Un tratado largo y estrecho
Como en la cocina que tanto se lleva ahora, donde los sabores son sustituidos por las texturas y la sofisticación de la técnica tiende a predominar sobre las materias primas, el nuevo tratado (o Tratado de Lisboa) ofrece un menú de difícil valoración a los no acostumbrados a los refinamientos jurídico-políticos habituales de la construcción europea. El tratado, descrito irónicamente por el primer ministro luxemburgués, Jean-Claude Juncker, como un tratado "espeleológico", es apto sólo para expertos. Ello se debe no sólo a su extensión (323 páginas en la versión española, incluyendo protocolos y declaraciones), sino a su planteamiento como un tratado que reforma a otros, lo cual convierte su lectura en una letanía imposible de seguir.
A priori, para la ciudadanía europea, pero también para muchos de los parlamentarios que habrán de ratificarlo, este oscurecimiento con respecto al malogrado Tratado Constitucional (deliberado para unos, inevitable para otros) convertiría su evaluación en un acto de fe política. Afortunadamente, como tanto sus detractores euroescépticos como sus partidarios euroentusiastas coinciden en señalar que el Tratado de Lisboa es sustancialmente idéntico al Tratado Constitucional, el diagnóstico no será objeto de controversia.
Otra cosa, claro está, es que la política interna de algunos de los nueve Estados miembros que no ratificaron en su momento el Tratado Constitucional requiera marcar distancias para no malograr su ratificación.
Lo mejor del tratado es, sin duda, que pone fin a más de diez años de reformas institucionales y a más de dos años de introspección y crisis. Y lo hace poniendo a disposición de los Estados miembros una potentísima herramienta para lograr mayores cotas de integración en toda una serie de materias esenciales para la ciudadanía, desde la política exterior y el cambio climático hasta la inmigración o la lucha contra el crimen organizado. Que dichos Estados vayan a aprovecharla a fondo está por ver dado el clima imperante en algunos de ellos. Desde sus comienzos, la integración europea se ha basado en el doble presupuesto formulado brillantemente por Monnet: "Nada es posible sin las personas, nada es duradero sin las instituciones". Durante mucho tiempo, nos hemos quejado de falta de liderazgo europeo y de falta de instituciones adecuadas. Con estas instituciones, especialmente en lo que se refiere a la política exterior, Europa puede convertirse en un actor decisivo en los asuntos mundiales. Pero tiene que tener la voluntad de hacerlo.
José Ignacio Torreblanca, director de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
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