Pudo haberse evitado
Un 29 de junio de 2004, en este mismo periódico, publiqué un artículo titulado El malestar de la Educación, en el que hacía inventario de las que yo creía principales carencias del sistema. No era ningún ejercicio de clarividencia, sino de simple constatación, como podía haberlo hecho cualquiera que tuviese los pies en el suelo educativo. Hacía ya tiempo que las alarmas venían sonando y, por desgracia, algunos de los peores pronósticos se han cumplido. En Andalucía, según el último informe PISA, andamos por debajo de la media en matemáticas, comprensión lectora y ciencias, de entre las diez comunidades autónomas evaluadas. Tal vez otras estén peor, pero eso no es ningún consuelo. También en el gasto por educación estamos por debajo de la media nacional. Algo tendrá todo eso que ver con un 36% de abandono de los estudios, a la salida de una borrascosa Educación Secundaria Obligatoria. Se imponen, pues, la crítica y la autocrítica.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? Desde luego, no por casualidad ni por desidia, pues los esfuerzos han sido notables, sino por algunos errores acumulados. De Madrid nos llegó una LOGSE, plena de buenas intenciones, pero también con fallos estructurales incomprensibles. El que más nos podía afectar, un desmantelamiento progresivo de la Formación Profesional básica, en aras de la creencia, bastante ingenua, de que nuestros muchachos, y sus familias, iban a aceptar como si tal cosa una prolongación obligada, hasta los 16 años, en estudios generales comunes. La realidad socioeconómica andaluza no estaba para ESO, decíamos ya entonces, un poco en broma. Pero lo peor fue que faltaron dotaciones para poner en marcha un sistema enormemente costoso, precisado de muchas acciones compensatorias, con las que igualar las oportunidades de los desiguales. Con una autonomía plena en sus inicios, hubo que inventar e improvisar no poco para que aquello funcionara. Pero aquello, por más que queríamos, no funcionaba. La noria daba vueltas y vueltas, pero no sacaba agua del pozo.
No todo, sin embargo, fueron errores de diseño y de financiación. También los había de concepción teórica. Otra pieza clave de la reforma, el Consejo Escolar, nunca pasó de ser un instrumento más decorativo que otra cosa. No se le dio verdadero poder. No se quisieron arbitrar soluciones de control y seguimiento a lo que sucedía en los centros, y los centros empezaron a vegetar, en medio, eso sí, de un intenso bombardeo de papeles. Buena parte del profesorado, sobre todo el de Secundaria, sin alicientes ni exigencias a su tarea, se hizo refractario a los cambios. Y se produjo lo peor de todo: un triple divorcio entre los claustros, la administración y la sociedad. Para colmo, llegaron los males del entorno, en forma de alumnos desmotivados, víctimas predilectas de la culturilla global y de la televisión basura, pero obligados a permanecer en los centros hasta los 16 años, muchas veces contra su voluntad. Y un entorno educativo con familias asfixiadas por la carestía de la vida, o desestructuradas, más inmigrantes, etcétera. En consecuencia, las clases medias urbanas empezaron a desertar de los centros públicos, y en eso están.
No menos importante fue mantener el reclutamiento y la formación del profesorado, otra pieza clave, confiados a un sistema de oposiciones -en el que nadie creía-, pero que se ha mantenido casi intacto hasta hoy; más un Curso de Aptitud Pedagógica, bastante inoperante, que sigue dependiendo de un decreto ¡de 1972!, y unos Centros de Profesores, que han prestado un aceptable servicio a los profesionales de Infantil y Primaria, pero que no fueron concebidos para atraer a los profesores de Secundaria. De hecho, éstos han pasado olímpicamente de sus ofertas, salvo cuando tuvieron que acumular puntos para cobrar los sexenios.
Otros factores, específicos de Andalucía, vinieron a complicar, todavía más, la situación. Uno fue la necesidad urgente de escolarizar a una población infantil y adolescente, mayor que la de otras comunidades; para lo que hubo que acudir a los centros privados, mediante conciertos, que se han ido prolongando en el tiempo y dando cada vez más poder a la enseñanza privada. De la misma necesidad, derivó un enorme volumen de profesores interinos (problema que no han tenido en otras comunidades), que han ido de un lado para otro durante años; más baratos, pero con la misma responsabilidad que los titulares, y creando las lógicas situaciones de malestar y de protestas. Pero sin duda la decisión más arriesgada fue la que se tomó en 1986, en tiempos de Borbolla, de expandir el sistema por arriba, antes de consolidarlo por abajo. Crear una Universidad en cada provincia, y un par de ellas más de propina, con lo que el presupuesto para los niveles básicos permaneció en estado cuasi vegetativo durante más de un decenio, para poder atender a las demandas, inagotables e insondables, de las universidades.
¿Se pudo evitar todo eso? Creo que sí. Los hechos hablaban por sí solos, y debieron corregirse a tiempo las causas que los motivaban, con políticas más decididas, equipos más estables, y otras preferencias presupuestarias.
¿Qué va a pasar ahora? Pues esperemos que algo pase, porque muchas más oportunidades no va a haber. Y el momento, aunque inoportuno, no es malo, si sabemos aprovecharlo. De una parte, la inminencia de las elecciones va a requerir de un buen revulsivo en esta materia, con medidas de calado, concertadas entre Madrid y Sevilla. Unas, para mejorar el seguimiento del sistema público, y del privado, ligando la economía y la promoción de los centros, y de los profesores, al rendimiento educativo; dotando para ello a la sociedad, a los consumidores del sistema y a las instituciones democráticas, de un verdadero poder de control. Otras, y teniendo en cuenta los cambios que se avecinan en las titulaciones universitarias, para permitir una formación del profesorado vinculada a la capacitación psico-pedagógica y a las destrezas comunicativas y sociales. Dentro de otros cuatro años, sí que sería demasiado tarde.
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