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Columna
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¿Por qué viva Franco?

Después de leer el periódico, Juan Urbano se acordó una vez más de una supuesta crítica de cinco o seis líneas que la leyenda atribuía a Eduardo Haro Tecglen y que decía algo así como: "Ayer se estrenó en el teatro equis la obra equis, dirigida e interpretada por tal y tal: ¿por qué?"

Si esa reseña existió de verdad, es probable que aunque hoy sea divertida, entonces fuese arbitraria, despótica o injusta, quién lo puede saber ya; pero lo que a él le importaba es que siempre la había servido de plantilla para otro millón de cosas y ahora volvía a serle útil después de leer que la Delegación del Gobierno había autorizado tres manifestaciones ultraderechistas para este fin de semana cuyo único fin era jalear la figura de los golpistas de 1936, enaltecer a los ideólogos de la masacre que desencadenó la Guerra Civil y glorificar al dictador y a sus secuaces por lo civil, lo militar y lo eclesiástico. ¿Por qué?

¿No iba a ser el abominable Valle de los Caídos un centro de estudios del franquismo?

Juan Urbano, que esta semana, por primera vez en su vida, había sido monárquico diez minutos, gracias al porquenotecallas del rey al presidente de Venezuela, que es un personaje que le viene como anillo al dedo a esta historia porque, a fin de cuentas, también tiene un pasado de golpista y un presente de actor cómico, se preguntó por qué en nuestro país es delito quemar una foto del jefe del Estado pero no hacer apología del Funeralísimo, como lo llamaba Rafael Alberti, siempre tan exacto a la hora de asignar un adjetivo.

Tal vez es que uno de los agujeros en el barco de la futura Ley de Memoria Histórica sea ése: que no nos hemos atrevido a convertir en un delito contemplado por el Código Penal el ensalzamiento de la dictadura, como ocurre en otros países de Europa que han sufrido lacras semejantes.

¿Por qué? ¿Por qué tenemos que aguantar los madrileños que los nostálgicos del horror, esa gente que no cree en la democracia y suspira por el regreso de la tiranía, se reúnan el domingo en la Plaza de Oriente, igual que en los viejos tiempos, a gritar contra la inmigración, contra las libertades que tanta sangre y tanto sufrimiento nos han costado, a favor de los criminales de ayer y los locos de hoy?

¿Por qué tenemos que soportar el martes, que es otro infame 20 de noviembre, una marcha que vaya desde Moncloa hasta el Valle de los Caídos a honrar a los mismos cuyas estatuas estamos quitando de nuestras plazas, y que, da miedo decirlo, se parece tanto a aquella de noviembre de 1939 en que los falangistas llevaron a hombros el ataúd de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial, vestidos con su uniforme paramilitar, desfilando con una pistola al cinto y una antorcha en la mano? ¿Por qué?

¿No iba a ser el abominable Valle de los Caídos un centro de estudios del franquismo, o algo así, y acaso no se iban a prohibir allí los actos que supusieran una alabanza del déspota? ¿Por qué los magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Madrid permiten esa demostración anticonstitucional y afirman que "no existe riesgo de alteración del orden público con peligro para personas o bienes"?

¿La democracia no es un bien? ¿Invadir la ciudad para amedrentar a los ciudadanos o hacer que se marchen a otra parte por miedo a los fanáticos no es alterar el orden público?

Desde luego, Juan Urbano pensaba hacer justo eso, pedir dos días de permiso, marcharse de Madrid el sábado y no volver hasta el miércoles, con tal de no tener que cruzarse en una calle cualquiera del centro con esas personas, ni oír sus consignas, ni ver sus banderas llenas de águilas y sus camisas azules.

Eso es, su chica maravillosa y él se subirían a un tren con destino a cualquier otro lugar en el que los políticos que lo gobiernen no estén dispuestos a caminar hacia atrás mientras otros se calzan las botas estrepitosas de los bandidos; a retroceder hasta el comienzo del espanto, a la época en que todo era tan ilegal, tan viscoso, tan todo lo contrario de lo que ahora tenemos, mal que les pese a algunos, a esos que, por fortuna, aunque son los peores, también son los menos. Ya, pero ¿por qué?

Juan Urbano regresó a su casa y después de mirar a su chica capicúa hasta que los ojos se le volvieron islas, regresó al libro que estaba leyendo, los Cuadernos de Paul Valéry, y el poeta francés le dijo: "Sólo estoy seguro de haber comprendido una cosa cuando tengo la impresión de que hubiera podido inventarla".

Y Juan pensó que por mucha imaginación que tuvieran, él nunca podría comprender ni a la gente que estos días saldrá a la calle a darle vivas a un dictador, ni a los políticos que les permiten llenar a estos manifestantes el aire de la ciudad de ese odio antiguo.

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