El cielo después del 11-S
Lo recordamos todos. Después del 11-S, el mundo se detuvo un momento. A la certeza de despertar sabiendo que Estados Unidos era vulnerable se unieron las dudas sobre el futuro de los rascacielos. ¿Tenía sentido seguir subiendo? Pero fue eso, un momento. Basta con fijarse en qué se está construyendo en el vacío que dejaron las Torres Gemelas: una torre mayor. O en la cantidad de rascacielos que, desde entonces, han proliferado por el mundo. Sólo en España, Barcelona y Madrid han visto crecer sus edificios más altos (Torre Agbar y Torres de la Castellana) y convertirse, sólo por el hecho de serlo, en los iconos de una nueva era. Lo que ha ocurrido aquí es, naturalmente, una pequeña muestra de lo que sucede fuera. Liderada por el rascacielos Swiss Re de Norman Foster, la legendaria City londinense se está volviendo vertical. Y hasta en países como los del golfo Pérsico, donde es difícil que la falta de agua permita la concentración urbana, ya están vendiendo los derechos de edificación del aire.
Que el futuro del planeta se juegue en las alturas es algo que apoyan muchos arquitectos, todos los promotores y, en parte, la lógica: amén de que el suelo sea escaso, en las ciudades más densas se consumen menos recursos, se facilita la implantación del transporte público, se acortan las distancias y se concentran los servicios. La opción de crecer a lo alto frente a la de extenderse a lo largo -el modelo norteamericano, con periferias sembradas de adosados y centros comerciales en supuesto contacto con la naturaleza, pero dependientes del coche- es una realidad que conquista terreno a marchas forzadas.
Aunque la apuesta por la altura parece irremediable, cabe, no obstante, preguntarse hasta dónde pueden subir los rascacielos y en qué lugar de las ciudades deben ubicarse. Si marcando ejes para organizarlas, subrayando centros -como los campanarios- o concentrados en zonas de negocios.
Los límites de la técnica
Con el récord actual en los 512 metros de la Torre Burj, en Dubai, cada vez duran menos las marcas de altura. Sin embargo, en ese crecimiento, que se conquista metro a metro, radica otra de las claves. ¿Hasta dónde es posible técnicamente? ¿Hasta dónde sería sostenible y seguro? Ya en 1956, Frank Lloyd Wright dibujó para Chicago una torre de una milla de altura (1.609 metros). Y en 1989, Norman Foster ideó para una isla artificial japonesa la Torre del Milenio, de 800 metros. Sobre el papel se puede llegar al infinito. Pero de la misma manera que los arquitectos diferencian entre la construcción (cualquier edificio levantado) y la arquitectura (los levantados con rigor), también hay quien considera que un proyecto sobre el papel es ya arquitectura y quien sabe lo mucho que cambia un edificio al pasar del plano a la realidad. La Torre Biónica estaría dentro de los proyectos utópicos. En su mejor vertiente podría servir de faro y alumbrar el futuro -que hoy se ve muy lejano- en su peor versión no pasa de ser una excentricidad, una atracción de feria para entretener a un público con ganas de circo.
Babelia
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