Siglos de memoria sobre el río
Madrid hace inventario de sus puentes históricos en una guía gratuita
Pétreos. Resistentes. Silenciosos y centenarios. Se aprestan a recibir los primeros embates de los torrentes que abruptamente bajarán de la sierra en próximas fechas invernales. Son los 41 puentes históricos de Madrid, cuyo relato acaba de acopiar en un librito bilingüe (español e inglés) gratis, de amena lectura, la Delegación de Turismo Cultural de la Consejería de Cultura del Gobierno regional.
Romanos, medievales, renacentistas, barrocos, neoclásicos o ferroviarios, definen los estilos de las hechuras de los puentes fluviales madrileños que han logrado sobrevivir hasta hoy desde un origen que arranca más de 20 siglos atrás, tendidos entre las riberas de los principales ríos de la región. Los cursos más caudalosos corresponden al Alberche, Cofio, Guadarrama y Perales, al oeste de la región; y Jarama, Tajuña, Henares y Tajo, en el oriente.
Pero otros flujos de montaña, como el Lozoya, o el Guadalix, amén de copiosos arroyos y regatos que se despeñan desde las cumbres del Guadarrama hacia los valles, debieron también ser sobrecruzados durante centurias con fábricas firmes o recias empalizadas, dado el empuje torrencial de sus aguas. Tan sorpresiva afluencia de avenidas invernales y primaverales determinó aquí la arquitectura pontonera. En un principio, fueron los ingenieros romanos quienes definieron su canon, con elegancia y solidez hasta hoy inigualadas. Su culto a la labra de la piedra con claro concepto, más el sorprendente aparato administrativo desplegado por ellos para acometer sus obras públicas, otorgaron a los ingenios de Roma entidad imperecedera. Aún cabe apreciarla en numerosos puentes de la región, desde Cercedilla y Canencia a Talamanca.
El puente-tipo madrileño sería de piedra serrana o mampostería, con uno o dos ojos, dovelas de sillares que pespuntean sus arcadas y perfil de lomo de asno; a menudo, con bases asentadas sobre la roca viva. Fueron reforzados casi siempre con poderosos espolones, a contracorriente, y tajamares, de espaldas al agua, contrafuertes ambos hincados en sus anclajes para fortalecerlos ante el embate fluvial. Asimismo, el patrón de los puentes de Madrid mostraría ornamentos con embolados de piedra o descansaderos, como los que exhibe el del Perdón, sobre el Lozoya, frente al monasterio de El Paular. Así se llama el puente por ser el lugar al que, en la Edad Media, se conducía a quienes iban a ser ajusticiados.
Uno de los más sofisticados, el puente del Arrabal, se halla en la villa amurallada de Buitrago. La casa ducal del Infantado ganó en él buenos dineros durante siglos al mantener sobre su cruce derechos de pontazgo, un canon fiscal gravado a cuantos desearan franquearlo, caballerías y ganado inclusive.
Sólo la Casa de Campo tuvo cuatro puentes sobre el arroyo Meaques -nombre derivado de la primitiva Miaccum romana- y conserva el más caprichoso de cuantos puentes quepa concebir: el de la Culebra, expresión del genio de Francesco Sabatini, construido antes de 1780. Su único propósito: deleitar a sus viandantes con un diseño serpenteante. Aún cabe verlo en toda su belleza, pese a intentos de grafiteros por degradarlo.
La cornisa fluvial de la ciudad está flanqueada por un repertorio de puentes que abarca desde el afarolado y decimonónico de la Reina Victoria, ante la ermita de San Antonio de la Florida, hasta el majestuoso puente de Segovia, escenario de heroicos combates durante la Guerra Civil; o el de Toledo, concluido en 1732, emblema de la madrileñidad, con efigies isidriles barrocas, sobre el río Manzanares. Con más caudal que el bíblico río Jordán, el río mide 83 kilómetros, desde el Ventisquero de la Condesa, en La Pedriza, hasta su tributo al Jarama.
Meses atrás, a consecuencia de las obras de soterramiento de la M-30 y sin que mediara esfuerzo conocido para salvarlo, fue desmontado un bellísimo puente blanco, atirantado y elástico, sobre el Manzanares, ideado por el ingeniero Javier Manterola. Con acciones como aquélla, la riqueza pontonera de Madrid jamás hubiera llegado a nosotros y no podríamos leer un librito tan bello como éste, en el que se echa en falta mención al tan mineral puente de Arganda.
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