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América Latina y la trampa de desigualdad

América Latina es la región más desigual del mundo. La desigualdad es invasiva: afecta al ingreso, la educación, la salud y al funcionamiento de los mercados de tierra, capital y trabajo. Y además es persistente, pues apenas ha disminuido en los últimos 15 años. Cuando un 40% de la población es pobre, las estrategias para combatir esta lacra que estén basadas tan sólo en el crecimiento son insuficientes.

En primer lugar, porque la desigualdad enmascara la pobreza si el ingreso está muy concentrado. En América Latina el 10% de los más ricos recibe en promedio el 36% de la renta, pero por encima del 40% en Brasil, Bolivia y Colombia. Si se descuenta la parte del PIB controlada por ese top 10, y se calcula el PIB per cápita promedio de la población no rica, Bolivia, Honduras, Nicaragua y Paraguay se convierten en países de renta baja, pese a que el agregado nacional los sitúa, al igual que a Brasil y Colombia, en la lista de países de renta media.

Para reducir la desigualdad no basta crecer. Se necesitan medidas redistributivas
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La corrupción en América Latina está ligada a la debilidad de los Estados

En segundo lugar, porque la desigualdad disminuye la capacidad de reducción de pobreza del crecimiento. En Brasil, que tiene la máxima desigualdad junto con Bolivia (un coeficiente de Gini de 0,61 frente al 0,33 de la OCDE), una disminución de dicho coeficiente en cinco puntos permitiría reducir la pobreza a la mitad en 10 años con un crecimiento del 3% anual, frente a los 30 que se tardaría al mismo ritmo si la desigualdad permaneciera constante.

Y, en tercer lugar, porque la elevada desigualdad es un lastre para el propio crecimiento. La desigualdad genera inestabilidad social y política y propicia la volatilidad macroeconómica, lo que deprime a largo plazo la tasa agregada de ahorro e inversión. Al igual que demasiada igualdad disminuye la productividad laboral y difunde el free riding disparando los costes de supervisión (caso de Cuba), demasiada desigualdad bloquea la movilidad social. Ello hace aflorar los comportamientos predatorios o delictivos, erosiona la cohesión social (confianza en la gente) y daña la legitimidad de las instituciones (confianza en el Gobierno), con las previsibles secuelas de violencia e inseguridad.

Estos males públicos desincentivan la acumulación de capital físico, humano y social, y elevan los costes de transacción. Las consecuencias deletéreas para el crecimiento se acaban de estimar en una reducción de 1,1% puntos de tasa de anual para América Latina, que por algo es también la región más insegura del mundo.

No es casual que en los últimos años se haya generado un consenso académico, trasladado rápidamente a la doctrina de los organismos multilaterales de desarrollo, basado en la necesidad

de corregir las desigualdades para impulsar el crecimiento. Porque para reducir la desigualdad no basta crecer: se necesitan medidas redistributivas estáticas (vía impuestos) y dinámicas (vía gasto público), que desactiven las instituciones ineficientes y las políticas subóptimas alentadas por ciertos grupos de interés. En caso contrario, éstos tienden a perpetuarse mediante la captura del Estado (gran corrupción) y con actuaciones que hacen persistir el subdesarrollo: es la trampa de desigualdad.

Esta trampa describe de manera muy precisa la realidad de Latinoamérica, donde la desigualdad alimenta la corrupción a través de la destrucción masiva de la confianza interpersonal y en las instituciones. La región es mucho más corrupta de lo que cabría esperar de su nivel medio de PIB per cápita, porque es la más desigual. Existe entre la opinión pública una amplia constatación de la extensión y persistencia del fenómeno de la corrupción, que echa sus raíces en la desigualdad de influencia y de riqueza, como muestra sistemáticamente el Latinobarómetro.

Si la corrupción es el resultado del intento de los ricos de preservar su posición, minimizar el papel del Estado no tiene por qué ser necesariamente la política apropiada: la baja provisión de servicios administrativos puede darse de manera deliberada con el objetivo de crear una renta y su redistribución vía corrupción.

Éste es el problema de los Estados débiles de América Latina señalado por el Banco Mundial: Estados que fallan en la provisión de bienes públicos, lo que afecta negativamente a los pobres, que se someten a la pequeña corrupción (pago de extorsión y comportamientos oportunistas y fraudulentos) para asegurarse dichos servicios, de manera que acaban interiorizando las prácticas de corrupción como la forma apropiada de comportamiento, mientras los ricos ejercen su influencia privada para conseguir un reparto selectivo, truncando los sistemas de bienestar en su propio provecho.

Como la corrupción contribuye a la apropiación desigual de la riqueza y los privilegios al inhibir cambios institucionales que amenazan las ventajas existentes de los ricos, la corrupción también alienta la propia desigualdad. Y lo hace minimizando la progresividad del sistema fiscal, deteriorando el nivel y efectividad del gasto social y disminuyendo el crecimiento económico.

Así, cuanto más cortoplacista y menos predecible es la corrupción (corrupción degenerativa), más dañino es el efecto sobre la inversión doméstica y extranjera (al elevar los riesgos e introducir inseguridad en los derechos de propiedad), y sobre la eficiencia (al promover monopolios y búsqueda de rentas en detrimento de la libre competencia y las mejoras en la productividad). Según un estudio reciente, un 10% de incremento de la corrupción disminuiría la tasa de crecimiento en Latinoamérica en un 2,6%, frente al 1,7% de los países de la OCDE y Asia (con corrupción desarrollista).

En sistemas democráticos como los de la región, corrupción y desigualdad pueden correr en paralelo a través de la integración vertical de los pobres en estructuras clientelares y la destrucción masiva de la confianza interpersonal. Con instituciones de voz y representación débiles, en América Latina sólo un 17% de los encuestados cree que pueden confiar en la mayoría de las personas, lo que les lleva a confiar sólo en los de su propio grupo alimentando el clientelismo, mientras que instituciones básicas del Estado de derecho se sitúan en niveles mínimos de confianza (policía y Gobierno, 39%; sistema judicial, 30%; partidos políticos, 29%, y Parlamento, 20%), según el Latinobarómetro de 2007.

Por tanto, para romper el círculo vicioso de desigualdad-corrupción-desigualdad se precisa afianzar la confianza interpersonal y en las instituciones, empezando por liberar de la corrupción al propio proceso de creación de reglas.

Si partimos de la doble hipótesis de Tocqueville de que la igualdad promueve el desarrollo económico y es la pasión democrática por excelencia, las políticas de cooperación al desarrollo deben vincular el robustecimiento de la democracia a la mejor distribución de los recursos y los ingresos. Porque como decía el aristócrata francés, la "igualdad suscita naturalmente a los hombres el gusto por las instituciones libres". En caso contrario, veremos estallar los "entusiasmos infundados" (Vargas Llosa dixit) que suscitan ciertos líderes populistas en vías de proliferación incontrolada.

Rafael Domínguez Martín es director de la cátedra de Cooperación Internacional y con Iberoamérica de la Universidad de Cantabria.

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