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Columna
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La espiral soberana

El discurso del lehendakari en el debate de política general del Parlamento vasco es un monumento a la mixtificación. Es también otras muchas cosas, bastante lamentables todas, y ofrece una radiografía del país que sí debiera ser objeto de un debate sereno. Nos recordaba hace unos días Joseba Arregui que Euskadi es una comunidad hiperinstitucionalizada y la lectura del discurso del lehendakari me ha revelado que es además una comunidad hiperintervenida, una realidad preocupante que pasa desapercibida entre las sonoras trompetas de la matraca habitual. Euskadi no es un país, sino una sociedad anónima que se disimula entre la omnipresencia del folclore, en el que se incluye la necesaria gestualidad insurgente, pantomima insidiosa de una representación de lo que no es. De este modo, no es de extrañar que Markel Olano, diputado general de Guipúzcoa, en un artículo sin otra sustancia que la de la declaración de su impotencia, proponga la conversión de Guipúzcoa en un lobby. Sería una forma de salvar la distancia entre la clase política y la maravillosa sociedad civil, que, en palabras lisonjeras de nuestro diputado general, iría muy por delante de aquella. La realidad, sin embargo, es justo la contraria, y si las instituciones se ven incapaces de ponerse de acuerdo para sacar adelante sus proyectos estratégicos es porque se enfrentan al fin a los frutos que ellas mismas han sembrado: una sociedad átona, cantonalizada, sin perspectiva ninguna del interés general y tributaria de unos derechos que las mismas instituciones le han enseñado a atribuírselos porque sí. Ahora hay que crear un lobby para sortear al lobo -a esa sociedad de electores a la que tanto tememos-, aunque, por supuesto, no ahorraremos ningún esfuerzo para que siga aullando.

Lo estelar del discurso del lehendakari no eran sin embargo los lobbies, sino la salida de la espiral, salida para la que nos propone arrojarnos a un maelström. No sé si merece la pena discutir su propuesta, ya que supondrá, seguramente, escribir sobre lo ya escrito. Pasma, sin embargo, en ella, su carácter circular, la espiral que no cesa y contra la que se nos presenta como antídoto. Su único antídoto, en realidad, son los besitos y abrazos, esa modulación -iba a decir versallesca, pero no, eso sería demasiado atrevido- de las maneras que reclama el lehendakari, y en la que debe de residir el bálsamo social que hace inocuo el mayor disparate. Abrazos para las víctimas, por ejemplo, mientras no se plantea si no estará al mismo tiempo cebando a los verdugos. Como le reprochaba Miguel Ángel Aguilar a monseñor Cañizares, recen por el rey, eso sí, mientras tanto disparen. Pues eso, besitos y confusión, un maelström muy tierno.

En cuanto al remolino, pasemos de los tropiezos y vayamos al grano. Tropiezo es la ululante teoría del conflicto; de hecho, lo son todos los fundamentos de la propuesta, de los que huiremos como almas en pena para no repetirnos. Así que afinquémonos en el ojo del huracán: ¿en qué consiste este desvarío y qué calificativo merece quien lo perpetra? Dice el lehendakari que quiere consultar al pueblo para saber si está dispuesto a asumir la capacidad de ser consultado. ¿Quieres tener capacidad de decisión? ¿Sí? Pues yo te la doy. He aquí el núcleo de la patraña, que parte de una previa asunción del papel de soberano, tras una ceremonia simbólica de entrega de poderes. Aquí no se van a entregar las llaves, como en Breda, sino que todo se va a limitar a un encuentro en el que acaso se intercambie aire. Pues pretende el lehendakari negociar directamente con Zapatero un acuerdo de reconocimiento de soberanía, un acuerdo que evite el Parlamento, que es la única institución que se lo puede otorgar, reconocimiento que, haya acuerdo con Zapatero o no, se lo tomará por la brava.

La asunción de la soberanía -de momento, exclusivamente en su persona- es, por lo tanto, previa a todas las pamemas que piensa organizar para representarla. Ibarretxe rex, por gracia y abono de los Derechos Históricos -¿o lo es por la gracia de Dios?-, es ya depositario de partida de esa soberanía que pretende que la reclame el pueblo. ¿Para qué, si él ya la posee y no tiene más que transmitirla? Pero, en fin, mantengamos la calma, y no desvariemos contra el desvarío. Un soberano de esta naturaleza lo que merece es que lo destituyamos. En las urnas, claro.

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