Pandémica, celeste y el London
Hoy en día quizá sea más conocida su sobrina, la polémica presidenta de la Comunidad de Madrid. Pero, para los aficionados a la poesía, a finales de los años setenta Jaime Gil de Biedma era nuestro hombre. Uno de los pocos maestros que seguían vivos y al que, como a Joan Brossa o a Joan Perucho, se le podía escribir y contestaba. Unas cartas pequeñitas, de medio folio, en un papel fino y traslúcido ocupado por una letra nerviosa de elegante color azul. Unas cuartillas donde reinaba la economía de medios del que escribe poco y deja amplios márgenes, pero no puede resistirse a aprovechar el papel por ambas caras.
Después de una breve correspondencia tuve la suerte de conocerle en persona, a principios de los ochenta. Yo, un adolescente de 18 años. Él, un autor consagrado que había decidido dejar de escribir. Cruel ironía la nuestra, yo no sabía y él lo dejaba. Le recuerdo aquel día, vestido con ropa clara de verano y barba encanecida de poeta filósofo. Una cara redonda de ojos chiquitines y curiosos, con esa distraída y aristocrática manera de mirar a los chulazos -siempre deseables y siempre lejanos- que se le ofrecían desde su discreta mesa de bar.
La cita fue en el London, un viejo dinosaurio de la noche barcelonesa fundado en 1910 y cuya iluminada fachada en Nou de la Rambla todavía conserva su decoración modernista levemente canalla. En aquellos años seguía siendo un agitado centro de reunión de autores jóvenes. Y supongo que eso era lo que buscaba Gil de Biedma allí. El vigor del principiante, cargado de testosterona, que se desbordaba a diario en cada trifulca entre vanguardistas y poetas de la experiencia. Hacía unos meses de lo de Tejero y había que escoger. Fondo o forma, estilo o mensaje, ruptura o tradición. Al final, inevitable, cerveza o combinado.
Siempre me he preguntado con qué ánimo acudió él a aquella cita. Tenían fama de gustarle los jovenzuelos, así que debió darme la oportunidad de echarme un vistazo. Aunque -como visto de cerca no mejoro- comprendo que pronto se limitara a hablar de poesía. Poesía como arte de la poda, como decía hace poco Pau Riba, como bonsái de la literatura. Le recuerdo, jugando con su whisky de marca con hielo, afirmando impertérrito que ningún poeta ha sido capaz de escribir nada potable cumplidos los 40. Quizá por eso, a sus 50 pasados, llevaba su obra como un pesado y atosigante fardo.
No deseaba hablar de sus poemas, decía que eran como fotografías antiguas esperando en el cajón para recordarnos los navajazos del tiempo. Poco después, José Batlló, en su añorada revista Camp de l'Arpa, dijo que la poética de Gil de Biedma era fruto del personaje que hizo de sí mismo. Ese noctámbulo pesimista y bebedor, que debía ocultarse en el folio, siempre contrapuesto a su papel diurno como hijo de la alta burguesía y honesto ejecutivo de la empresa familiar, la compañía de Tabacos de Filipinas. Sus poemas eran una forma de sinceridad radical, inviable en la vida diaria. Un personaje idealizado que, a fuerza de vestirlo con palabras, terminó por hacerse real. Muerta la imaginación, ya no había nada que contar.
Después de unos años de abstinencia, la otra noche volví por casualidad al London. Se nos ocurrió entrar, en una de esas expediciones de nostalgia que nos dan a los cuarentones cuando nos reencontramos con viejos amigos. Como en una canción de Charles Aznavour, nada seguía igual. Gil de Biedma ya no estaba, corpulento y erguido en su silla. Observando, por la entreabierta puerta de los servicios, los cuerpazos que entraban y salían del mingitorio, con una mueca entre divertida y sarcástica. Hoy en día el lugar se ha llenado de turistas rubios, que olisquean entre sus mesas aquella bohemia que se le supone -como a los soldados licenciados- a Barcelona. Presente en toda guía turística que se precie, ha venido a ser uno de esos locales de obligada visita, donde una nueva clientela persigue a los famosos que se sentaron a su barra, como Picasso o Hemingway.
Y como los males siempre van a pares, la legislación municipal ha terminado por quitarle al London su carácter de cava de jazz en vivo. Ya no cierra de madrugada y en él no se dan cita los excéntricos. No hay actuaciones musicales, baja la persiana a su hora exacta y soplan rumores de clausura o de reconversión en coctelería para gente fina. Siguiendo así la tendencia de una ciudad que parece resuelta a vivir de enseñar fósiles, mientras sepulta cualquier conato de imaginación bajo normas y reglamentos.
Como hizo el poeta en su día, el London también parece haber dejado de escribirse, de inventarse. A este paso dudo que, en el futuro, el Ayuntamiento pueda enseñar nada estimulante de estos años. En todo caso, nada que pueda compararse a la palpitante vitalidad que tuvo este bar centenario. Visto lo visto, no quedará otro remedio que acordarse de Gil de Biedma cuando sentenciaba que "no hay nada que te excite menos la imaginación que lo que tú eres". ¿Desengaño o profecía?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.