Monarquía y visibilidad
Las imágenes no engañan. El rostro del Rey se va tensando hasta la explosión. Cayó en la provocación. Su respuesta a Chávez no fue meditada, surgió de la irritación. Sorprende en una persona tan profesional, tan bregada en las tareas de representación del Estado. Sorprende que no entendiera que en aquella reunión era uno más entre muchos jefes de Estado. El Rey está poco acostumbrado a este tipo de encuentros con muchos actores y cargados de discrepancia política. Lo suyo son los actos oficiales en que él es el Rey y los demás son los súbditos. Un marco muy adecuado para que triunfe el tono personal y dicharachero que le caracteriza. Y las reuniones tú a tú con otros jefes de Estado en las que según parece mezcla hábilmente la prudencia y la seducción personal. La confrontación política no es lo suyo, ni le corresponde por razón constitucional. Se encontró metido en ella y perdió los nervios como ocurre a veces a cualquier ser humano. Aquí está la cuestión: en la sociedad de la imagen, donde caben pocos secretos y lo que no dicen las palabras lo expresa el cuerpo, las familias reales aparecen como lo que son: humanas, genuinamente humanas.
Nicolas Sarkozy ha cambiado el modelo presidencial para que la institución sobreviva
La enervación del Rey se hizo espectáculo audiovisual tres días antes de que la familia real anunciara la separación de la infanta Elena. Otro episodio que sitúa a la sangre azul en la vulgar humanidad de cualquier familia. El matrimonio del Príncipe heredero con una plebeya -divorciada, para hacerlo más humano todavía- había ya señalado tiempos de cambio irreversibles. Sin duda, la reacción espontánea de los ciudadanos a estos hechos es de empatía. La sensación de que los reyes sienten, viven y sufren como los demás provoca inicialmente cierta sensación de alivio. Si además, como en el caso del incidente de Chile, se puede apreciar en la espontánea reacción del Rey un gesto de defensa de los españoles sin distinción ideológica, el alivio es mayor todavía en un país fatigado por tanta pelea politiquera. Pero en el mundo de Internet, la imagen queda. Y hay tiempo para verla y reverla. Y la percepción cambia según quién y cuándo la ve.
Vista desde América Latina, algunos sectores pueden vivirla con simpatía porque tienen ganas de que se plante cara al matonismo de los petrodólares -y, ciertamente, quien falló en la cumbre fue la presidenta Bachelet que era la que dirigía la reunión y, por tanto, la que tenía que haber parado a Chávez-. Pero cada día que pasa es más evidente el resabio antiguo, paternalista, neocolonial de un gesto inscrito en el patético discurso de la madre patria. Y esta percepción está destinada a propagarse en América Latina, porque el incidente no es una anécdota, sino que responde a conflictos de fondo.
La sociedad de la información liquida definitivamente lo aristocrático. El ojo de la cámara es demasiado ubicuo como para poder mantener determinadas auras. Sólo queda la autoridad y la autoridad es un atributo muy cambiante cuando se está tan expuesto a la visibilidad. Tanto es así que incluso el monarca republicano que es el presidente de Francia ha tenido que descender a la tierra. En los mismos tiempos en que la monarquía española -como otras en Europa- se encuentra ante la realidad de asumir que es humana, demasiado humana, ha llegado a la presidencia francesa Nicolas Sarkozy, un hombre que ha roto con parte del gestual aristocrático de la institución, que también se crispa y abandona un plató, irritado como un ciudadano cualquiera, y que se separa, más o menos tempestuosamente, como tantos mortales. Es así y no puede ser de otra manera. No es una voluntad de apertura ni de las monarquías ni de la suprema institución francesa. El hombre por encima de los demás no cabe cuando la televisión es la escena de la política e Internet el archivo que rebota permanentemente las imágenes. La autoridad se gana y se pierde con la acción y con la imagen, que es un riesgo permanente.
Nicolas Sarkozy ha cambiado el modelo presidencial para que la institución sobreviva, consciente de que no había otra salida. Pero Nicolas Sarkozy es un presidente electo, con legitimidad democrática directa, e instrumentos para adaptar la presidencia a las nuevas realidades. La cuestión es: ¿pueden las monarquías sobrevivir al espectáculo de su condición humana? ¿Hay lugar en la democracia para una institución no democrática cuando el voyeurismo de los ciudadanos de la sociedad audiovisual ha dejado a la familia real sin aura? ¿En el mundo audiovisual en que todo actor es efímero cabe una institución que quiere ser permanente? La banal humanidad les hace más próximos, pero si son como todos, ¿por qué tienen derecho a estar siempre allí?
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