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55º Festival de Cine de San Sebastián

Una jornada para el dolor y la melancolía

En 'Aritmética emocional' no hay lugar para la sonrisa o el placer, por pequeño que sea

Ángel S. Harguindey

"A esta película sólo le corresponde una reflexión, y es la siguiente: sean cuales sean las tragedias pasadas, y quizá por ellas, nadie debe escapar del proceso de la honradez". Naturalmente, si ésta es la reflexión que corresponde al filme Aritmética emocional, ya está todo dicho, aunque no se entienda lo que se quiere decir. En todo caso, tampoco se entiende demasiado bien lo que Paolo Barzman (director) y Jefferson Lewis (guionista) quisieron hacer al adaptar la novela de Matt Cohen, un reencuentro, 40 años después, de tres supervivientes del campo de tránsito de Drancy (eufemismo utilizado para denominar la antesala de, por ejemplo, Auschwitz) en una granja en las afueras de Quebec. Lo incomprensible no es el argumento, lo inconcebible es que realizador, guionista, productores y un espectacular reparto (Susan Sarandon, Max von Sydow, Gabriel Byrne y Christopher Plummer) se hayan puesto de acuerdo para rodar una película en el otoño de 2006 y que el resultado de tanto esfuerzo y talento sea una espesa obra de teatro del siglo XIX.

En Aritmética emocional no hay lugar para la sonrisa o el placer, por pequeño que sea. Todo son conversaciones en torno al dolor y el sufrimiento. Han pasado cuatro décadas, pero el recuerdo de los años de Drancy lo ocupa absolutamente todo. Incluso el hijo y el nieto de la superviviente no hablan de otra cosa en sus escasos parlamentos. Sólo el papel de Christopher Plummer se permite una ligera ironía que, por supuesto, no encuentra más eco que el profundo silencio.

Todo es grave, trascendente. Tomar un piscolabis de madrugada en la cocina de la granja se convierte en un ritual imponente. Los discursos morales surgen en cualquier momento y lugar: al darle el pienso a los toros, al preparar una tarta de manzana, al poner la mesa para la cena o al comprar espárragos en el supermercado. Tanta intensidad, probablemente, consigue el efecto contrario al deseado pues si, ciertamente, los años de ignominia y crueldad del campo de tránsito no deben, o no pueden, olvidarse, convertirlos en una permanente obsesión bordea lo insano y la saturación.

El que se rodara en algo menos de cuatro semanas y con un presupuesto modesto explica varias cosas: un decorado único y accesible con pocas complicaciones técnicas, una trama que se basa fundamentalmente en los diálogos y un elenco de lujo con el que los grandes nombres de la industria quieren demostrar su condición de actores y actrices por encima del de estrellas. No es infrecuente que quienes perciben cifras multimillonarias en las producciones de los estudios participen en películas independientes por el salario mínimo sindical, poco más de 600 dólares diarios, si consideran que merece la pena para el currículum o la propia estima.

Encarnación, segundo largometraje de la argentina Anahí Berneri, retrata el punto de inflexión vital de una actriz de películas de serie B (Silvia Pérez) que a sus 50 años de edad aún conserva parte de su siliconado atractivo. Es consciente del comienzo del fin, del derrumbe físico, pero no por ello renuncia a transmitir a su quinceañera y rural sobrina una cierta alegría de vivir. Película sencilla, en realidad demasiado simple, parsimoniosa, una especie de apunte melancólico al natural del inevitable devenir humano.

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