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Reportaje:

Babel entre rejas

Quino Petit

Benno conoce España por la tele. Llegó hace más de cinco años, pero el coche oficial que fue a recogerle al aeropuerto salió zumbando hacia la cárcel. Este boliviano grandullón, de 54 años, brazos tatuados y aspecto de estibador de Marsella está a punto de canjear lo que le queda de una condena de nueve años por tráfico de drogas a cambio de una expulsión a su país. "No he recibido ninguna visita en todo este tiempo; ni de mis cinco hijos, ni de mi mujer". Después de un lustro a la sombra, lo que más le inquieta del regreso es reencontrarse con ella. Han sido muchos kilómetros y un océano de por medio durante demasiadas noches. "Cuando la tenga delante no voy a saber por dónde empezar".

"Mi gente no ha venido a verme en cinco años; nos separa un océano"
"Mi mujer me dijo que era un mierda, que dejé solas a mis hijas"

La historia de Benno se parece a la de la mayoría de los habitantes de este recinto vallado. Son historias de desarraigo, de turnos de vis-à-vis desperdiciados y fotos de niños que llegan por correo ordinario. Hijos. Sobrinos. Nietos. Nuevas vidas que crecen a mucha distancia de ellos. Aquí intentan convivir cerca de 1.600 almas, de las cuales 1.207 pertenecen a más de 70 nacionalidades diferentes. Entre las más representadas, Marruecos, Argelia y varios países latinoamericanos. La Moraleja es el centro penitenciario español que alberga mayor cantidad de extranjeros.

La Moraleja está a las afueras, como la de Madrid. También tiene restringido el acceso y se encuentra rodeada de alarmas y cámaras de vigilancia, pero la vida entre estos muros de hormigón es bien distinta a la de la exclusiva urbanización homónima. Para encontrarla sólo hay que alejarse un par de kilómetros de la apacible localidad de Dueñas (Palencia), cruzar un pequeño puente sobre el cauce del Pisuerga y alcanzar una vega sobre la que se alza su torre de control de dimensiones aeroportuarias. En su interior, a primera hora de la mañana, el jefe de servicios de guardia apunta en un formulario los incidentes de la noche: un par de teléfonos móviles requisados ?sólo está permitida una llamada de cinco minutos al día desde un teléfono fijo? y una pelea. No parece mucho para un lugar donde, más que nunca, cada uno es de su padre y de su madre.

En la cárcel siempre amanece temprano. A las ocho, Unis Madhie reza, descalzo y arrodillado sobre una alfombra verde, frente a la ventana de su celda en la primera galería del módulo trece. En la banda sonora se mezclan la salsa de una radio cercana y el rugido de cisternas aledañas que desprenden antisépticos efluvios de lejía. Rutina para después del recuento. Terminado el ritual de limpieza de celdas, Unis dice ser de Sierra Leona aunque en su expediente figura como surafricano. No tiene pasaporte que pruebe una u otra condición. Por eso el juez de vigilancia penitenciaria no ha podido conmutar su expulsión al país de origen por una pena de tres años que le queda por cumplir.

El discurso de Unis está tan desordenado como su cabeza. En sus 39 años arrastra mucha tralla. Muchos picos y muchas rayas. "Ahora estoy limpio", asegura. Y lo parece. Recuerda que llegó a Tenerife a principios de los noventa como polizón en un carguero. Entre trapicheos varios, acabó menudeando con heroína. En 1995, la policía le descubrió con demasiado dinero encima cuya procedencia no supo explicar. Le cayeron seis años y le soltaron en 2000. Alguien le dijo que en Madrid sería más fácil conseguir un permiso de residencia y se mudó a la calle del Desengaño. "No conocía a nadie ni tenía pasta, así que volví a mover coca y caballo por la Gran Vía. Luego me enganché a todo lo que vendía". Por medio de diferentes delitos volvió a dar con sus huesos en la cárcel. Llegó a La Moraleja hace cuatro años y todavía le quedan otros tres. "Lo peor del talego es estar en el talego. Aquí, como en la calle, uno siente el racismo todos los días".

José Luis, uno de los educadores del centro, piensa, sin embargo, que "aquí dentro la convivencia entre diferentes nacionalidades, idiomas y religiones es más fácil que en la calle". Y habla con conocimiento de causa. A sus 48 años lleva más de un cuarto de siglo trabajando entre rejas e intentando que estas personas no se derrumben y aprovechen el tiempo durante su condena. Sin hombres y mujeres como él, sin los educadores, psicólogos y trabajadores sociales, estos internos de La Moraleja se sentirían aún más solos. Más encerrados. Pero también es cierto que las buenas vibraciones de José Luis no se respiran en todos los rincones de algunos módulos, donde en ocasiones predomina un ambiente sesgado por nacionalidades. "¿Guetos? Yo no los llamaría así", explica Jesús Hernando, el director de La Moraleja. "Si tenemos constancia de que pueden formarse, los separamos del mismo módulo. Intentamos que todos lleven una vida lo más acorde posible con sus costumbres. Por ejemplo, nos preocupamos de que puedan respetar sus horarios de rezo, aunque precisamente para evitar guetos no les concedemos un local específico. Los educadores también les ayudan a comprender el idioma y la realidad del país en el que se encuentran, aunque ellos aprenden español más rápido de lo que parece".

Pero entre las preocupaciones cotidianas de muchos de estos internos se encuentran otras de más difícil arreglo. "¡Esto es una cárcel patera!", grita un interno marroquí antes de improvisar un corro internacional junto a otros compañeros de patio alrededor del reportero. "Los que estamos sin papeles no tenemos derechos ni beneficios, ¿sabes?". Porque los papeles importan hasta en la trena. No estar en posesión de permiso de residencia legal en España durante el cumplimiento de una condena limita el acceso al tercer grado y al resto de beneficios penitenciarios. "Y es cierto que entre los beneficios se tiene tendencia a no conceder permisos de salida por el elevado riesgo de fuga", reconoce Mercedes Gallizo, directora general de Instituciones Penitenciarias.El 1 de septiembre de 2007 había 66.313 internos en las cárceles españolas, de los cuales 22.737 eran extranjeros; cerca de la mitad están a la espera de juicio. "Este centro ha crecido junto al fenómeno de la inmigración en España y estamos a plena capacidad", explica el director de La Moraleja. "Si bien aquí hemos experimentado el crecimiento de manera exponencial: mientras que la realidad nacional se ajusta a un extranjero por cada tres reclusos, la proporción en esta cárcel se invierte cinco a uno; apenas el 25% son españoles". Jesús ostenta el cargo desde la apertura de La Moraleja en 1997, y recuerda que "el primer día trajeron a 80 internos desde la cárcel de Palencia; toda la población reclusa de la provincia. Casi todos eran españoles. A los pocos meses, por cada 10 nuevos internos que llegaban, ocho eran extranjeros. Hasta hoy".

Así ocurrió en Topas (Salamanca), y en tantos otros nuevos centros construidos durante los años noventa en zonas donde la población reclusa no alcanzaba el 10% de su ocupación. La masificación en las prisiones de las grandes ciudades ha llevado a ejercer una política penitenciaria de progresiva reagrupación de internos extranjeros sin especial arraigo en cárceles como ésta. "Cerca de la mitad no tienen a nadie aquí. Están solos. Los más afortunados tienen alguna novia o un familiar que viene a verles de vez en cuando o se traslada a España para estar cerca de ellos", explica uno de los trabajadores sociales del centro. Pero ésa es la razón principal por la que llegan a La Moraleja; porque son presos a los que, como dice Mercedes Gallizo, "les da igual cumplir la condena en Salamanca que en Valladolid".

Es el caso de Erik Oswaldo, quien dejó en Guatemala a su mujer y a sus dos hijas pequeñas el 13 de abril de 2005. Lo primero que hizo antes de comerse 460 gramos de cocaína envueltos en bolas de látex fue contárselo a ella. Y tuvo problemas, claro que tuvo problemas y discusiones. No era el tipo de cosas a las que tuviera acostumbrada a la madre de sus hijas. Ostentaba un negocio y una vida medianamente encarrilada, pero un día alguien le dijo que le daría 8.000 euros si llevaba medio kilo de farlopa al otro lado del charco. Al carajo la vida.

Erik tiene ahora 32 años y le quedan cuatro meses para apurar su condena: cuatro años y un día. Una vez cumplidas las tres cuartas partes, será expulsado a Guatemala. "Si lo pienso hoy, creo que el dinero se apoderó de mí. La ambición. Quería prosperar. Monté el bar en 2001 y el negocio no iba mal. Pero tienes dos hijas, a veces no llegas, las cosas se tuercen... Sinceramente, lo hice pensando en ellas".

El tiempo debe pasar deprisa cuando te detienen en un país extranjero. "Fue muy rápido. Expulsé la mercancía y de ahí a [la prisión madrileña de] Soto del Real. Nunca antes había pisado una cárcel. Ves gente. Recuerdo las caras nuevas, el encierro. Yo era un soñador, un tipo libre, ¿sabes? Pero los sueños se fueron por el mismo sitio por el que defequé la coca. Lo primero que hice fue compartir un canuto con mi compañero de celda. Entonces fui realmente consciente de la desgracia que se me venía encima".

Allí, en una celda de Soto del Real, se acabó la quimera, el sueño español. "Parecía fácil, quizá demasiado". Pasaron tres días hasta que se sintió con fuerzas para llamar a su mujer. "Me dijo que era una mierda humana. Que las había dejado solas, a ella y a nuestras hijas".

Pronto le trasladaron a La Moraleja, y a los seis meses su familia le llamó para decirle que uno de sus hermanos había muerto en una trifulca de discoteca. "Ahí pensé que me iba con él. Que te cuenten algo así en este sitio, sin nadie querido cerca en quien apoyarte... Algo así te derrumba. Y a mí me derrumbó". La mujer de Erik viajó a Barcelona y empezó a visitarle periódicamente. "Pero en noviembre del año pasado se fue. Sin decirme nada. Y no se lo reprocho, pero creo que fue una cobardía dejarme aquí. Mis hijas están ahora con la familia de ella, y llevo desde el 13 de abril de 2005 sin verlas. Ésa es mi verdadera condena".

Erik no ha tenido más remedio que hacerse fuerte. Y ha labrado una coraza a golpe de mancuerna. Con ella aparenta no derrumbarse cuando recuerda a sus hijas. Pero no deja de mirar al cielo cuando escucha los pájaros que sobrevuelan este patio menguante, más pequeño cuanto más habla. El banco, más pequeño; el muro, cada vez más cerca; el aire, cada vez más arriba. "Hay que intentar evadirse desde dentro. Sobrellevar la prisión, hacer tu tiempo".

Estudiar, dar clases de inglés a otros internos, aprovechar las habilidades, trabajar en el economato por las mañanas, mantener el expediente, evitar los problemas; que vienen solos, aquí en la cárcel, los problemas. Erik lo sabe bien. Y entre sus muchas terapias ha encontrado alivio en la poesía. "Eduardo Galeano dice que en los extravíos se encuentran los hallazgos. Porque es preciso perderse para volver a encontrarse. Y yo me he vuelto a encontrar. Creo estar libre en la prisión, vivo entre los muertos. Ahí fuera hay muchos prisioneros que están en libertad. Las cadenas te las pones tú. Pero a un espíritu libre no hay ser humano que pueda ponerle cadenas". Le quedan cuatro meses para obtener la libertad condicional. Y está deseando conmutarla por la expulsión. Hasta que llegue ese momento sigue mandando dinero a sus hijas con el sueldo del economato. E intenta hablar con ellas con relativa frecuencia. Tienen cinco y siete años.

-¿Cree que se acordarán de usted cuando salga?

-Sí, les envío fotos.

-¿Y cuando salga, qué?

-Ésa es la pregunta. Tengo tantos proyectos... Lo primero, impartir clases de inglés en Guatemala. Y poco a poco, volver a poner un hogar... Un bar no, un hogar. De esta posada del fracaso salgo.

Así es Erik. Y lo que pasa cuando caminas con él completamente a solas por este patio, cuando compartes asiento en uno de estos bancos que recuerdan de manera tan inquietante a los del instituto, cuando le escuchas hablar de sus hijas o de su hermano muerto, cuando le sientes piedra por fuera y hundido por dentro, sólo entonces, es cuando piensas que no hay tanto que te separe de este tipo. Con sus luces y con sus sombras. Entonces es cuando piensas que la cárcel es como la vida. Exactamente como la vida. Que nadie aquí, como ahí fuera, debe de ser un angelito. Como dice uno de los educadores de La Moraleja, "la cárcel es un reflejo de la sociedad". Y aquí están los mismos vicios y virtudes de ahí fuera. Sólo que conviven más apretados.

Y la misma sensación que uno se lleva tras dejar a Erik en la puerta de su celda vuelve a la luz frente a los ojos de Juvinette Ribeiro, una brasileña de 28 años que aquí dentro sólo parece una madre que ha dejado a su hija a cargo de una familia española de acogida. Gabriela nació en la cárcel hace cinco años. "Claro que estoy triste. He privado a mi hija de la libertad, de poder crecer con su madre". Cuando Gabriela cumplió tres años, salió de La Moraleja. Cada quince días, su familia provisional la trae para que esté un rato con su madre en el vis-à-vis de convivencia. "Ella no sabe lo que es la cárcel. Me asusta lo que pueda llegar a pensar. Quiero cambiar el resto de la pena por una expulsión; quiero volver a mi país. Pero también tengo miedo de lo que ella pueda pensar si me conceden la expulsión para ir a Brasil. Al final tendré que explicarle por qué otra familia tuvo que hacerse cargo de ella cuando era pequeña".

Juvinette ha cumplido la mitad de una condena de 10 años por un delito contra la salud pública, como cerca de la mitad de los internos extranjeros de esta prisión. El otro grueso según su tipología delictiva se concentra en el robo. Un reflejo de las principales causas de ingreso de extranjeros en las cárceles españolas, según los datos de Instituciones Penitenciarias. Los casos extremos, como la docena de condenados por actividades relacionadas con el terrorismo de corte yihadista reclusos en el módulo 15 para internos de primer grado de La Moraleja, constituyen la minoría.

"No debemos negar que somos la entrada de coca, hachís y heroína de Europa, pero tampoco que la mayoría de los presos extranjeros por tráfico de drogas son meros mensajeros de otros delincuentes", insiste Mercedes Gallizo. "Y hay que recalcar que España no es un país especialmente delincuencial; tenemos la tasa de reclusos más alta [146 por cada 100.000 habitantes] de Europa, pero estamos por debajo de la media europea en número de delitos [47,7 por cada 1.000 habitantes, respecto a una media de 69 por 1.000]".

Lo cierto es que para la mayoría de los extranjeros de La Moraleja éste se ha convertido en su primer ingreso. "Gran parte de ellos no son reincidentes y eso se nota en el día a día. El trato es más de igual a igual. Son más maleables", asegura Jesús, el director. Casi todos los funcionarios a su cargo coinciden en el análisis. Para uno de los encargados de abrirles las celdas, hacer el recuento cada mañana, vigilar sus movimientos en el patio y encargarse de que a las ocho y media estén de vuelta a la celda, "en apenas quince años hemos cambiado, tanto los internos como los que trabajamos con ellos. Quizá por su habitual adicción a las drogas y la reincidencia, los presos españoles son más problemáticos".

Y para algunos de los españoles que viven aquí, "lo que ocurre es que se nos margina en esta cárcel". "A los extranjeros les dan trabajo antes que a nosotros", dice un joven gallego, imberbe y rostro pálido, resignado al patio. El sueldo medio en prisión ronda los 300 euros al mes y está cotizadísimo entre los internos. Con él, muchos mantienen a sus familias. Pero ni todos están en condiciones de trabajar, por su situación penitenciaria, ni hay trabajo para todos. Sólo 330 de estos casi 1.600 internos pueden ir cada mañana a los talleres de producción o a las cocinas. "Ojalá pudiéramos tener más empleos para ellos. Haría falta que vinieran más empresas con pedidos, pero también nosotros necesitaríamos más espacio", justifica el director.

Mientras tanto, los que no tienen trabajo se entregan al gimnasio, a la pintura, convertida en oficio aquí dentro por el mexicano Aaron Schulz, o a la música. Como Unis Madhie, que ensaya cada semana con una banda donde canta junto a la letona Jektarina Kulesova y en la que hasta Jesús, el director de cárcel que se parece a un director de cárcel, toca la guitarra eléctrica y acaba pareciéndose a Fito el de los Fitipaldis.

En el campo de fútbol, cada partido se convierte en un mundial. Los del módulo 6 juegan hoy contra los del 12. Argelia, Bolivia, Francia, Suiza, Brasil, Guatemala, Polonia, Marruecos, Ghana, Argelia? Pablo Pinto, Casimir, Tasio, Racki? En este mismo césped, el Palencia Club de Fútbol fichó al venezolano Edgardo Chacín tras disputar un partido amistoso. Los medios de comunicación se hicieron eco y ahora un periodista palentino prepara una novela sobre el periplo de Edgardo.

Es lo que tiene la cárcel: está llena de historias. Y en una como ésta se multiplican en mil por cada preso. De vez en cuando, entre los barrotes escapan algunas alegres. Como también ocurrió con el marroquí Charkaoui y la madrileña Avelina. Se enamoraron a través del cristal blindado que separa el módulo 13 del 14, el de las mujeres. Y celebraron su boda en el módulo de ingresos, el mismo lugar donde uno graba para siempre en la memoria la mirada, frontal y pugilística, de los recién llegados al talego. Avelina acaba de parir a Ismael, el hijo de Charkaoui. "Cuando salga, me iré a Murcia con el niño para esperarle".

A este marroquí le quedará al menos el consuelo del reencuentro con una nueva familia. Su compatriota Lanrini no tuvo la misma suerte cuando salió. Porque lo que espera ahí fuera sin permiso de residencia es la expulsión, que cuando no puede ejecutarse por falta de pasaporte lleva directamente a la clandestinidad. Eso es lo que le ha quedado a Lanrini después de cumplir tres años de condena en España; eso, y un andamio en el madrileño barrio de La Elipa para realizar trabajos de limpieza.

A Lanrini le llamaban Said Auita en su pueblo de la provincia de Nador. Como interno de La Moraleja participó en varios maratones fuera de la cárcel. Ganó trofeos y nunca se escapó. "El director me ha ayudado a quedarme", asegura. Pero su orden de expulsión está en un juzgado de Palencia a la espera de resolverse.

El año pasado, 11.340 extranjeros fueron excarcelados, según Instituciones Penitenciarias. Y según el Ministerio del Interior, se efectuaron 2.393 expulsiones del territorio nacional relacionadas con penas de prisión. "Son tantas las órdenes de expulsión, que resultan imposibles de ejecutar...", reflexiona José Luis de la Cuesta, catedrático de Derecho Penal en la Universidad del País Vasco y presidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal. "Pero estas personas deberían tener una regulación al margen de la ilegalidad. Es una situación de hecho que debería contemplarse en la ley sobre derechos y libertades de los extranjeros en España. Además, la expulsión prevista en el Código Penal es automática. Y lo más grave es aplicar el automatismo con independencia de los casos".

Desde que abandonó La Moraleja, el 29 de marzo de 2007, Lanrini todavía no ha podido ver a sus padres; si sale de España, no podrá volver a entrar. "Lo más duro es pensar el tiempo que has perdido para volver a casa sin nada. Sin papeles no tengo libertad; parece que todavía no he salido de la cárcel".

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Sobre la firma

Quino Petit
Es redactor jefe de Comunicación y Medios en EL PAÍS. Antes fue redactor jefe de España y de 'El País Semanal', donde ejerció como reportero y publicó crónicas y reportajes sobre realidades de distintas partes del planeta, así como perfiles y entrevistas a grandes personajes de la política, las finanzas, las artes y el deporte

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