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Genio de la escena
Columna
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A través de la palabra

José María Ridao

Dos pasiones como el cine y el teatro estaban de algún modo destinadas a confluir en una tercera pasión: la literatura, la novela. Ingmar Bergman se despidió del cine en 1982 con Fanny y Alexander y, desde entonces, se entregó a otra manera de contar historias o, mejor, a otra manera de interrogarse sobre su propia historia, que fue desde siempre el impulso último de su creación artística. Bergman cambia los focos y los escenarios a los que había consagrado su vida por las palabras desgranadas en soledad, pero las obsesiones del artista son las mismas, la desgarradora mirada sobre el mundo y los seres no ha cambiado. Vuelve sobre sus angustias y sus íntimos placeres de siempre, ahora valiéndose del relato. Aunque no de cualquier relato: tratándose de Bergman, del creador que nunca se propuso distinguir entre la obra y la vida, no podía ser más que el relato autobiográfico.

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La voz de la soledad y la muerte

Las tres novelas que escribirá en sus años de retiro -Las mejores intenciones, Niños del domingo y Conversaciones íntimas- se concentran en su entorno familiar inmediato. Con la misma morosidad que en sus películas o en sus adaptaciones teatrales, Bergman disecciona las difíciles relaciones de pareja que vivieron sus padres y que, en el fondo, no son tan diferentes de las que él mismo vivió y de las que dejó testimonio en su obra cinematográfica. Recrea la pasión inicial y su progresivo e inevitable deterioro, hasta llegar al adulterio; un deterioro del que, en rigor, no se puede ni se debe culpar a nadie. También evoca las huellas imborrables que el paso del tiempo va dejando en los seres que una vez aceptaron compartir la vida y que, sin embargo, se van viendo obligados a construirse un mundo íntimo y aparte para sobrellevar los días. La vida familiar parece entonces un escenario convencional en el que sólo comparece la fachada de los seres, su apariencia exterior, mientras en el interior transcurren sus historias verdaderas.

La obra literaria de Bergman, breve pero de una perturbadora belleza e intensidad, aparece como una continuación natural de su filmografía, como una versión de sus películas realizada desde otro ángulo y con otros instrumentos. Pero el Bergman novelista se inscribe, además, en una saga literaria que no tarda en remitir a Proust y a tantos autores del siglo XX que, como Virginia Woolf, se propusieron contar la vida. Pero contarla no tanto a través de la simple descripción como de la búsqueda desesperada de un sentido. Las novelas de Bergman remiten, además, a los autores, a los memorialistas, que no arrojan sobre su pasado una mirada complaciente, sino que se valen del relato, de la autobiografía o de la confesión, para enfrentarse a las verdades íntimas, por dolorosas que resulten. Hay compasión en la mirada de Bergman hacia la madre adúltera, como también hacia el dolor que siente el padre engañado.

Como en su sobrecogedora despedida cinematográfica, Saraband, no hay en sus libros intención de moralizar o de juzgar. Tan sólo interrogar, comprender.

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