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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Baraja territorial

Los partidos deben asegurar que el nuevo sistema autonómico funcione con solvencia

El nuevo Estatuto de Autonomía de Castilla y León ha sido aprobado esta semana con el apoyo de todos los grupos parlamentarios. Con esta reforma culmina el más importante empuje a la descentralización política, propiciada por el Gobierno de Zapatero, desde que se completó el mapa previsto en la Constitución. Frente a la posición mantenida por el Partido Popular en el Gobierno durante la anterior legislatura, en la que trató de cerrar unilateralmente el proceso autonómico, Zapatero optó por considerarlo más abierto que nunca. En el origen de esta decisión estaba la idea de que una reforma del Estatuto catalán facilitaría, por emulación, la plena integración del nacionalismo vasco en el sistema. El resultado es que, finalmente, el nacionalismo vasco ha escorado de la mano del lehendakari Ibarretxe hacia un soberanismo que se desentiende del sistema y que el Estatuto catalán es objeto de escaramuzas poco escrupulosas en el seno del Tribunal Constitucional. De su sentencia depende el futuro del texto que los catalanes aprobaron en referéndum.

La emulación se ha producido, en efecto: en el resto de las comunidades autónomas, que han tratado de contrarrestar con la reforma de sus propios Estatutos el bilateralismo que apreciaban entre la autonomía catalana y el Gobierno central. Eso es lo que explica que, en medio de la carrera autonomista que se ha vivido, se haya obviado el punto de partida: el balance de aciertos y de errores que ha ofrecido el sistema desde su instauración. El impulso pragmático que debería haber inspirado la reforma de los Estatutos se sustituyó, al comienzo, por un impulso ideológico y, a continuación, por un juego de táctica política entre partidos y comunidades, que ha dejado un poso de insatisfacción en todas las partes y de hastiada indiferencia entre los ciudadanos. De ahí que el instrumento ideado en la Transición para encauzar el problema territorial en España, y que se ha mostrado eficaz, no parezca haber alterado la cuestión de fondo: tras la reforma de los Estatutos hay más autonomía, pero también más preocupación territorial.

Es absurdo sostener que las reformas estatutarias provocarán la ruptura de España; tan absurdo como sostener que garantizarán mejor la unidad. Dependerá del uso político que se haga, puesto que se trata de unas reglas de juego distintas de las que existían, pero siguen siendo unas reglas de juego. Si las escaramuzas de partido en el seno del Constitucional, iniciadas por los populares, son el preámbulo de lo que ocurrirá en el futuro, hay razones para temer que el empuje autonómico acabe afectando no sólo a los Estatutos sino a otras esferas de la arquitectura institucional. Durante esta legislatura la baraja autonómica se ha vuelto a repartir, y es responsabilidad de las fuerzas parlamentarias hacer que el sistema funcione al menos con la misma solvencia con la que lo ha venido haciéndolo durante el último cuarto de siglo.

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