembre secretario general de Economía del Gobierno de Flandes, expulsado de su cargo por no comulgar con las tesis dominantes en su región que piden un recorte de la transferencia de fondos a los valones.

Autor de Flandes-Valonia, te amo pero no tanto, un agudo análisis de la relación entre las dos comunidades lingüísticas, Aernoudt ha recalculado las polémicas transferencias fiscales. Según sus cálculos, ascienden a 1.600 millones de euros anuales, una cifra mucho menor que los 5.400 y hasta 9.000 millones que manejan los políticos flamencos. Aernoudt defiende que hay que descontar los impuestos que pagan los 250.000 flamencos que trabajan en Bruselas y que, a su juicio, deberían asignarse a la caja de la región de Bruselas y no a la de Flandes.

"Estos números cambian el debate por completo. Cuando los radicales flamencos dicen que si se parte el país en dos, dejarían de pagar a los valones 5.400 millones al año se equivocan. La mayor parte de ese dinero iría a parar a la región de Bruselas y no a Flandes". Este economista vaticina una nueva vuelta de tuerca de la historia, que recolocará los pesos en la balanza en la que gravitan flamencos y valones. "Flandes se enfrenta a un gran reto demográfico. En 2050 uno de cada tres flamencos tendrá más de 65 años. Será entonces cuando los jóvenes trabajadores valones pasarán a ser un valor en alza".

Partidarios de la unidad belga salen a la calle con la bandera del país el pasado 18 de noviembre.
Partidarios de la unidad belga salen a la calle con la bandera del país el pasado 18 de noviembre.AP
El primer ministro belga, Guy Verhofstadt (de espaldas), presta juramento ante el rey Alberto II de Bélgica durante la presentación del recién formado Gobierno provisional.
El primer ministro belga, Guy Verhofstadt (de espaldas), presta juramento ante el rey Alberto II de Bélgica durante la presentación del recién formado Gobierno provisional.EFE

Un mojón en la frontera

Ni la calma ni los productos biológicos ni los largos paseos por los campos de la granja de la familia Saerens bastaron para que Yves Leterme, el ganador de los comicios de junio y el resto de líderes de la coalición naranja-azul alcanzaran una acuerdo para formar Gobierno, que al final ha venido de la mano de Guy Verhfostadt, el derrotado en las urnas.

En esta bucólica granja de vacas frisonas de Mollem, en tierras flamencas, los políticos belgas mantuvieron durante los últimos seis meses algunas de sus interminables reuniones en las que trataron de ponerse de acuerdo sobre el grado de descentralización que debe contener la reforma del Estado belga, ansiada por los flamencos. Y también sobre cómo resolver el contencioso de Bruselas-Hal-Vilvorde el grupo de municipios flamencos que rodean Bruselas y donde la fuerte presencia de población francófona que emigró de la capital en busca de viviendas más baratas, hace que se pueda votar tanto a candidatos flamencos como francófonos, al contrario que en el resto del país. En seis de esos municipios existen además las llamadas "facilidades lingüísticas" por las que los cerca de 150.000 francófonos que residen allí pueden usar su lengua en las instancias públicas.

Como a muchos flamencos, a la cabeza de familia de los Saerens esto no le parece justo. "¿Por qué los francófonos pueden votar a su partidos en Flandes? Los flamencos no podemos votar a nuestros candidatos en Valonia...", se queja en perfecto francés esta mujer que cuando viaja a la bilingüe Bruselas, a una media hora en coche, se niega a utilizar el francés "por principios". La granja de los Saerens pertenece precisamente a uno de los municipios de la discordia de Bruselas-Hal Vilvorde. El mes pasado, los políticos de estos cantones votaron su escisión del distrito electoral de Bruselas y su adhesión plena a Flandes. Las facilidades de estos municipios es el único obstáculo para trazar una frontera lingüística nítida entre el norte flamenco y el sur valón, dejando la pequeña isla bilingüe de Bruselas en medio. Prepararían así además los flamencos el terreno para una futura división del país.

Aunque la votación de Bruselas-Hal-Vilvorde debe aún recorrer un largo camino administrativo antes de ver la luz, ésta será una de las cuestiones más peliagudas sobre las que deberá pronunciarse el próximo Gobierno definitivo belga que, si todo va bien, verá la luz en primavera.

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Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

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