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Columna
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El artesano minucioso

Diego A. Manrique

Otro premio para Alberto Iglesias (San Sebastián, 1955). Otro premio, de rebote, para esa extraordinaria escuela vasca de compositores cinematográficos, que también incluye a Ángel Illarramendi, Juan Carlos Pérez o Bingen Mendizábal. Entre ellos, Iglesias ha alcanzado la máxima visibilidad, al unir su obra a la de cineastas tan potentes como Julio Medem y Pedro Almodóvar. Además, ha iniciado una carrera internacional con buen pie: su banda sonora para El jardinero fiel, de Fernando Meirelles, fue candidata a los Oscar de 2006. Otras películas foráneas que han contado con su sensibilidad son Comandante, de Oliver Stone, y la reciente The kite runner, de Marc Foster.

Entre su casa de Torrelodones, en la sierra de Madrid, y Hollywood, Alberto Iglesias ha encontrado un feliz equilibrio. Una oficina de management, RLM, se ocupa de sus asuntos profesionales, dejándole libre para el trabajo creativo. Alberto funciona por inmersión total en cada película: tras devorar el guión, inicia un diálogo con cada realizador para establecer los parámetros musicales. Si la película incluye parajes lejanos, como ocurría con el África de El jardinero fiel, se preocupa por asimilar el folclore local, aunque luego lo aparque en el inconsciente; para esa película, contó con la colaboración de Ayub Ogada, el gran músico de Mombasa.

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"Busco el eco donde nace la película"

La preparación es esencial, explica, "como si fueras a participar en las Olimpiadas". Se trata de una forma de combatir los automatismos, los tics que convierten en previsibles a tantos compañeros de oficio. También hay, confiesa, un elemento de inseguridad. Todavía le asombra que directores tan inquietos como Medem o Almodóvar sigan requiriendo sus servicios. Pero Iglesias ha asumido muy conscientemente su labor. Sabe que está al servicio de alguien que puede que tenga una visión del mundo muy diferente. No hay margen para luchas entre egos. Idealmente, un compositor de cine debe renunciar al estilo propio.

A Iglesias le gusta compartir responsabilidades y aplausos. Habla maravillas de José Luis Crespo, su ingeniero de sonido, y de Javier Casado, que ejerce de mano derecha, preparando partituras y seleccionando músicos. Igualmente, se congratula de haber contado con instrumentistas polivalentes como Javier Paxariño. Advierte que hay un trabajo adicional para los compositores de cine: preparar el disco, que puede suponer desarrollar temas que en la pantalla duran segundos. No se queja: muchos de los autores de su generación luchan por estrenar sus obras, ni soñar en editar discos.

Para oxigenarse, Iglesias se enfrenta gustoso a otros retos. Ilustró coreografías de Nacho Duato e instalaciones del artista Juan Muñoz. Por pura necesidad escribe conciertos y otros caprichos de difícil salida comercial. Eso le impulsó a dejar su casa en el centro de Madrid: "No quiero torturar a los vecinos si necesito ponerme a tocar el piano a las cuatro de la mañana".

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