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Reportaje:

El vuelo turbulento de Led Zeppelín

Diego A. Manrique

Conviene confesarlo: el Landmark Hotel trae malas vibraciones al periodista. De golpe, recuerda que estaba alojado en este sobrio establecimiento londinense cuando supo que Kurt Cobain se había quitado la vida, esas casualidades que enturbian el recuerdo de un lugar. Pero no hay tiempo para melancolías: en algún piso, Led Zeppelin espera. La entrada del hotel está sitiada: masas de adolescentes alborotadas, cámara en mano. Muchas de las fans son españolas, y, efectivamente, no están esperando para captar al grupo máximo de los setenta; aguardan a los Backstreet Boys, aquel invento surgido de una fábrica de pop stars en Florida.

"Pero ¿todavía existen los Backstreet Boys?". La pregunta recibe rayos de odio. Era una duda inocente, pero, finalmente, gratuita: en el negocio del espectáculo, nadie se retira si puede evitarlo, da lo mismo que se comercie en canciones con acné o en rock con testosterona.

En el caso de Led Zeppelin, el asunto no es tan sencillo. Teóricamente, sólo actuarán una noche de noviembre. Serán los tres miembros supervivientes más Jason Bonham, hijo de John, el baterista muerto en 1980. La demanda por las 20.000 entradas disponibles, a 125 libras esterlinas (180 euros), fue tan intensa que el sistema informático se cayó. La industria de la música tuvo una erección espontánea: han comprobado que sí, que aquello es una mina de oro por explotar.

Oficialmente, les ha reunido el recuerdo del disquero que los fichó: Ahmet Ertegun, fundador del sello Atlantic. El hombre que, desde el inicio, les concedió control creativo sobre sus discos, "igual que a Ray Charles"; ni la mínima interferencia, aunque en la prác¬tica eso no evitara tensiones. John Paul Jones, bajista y teclista, dice que grabar para Atlantic supuso todo un masaje para el ego: "Era tener el mismo sello que [el contrabajista de jazz] Charles Mingus. Y todos los grandes del soul: Aretha Franklin, Otis Redding, Wilson Pickett...".

La historia recuerda que el fichaje de Led Zeppelin supuso también que Atlantic se distanciara del soul y el jazz para trabajar el mercado del rock blanco, mucho más lucrativo por expresarse a través de elepés en vez de singles de dos caras. Jimmy Page, guitarrista, corta esa línea de razonamiento: "Atlantic no cambió con Led Zeppelin, ya había cultivado ese nuevo público con The Cream [el trío encabezado por Eric Clapton]. Nosotros no quitamos el puesto a nadie. Era un negocio diferente y ayudamos a construirlo".

Page carece de sentimentalismo por la marca: "Atlantic es sólo un nombre, eso sólo significa algo para los fetichistas. Durante un tiempo, Atlantic fue parte de Kinney, un conglomerado que controlaba aparcamientos y funerarias. Lo que importa son las personas. Ahmet era un gran negociante, pero también sabía divertirse. Igual que nosotros". Una risa seca. "¿Sabes cómo murió Ahmet? Se cayó yendo a saludar a los Rolling Stones en los camerinos de un teatro de Nueva York, cuando estaban rodando esa película con [Martin] Scorsese. Y ni siquiera grababan ya para Atlantic. Ahora se trata de recaudar dinero para su fundación educativa, y no podemos faltar".

En su tiempo, Led Zeppelin dio muchos dolores de cabeza a Ertegun y Atlantic. Para su cuarto elepé decidieron prescindir de cualquier palabra y decorar su portada con cuatro símbolos que se supone representaban a sus integrantes. Page se ríe: "Nos dijeron que era un suicidio comercial. Pero el disco lleva vendidos veintitantos millones de copias".

Otra jugada de led zeppelin fue negarse a editar singles extraídos de sus elepés, algo que todavía es una práctica en nuestros días. De vez en cuando, Atlantic se saltó la regla y convirtió temas como Whole lotta love en pelotazos de las radiofórmulas. John Paul explica que aquello no era un capricho: "Concebíamos cada álbum en una obra que no se podía desmontar. Si querías Whole lotta love o Stairway to heaven, debías comprarte el elepé. Parecía un gesto arrogante, pero tenía sentido comercial".

Hasta este mes de noviembre, Led Zeppelin se resistía a vender su música vía Internet, alegando que la calidad sonora era deficiente. Ahora han entrado por el aro: se podrán comprar sus álbumes o temas sueltos. Page no tiene simpatía por los consumidores que se quedan con una canción y prescinden del resto: "Es una equivocación creer que lo mejor de un artista está en sus temas de éxito. Más bien sucede todo lo contrario".

Con sus ojos achinados y su cabellera totalmente blanca, Jimmy Page parece hoy un malo de película de David Lynch. Bajo el barniz de amabilidad promocional se tensan los músculos del tipo voluntarioso que decidió salir de la zona de sombras de la industria musical para conquistar el mundo. Demuestra el mayor desinterés por evocar sus años como músico mercenario en Londres: "¿Que si toqué en el Black is black, de Los Bravos? No me suena. De todas formas, yo no quisiera que se me recordara por un trabajo tan poco estimulante. Tocar en el estudio era como fichar en una oficina. De las nueve a las doce, con una cantante. De la una a las tres, con un grupo. Por la tarde, con una orquesta. Muchas veces, ni sabíamos el nombre de la canción... ¡o del artista!".

John Paul Jones, que también procede del mismo medio profesional, intenta alegar que había sesiones en las que sí se podía desarrollar la creatividad: "Bueno, yo recuerdo momentos divertidos, cuando hacía cosas para los Rolling Stones o Donovan". Page le corta impaciente: "No debías de divertirte tanto cuando me pedías que te metiera en mi grupo". "Mi grupo", no "nuestro grupo". Una corriente gélida se ha colado en la habitación.

El guitarrista hace bien en atribuirse la génesis de Led Zeppelin, una idea que gestó tras un par de años en un conjunto desmotivado como eran The Yardbirds. Page imaginó una banda que pudiera abarcar desde las baladas folk dramatizadas hasta el rock más violento, pasando por el blues pirotécnico. Su antiguo compañero en los Yardbirds, el virtuoso Jeff Beck, había tropezado con esa misma fórmula, pero no se molestó en patentarla.

La carrera de Led Zeppelin fue deslumbrante. Superaron velozmente el modelo del Jeff Beck Group y profundizaron en otros palos, desde el rock orientalista de Kashmir hasta el lirismo hippy de Stairway to heaven. En sus abrasadores conciertos, siempre más de dos horas, tocaban desde funk hasta reggae, sin olvidar repasar clásicos del rock and roll o el soul. Confundirlos con una banda tópica de heavy metal sería miopía; incluso los detractores reconocían su voluntad de grandeza, su energía descomunal, su atmósfera de misterio.

Cambiaron todas las reglas. Su representante, una montaña hirsuta llamada Peter Grant, impuso el modelo de contrato que ahora es habitual entre las superestrellas: se embolsaban el 90% de los beneficios, una vez descontados gastos. Page muestra despuntes de emoción al hablar de Grant: "Si te sientes remunerado tienes una red de seguridad para experimentar en lo musical. Peter no permitía que nos pasara nada malo. Además, cosa rara en un manager, procuraba ir a casi todos nuestros conciertos". Excepto a Canadá, le puntualizo. "Exacto", sonríe el guitarrista. En Vancouver, Grant vio a un caballero con un micrófono. Creyendo que se trataba de un captador de grabaciones en directo, ordenó que le aplicaran "un correctivo" y que le destrozaran su máquina. Pero no era un pirata: se trataba de un desdichado funcionario, que controlaba el nivel de decibelios.

En ese ascenso a la cima, también se convirtieron en la banda más detestada por la prensa musical. Cometieron pecados mortales como atribuirse arreglos, estrofas, frases musicales, canciones completas que tenían autores más o menos conocidos. Y no corregían si se les llamaba la atención: ensoberbecidos, sólo cambiaban los créditos y aflojaban la pasta tras demandas judiciales. Tal rapacidad resultaba impresentable cuando se trataba de autores de escasos medios. Page no se conmueve: "Muchos blues tienen orígenes ancestrales; ya se cantaban antes de que alguien se molestara en registrarlos. Y si se popularizaron fue por nuestros arreglos".

Esa actitud se correspondía con un comportamiento bárbaro, más propio de una partida de vikingos en expedición de rapiña. Hoy, tanto John Paul como Jimmy rechazan hablar de su leyenda negra: "No nos reconocemos en esos libros". Se refieren a Hammer of the gods, la biografía de Stephen Davis, basada en las revelaciones de su road manager, Richard Cole, que posteriormente firmaría su propia crónica analfabeta, Stairway to heaven: Led Zeppelin uncensored. Muchas de las anécdotas allí recogidas tienen matices escatológicos que, descontextualizadas, amargarían la tarde al lector. Y los encuentros carnales parecen ejercicios de humillación más que entretenimientos eróticos.

Teniendo amigos como Cole, un grupo no necesita enemigos. Con brutal naturalidad, el antiguo empleado describe la vida de Led Zeppelin en la carretera como una perpetua bacanal: épicos banquetes de drogas, alcohol y sexo. Músicos y asociados usaban y abusaban de sus groupies, frecuentemente adolescentes menores de edad. Pero también asaltaron a una periodista de Life enviada a cubrir su gira. Las historias lúbricas se relativizan al conocer la atmósfera general que rodeaba al cuarteto. Escudados tras policías fuera de servicio, arrollaban a cualquiera que se cruzara en su camino, incluyendo fans; de pasada, Cole revela que su método para controlar la histeria de las masas consistía en golpear con un martillo.

La impunidad sólo se rompió en 1977, cuando el baterista de Led Zeppelin; su manager, Cole, y un guardaespaldas, encerraron y vapulearon a placer a un asistente de Bill Graham, el principal organizador de conciertos en Estados Unidos. Fueron detenidos, pero, con sus recursos legales, se libraron de cumplir cárcel.

Todo se torció unos días después. Karac, el hijo de cinco años del cantante, Robert Plant, falleció de repente. Se suspendió la gira por Estados Unidos, aunque sólo Bonham regresó al Reino Unido con el afligido cantante. Ni Jimmy Page, ni John Paul Jones se tomaron el trabajo de acudir al entierro. Tres años más tarde moría John Bonham mientras dormía una monumental borrachera de vodka. Y el grupo se acabó.

Para la prensa popular, todo aquello fue una maldición, doble dosis del mal karma acumulado a lo largo de sus salvajes años setenta. Hoy, en el Landmark Hotel, Page ni siquiera acepta reflexionar sobre el papel de los medios en su carrera: "Sólo contaron basura sobre nosotros. ¿Sabes cómo llamábamos a las revistas musicales? Los tebeos. No tenían relación con la realidad".

¿Le resulta difícil encajar en la actual escena musical? "No, los chavales nos admiran. Cuando salió el punk rock, se suponía que tenían que odiarnos. Pero me encontraba cara a cara con el guitarrista de los Sex Pistols y se ponía de rodillas". ¿Llega a proporcionar consejos a los nuevos aspirantes? "¡Ja! Sólo recomendaciones técnicas, sobre guitarras y pedales. Aparte de eso, mis errores y mis aciertos son intransferibles".

¿Algo de lo que se arrepienta particularmente? "Sí, haber roto con Peter Grant. Honestamente, fueron las drogas las que nos alejaron. Cuando murió [1995] comprendí lo importante que había sido para mi vida. No eras la misma persona tras tratar con Peter".

Resulta imposible reconocer en el actual Jimmy Page al príncipe infernal de la leyenda, con sus trajes de terciopelo y sus camisas bordadas. El ex adicto a la heroína se molesta cuando descubre que en la suite donde se celebra la entrevista no hay bebidas descafeinadas. En los setenta era más seguidor del ocultista Aleister Crowley: compró la casa campestre del brujo y acumuló muchos de sus manuscritos y objetos personales. Si se le pregunta por el destino de aquella colección, se le congela la sonrisa: "Sólo colecciono instrumentos musicales". Insistir en el asunto no funciona: "Podemos hablar de mis mil y pico guitarras".

Hace un par de años, Isabel II le nombró miembro de la Orden del Imperio Británico. Y no por sus méritos musicales, sino por sus actividades caritativas a favor de los niños de la calle brasileños. Curiosa paradoja. Se niega a entrar al trapo: "No necesito que me den más premios como guitarrista. Pero agradezco ese reconocimiento o que me hayan nombrado ciudadano honorario de Río de Janeiro".

Jimmy Page no sólo mantiene a raya al periodista, también interrumpe las palabras de su afable compañero de grupo, que parece hundirse paulatinamente en las profundidades del sofá. Y eso que John Paul Jones ha desarrollado una fértil trayectoria tras 1980, que incluye producciones y colaboraciones con figuras de la vanguardia tipo La Fura dels Baus o Diamanda Galas. No tiene las manchas del expediente de Page, que acumula discos dignos del olvido, con Puff Daddy o David Coverdale. Sin embargo, Jones sabe quién lleva las riendas: a mediados de los noventa, cuando Jimmy Page y Robert Plant recuperaron parte del repertorio de Led Zeppelin con colores étnicos, no le llamaron.

Un inciso: John Paul no participó en la mayoría de los episodios de vandalismo que constituyen la leyenda de Led Zeppelin. Hasta parece incómodo al explicar sus tácticas para evadir la locura: "Yo necesitaba descansar, no podía estar toda la noche de fiesta. En los hoteles me alojaba en otro piso diferente del resto de la banda. Claro, muchas veces me iban a buscar y no había escapatoria". Fue por su salud, añade con tono de incredulidad, que llegara a plantearse dejar Led Zeppelin por el puesto de director del coro en la catedral de Winchester. "Así que, en cierta manera, entiendo que Robert tenga ahora reticencias a entrar en una gira de alta presión".

Hemos llegado al centro de la intriga. Robert Plant muestra un majestuoso desinterés por la reunión de Led Zeppelin. Se ha desentendido de la promoción del recopilatorio Mothership (24 canciones en un doble CD) o de la reedición remezclada de la película The song remains the same, con seis canciones inéditas, todo pulido obsesivamente por Page. Robert prefiere concentrarse en su último lanzamiento, Raising sand, una colección de delicados duetos con Allison Krauss, la artista de bluegrass. Actuará con Page y Jones el 26 de noviembre, pero nada quiere saber de una gira por la que babean los promotores de conciertos del planeta.

"Cosas de Robert", minimiza Jimmy Page. Se intuye que el plan consiste en que, tras un concierto triunfal ese día de noviembre, Plant cederá. Lo de la noche gloriosa está por ver: en realidad, Led Zeppelin ?más baterista invitado? se han juntado para tres actuaciones breves, que dejaron mal sabor de boca, aunque Page propone una batería de excusas: "En Live Aid, alguien se equivocó y me pasó una guitarra desafinada. En la celebración del 40º aniversario de Atlantic Records, Plant estaba despistado y se olvidó de las letras. Y la tercera, cuando ingresamos en el Rock'N'Roll Hall of Fame, bueno, no quedó mal".

Se avecina un pulso entre el dinero y el idealismo. Plant está orgulloso de Led Zeppelin, pero, camino de los 60 años, preferiría olvidarse de su papel de dios del rock. Las letras del grupo han envejecido mal. Están protagonizadas por machos en perpetuo estado de calentura, que advierten a sus "nenas" que no esperen nada, que hoy están aquí, pero que mañana ya habrán desaparecido.

Plant aguanta con buen humor las aberraciones del show business: se le pudo ver sirviendo de telonero a un reciclador como Lenny Kravitz. En general, prefiere actuar en festivales recónditos, de esos que pasan inadvertidos para los grandes medios. Viaja al Sáhara para actuar frente a los tuaregs, se apunta a carteles atípicos, renuncia a parte de su caché por conocer lugares llamativos. Se reinventa en cada disco y acepta riesgos: para Walking into Clarksdale, su segundo álbum con Jimmy Page, impuso a Steve Albini, el radical productor de grunge.

Con el corazón en la mano, ¿qué esperan de la reunión de Led Zeppelin? John Paul se expresa con timidez: "Sería bonito levantar la bandera por última vez, con dignidad." Jimmy Page se toma su tiempo: "Una oportunidad para hacerlo bien. Plant y yo hemos tenido una relación nada fácil tras 1980. Somos testarudos, hicimos muchas tonterías. Pero esta vez deberíamos lograr algo de lo que podamos enorgullecernos. En memoria de Bonzo [apodo de Bonham], de Peter, de Ahmet". P

'Mothership' (Rhino / Warner Music), la nueva antología en dos discos de Led Zeppelin, sale a la venta el 12 de noviembre. Una semana más tarde se edita -en audio y vídeo- una versión ampliada de la película 'The song remains the same'. El concierto de reunión de la banda se celebra el 26 de noviembre en el O2 Arena de Londres.

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