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Columna
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Vigesimoquinto

Enrique Gil Calvo

Ayer tuvimos ocasión de reavivar nuestra memoria por dos razones opuestas. En Roma se celebró la beatificación de 500 mártires católicos linchados en el 36 por turbas vengadoras que se tomaban la justicia por su mano asesinando indiscriminadamente a justos por pecadores. Un acto religioso (¿o debería escribir un acontecimiento mediático?) que resulta lamentable por razones que no comentaré aquí. Y al mismo tiempo también se cumplía el 25º aniversario de la primera victoria del partido socialista tras la reinstauración de la democracia. Una conmemoración que despertará sentimientos encontrados en todos los que para entonces ya habíamos superado en mucho o por poco nuestra minoría de edad.

A juzgar por las encuestas improvisadas para la ocasión, el recuerdo que el conjunto de los españoles tiene sobre la presidencia de González, masivamente inaugurada hace 25 años, resulta inequívocamente positivo. No llega a igualar el aprecio absoluto que hoy se guarda por Adolfo Suárez, como solitario artífice de la transición en 1977, pero tampoco le va demasiado a la zaga, en la medida en que se le atribuye su definitiva consolidación cinco años después. Lo cual podría parecer sorprendente si tenemos en cuenta que, cuando ambos estadistas abandonaron el poder, lo hicieron casi por la puerta de atrás, entre el abucheo de una opinión pública que les culpaba por haber causado una crisis colectiva difícil de superar.

Y por otra de esas ironías de la historia, fue precisamente González quien más se benefició de la crisis abierta con la caída de Suárez, al resolverla por entero con su aplastante vuelco electoral. En todo caso, de sabios es rectificar. Y el pueblo español debe ser muy sabio, hasta tal punto que ha rectificado el sumario juicio condenatorio con que despidió en su momento a Suárez y a González. Por lo demás, ambos gobernantes tuvieron una ejecutoria formalmente parecida: un ciclo de ascenso y caída que en el primero duró sólo un lustro y en el segundo casi tres. Pero por su contenido fue de signo casi opuesto. El ascenso de Suárez sobrevino en un clima de incertidumbre y ansiedad ante lo desconocido, bajo el miedo al fantasma de la Guerra Civil, y su caída se produjo por efecto de las agrias luchas intestinas que desintegraron al partido que fundó, y que no supo liderar (unas luchas, todo hay que decirlo, inducidas y explotadas por la pinza contra natura que formaron el PSOE y AP).

En cambio, el ascenso de González abrió el lustro más fecundo y optimista de la historia de España: cese como por ensalmo de la crisis política, domesticación de los militares, consolidación de la democracia, integración en Europa, ingreso en la OTAN y, en fin, definitiva normalización de España, que dejó para siempre de ser problemática. ¿Se imaginan el recuerdo que habría dejado González si se hubiera retirado entonces del poder? Por desgracia no fue así, y luego tuvimos que padecer una larga fase de declive hasta acabar con su escandalosa caída provocada por una crisis conspiratoria que no supo afrontar con sentido de la responsabilidad. Bien es verdad que, como dice el refrán, otros vendrán que bueno te harán. Y en efecto, quien precipitó su caída para beneficiarse de ella demostró tener después tal catadura moral que a su lado la memoria de González empezó a rehabilitarse hasta agigantarse por simple contraste.

¿Y qué pasa hoy con Zapatero? También ha llegado al poder tras beneficiarse de la caída de su antecesor, como le ocurrió a González (igual que Aznar, por cierto). Y antes de eso, también se adueñó de su partido mediante un golpe de mano con la ayuda de un pequeño clan para proceder después a una completa limpieza generacional. Pero allí acaban las semejanzas con González, pues en todo lo demás, a quien se parece Zapatero es a Suárez. La misma incertidumbre, la misma ansiedad por el futuro, la misma sensación equívoca de crisis. ¿Estará condenado a repetir su mismo destino?

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