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Entrevista:

Martín Berasategui. La emoción de cocinar

Juan Cruz

Un hombre feliz. En algún lugar de su alma, la que se transparenta en la cara, hay también alguna tristeza inolvidable: el padre muerto a los 56 años cuando él era un chiquillo. Hay otras circunstancias que también le han ensombrecido el ánimo; acaso le siguen hiriendo, pero valen mucho menos en su recuerdo que las grandes satisfacciones de la vida. Cuando ya habían pasado unas horas de la conversación que tuvimos en un chamizo que se ha construido junto a su restaurante de Lasarte, en Guipúzcoa, Martín Berasategui nos llamó por teléfono; quería subrayar algunas cosas fundamentales que su nerviosismo -es delicado, tímido y nervioso; mira el reloj aunque no tenga prisa, se levanta y pasea, va de un lado al otro de este paraíso culinario que se hizo a su modo- le hicieron dejarse en el tintero. Lo que quería decir es que, a los 47 años, siendo ya uno de los grandes cocineros del mundo, su memoria sigue estando con su madre y con su tía, en la cocina del bodegón Alejandro. Allí vivía, miraba, dormía, pero sobre todo escuchaba el sonido de los guisos, se aprendía el olor de lo que se estaba produciendo, mientras su padre, Martín, como él, un carnicero en cuyo honor nos hizo una carne memorable, andaba por la sala trasladando su felicidad, la que él ha heredado, a los parroquianos -artistas, pescadores, empresarios, desconocidos- que le eran fieles no sólo por lo que se hacía en la cocina, sino por lo que se respiraba en el aire de esa taberna aún viva en el barrio viejo de Donosti. Es la cocina del gusto, y él se lo cogió siendo un niño; de pequeño aprendió "el gusto de comprar", y de mayor sigue disfrutando de ese placer. Cuando acabamos de hablar apareció por allí Luismi, que le llevaba la ventresca de bonito de la temporada; al tiempo, le traía unos salmonetes que no sólo eran fabulosos porque él lo dijera, sino porque Martín los cocinó luego como si los estuviera firmando. Nos llevó después a su propio despacho, y allí, dispuestos como si fueran partituras, no sólo tenía los menús, los que están ahora y los que van a estar, sino un recuento especial: sus cuarenta y pico frases para recordar qué se puede hacer en Donosti: "Pasear por la Concha. Ver desde el puerto la salida de los barcos. Disfrutar de una mañana de regatas. Conocer el Museo Chillida. Merendar en Ulia?". Así, hasta 43. José Luis Barbería, nuestro compañero en Euskadi, vino luego, a almorzar, y vio la lista. "Sólo no he hecho una cosa". "¿Cuál?", le preguntó Martín. "Subir a lo alto de la catedral del Buen Pastor". "Ah, es que para hacer eso hace falta mucho fuelle".

"Me enfado cuando oigo despreciar la cocina tradicional. Cuando se inventó el 'marmitako' era algo original y creativo"
"Unos tienen facultades para correr, levantar piedras o escribir. Amí el don que me dio el de arriba es el paladar"

Es un hombre de listas, y de agradecimientos. En nuestra libreta escribió con letra clara los nombres de los que le enseñaron. En Francia, el cocinero Didier Oudil, los pasteleros André Mardion y Jean-Paul Heinard, el charcutero François Brouchican. Y en la cocina de Lasarte, Mikel, Joseba, Iñaki, David, Balta, y en la sala, Steve, Felipe, Eugenia, Graciela. Y en letras muy grandes escribió: "50% Oneka Arregui". Oneka es su mujer; allí estaba, silenciosa, sonriente, como si fuera el fiel (él lo dice) de la balanza que hace que este lugar parezca un paraíso en la tierra.

Para decirlo no estábamos tan sólo nosotros. Ocurrió algo. A la una de la tarde (una hora impropia aún para comenzar un almuerzo en España) terminó nuestra conversación, y dejamos a Martín organizar el día que ya estaba avanzado, en una cocina donde deambulaban haciendo y saboreando casi cincuenta personas. Y solitario, degustando el menú, plato por plato, "el gran menú degustación", había un joven vestido en mangas de camisa; comía, miraba y preguntaba, solo, sentado en la parte del sol del patio verdísimo del restaurante Martín Berasategui. Le preguntamos: ¿eres periodista, gastrónomo, cocinero?, ¿por qué quieres saber tanto de los platos?, ¿por qué comunicas por teléfono qué te parece cada uno de los platos que vas comiendo? Era un diplomático argentino, casado en Nueva York, donde está destinado, con una abogada que le ha querido hacer un regalo singular por su reciente cumpleaños: que almorzara en España en el mejor restaurante que hubiera elegido; con un único compromiso: contarle las impresiones que le produjeran lo que iba comiendo. Y allí estaba él, disfrutando de su regalo y cumpliendo con su compromiso. Luego se lo presentamos al cocinero. Para él también fue un regalo esa insólita aparición del comensal solitario.

Ahora, Martín tiene su sello en Tenerife (en el hotel Abama), en Barcelona (Condes de Barcelona), en el Guggenheim de Bilbao. En todas partes no sólo está su sabor, sino su forma de entender el servicio al cliente: "Que se vaya feliz, como lo soy yo en la cocina". ¿Y cuando está triste? "Hay mucha gente que apoya para que la gente sea feliz aunque tú estés melancólico".

Dice Ángel González, en uno de sus versos, que para que fuera Ángel González, un hombre sobre la tierra, tuvieron que pasar muchas cosas... ¿Qué pasó para que tengamos ahora aquí a Martín Berasategui?

De primeras, mi difunto padre y mi madre; el bodegón Alejandro, en la parte vieja de San Sebastián, un sitio popular y de los más baratos. Los primeros años los pasé allí; el mercado estaba entre mi casa y el bodegón, crecí yendo con mi madre y con mi tía al mercado...

Y le gustaba comprar, elegir.

Es que la cocina empieza por la compra. Llevamos unos años en los que la cocina en España ha crecido mucho, y se nos están olvidando cosas básicas: el producto, el gusto por ir al mercado; el respeto por las estaciones, por la fruta que madura en el árbol, la pesca, la manera en cómo se recogen las setas. Al final, un buen cocinero y un buen plato son muchos pequeños detalles. La suma de todos ellos te hace ser un buen jefe de cocina.

La cocina española está ahora llena de buenos cocineros.

Es una cocina con la mejor salud del mundo, en la que coexisten ahora varias generaciones de cocineros. La de Pedro Subijana, la mía, la de otros más jóvenes como Quique Acosta. En España ha habido un movimiento a lo largo de todos estos años en los que hacemos cosas con las que mostramos lo que hemos hecho durante años. Y tú ves lo que hacen otros, y eso es algo que le ha dado transparencia y riqueza a la cocina. Antes era un coto cerrado, todo el mundo se guardaba las cosas. Eso se acabó, ahora está abierta a todo el mundo.

Pero hay que seguir...

Claro, hay que seguir, quien piense que hemos llegado a la cúspide puede estar al borde del fracaso. Y hemos de continuar con la misma sencillez y con la misma humildad que teníamos cuando no nos conocía nadie, cuando me puse una cama debajo de las escaleras del bodegón porque a las cuatro y media de la mañana me levantaba para aprender panadería o bollería en Francia.

¿De dónde nace esa vocación?

Eso nace en la sangre. Yo crezco en una familia donde los productos y la cocina son lo importante, y la calidad humana. En el bodegón Alejandro se sentaba a la mesa gente que venía a comer y a hablar; había poetas, levantadores de piedras, escultores. ¡Era una universidad!

¿Le gustaba escucharlos?

¡Era la calle filtrada! La gente que se sentaba allí era gente con mucho talante de la calle.

¿Quiénes eran?

Gente de la cultura vasca. Oteiza, Basterrechea, Chillida, bertsolaris, poetas vascos, gente del deporte rural. Todos alrededor de mi padre. Cuando entrabas al bodegón, a la izquierda estaba la cocina, y a la derecha había una máquina en la que echabas monedas y te salía gas, y allí hacían su comida los pescadores: marmitako, calamares encebollados... Eras amigo de la casa y cocinabas tú mismo. Crecí en ese ambiente, y es un poso que te da suerte en la vida; esa era mi casa, y generalmente en las casas lo que se ve ahora es la televisión.

Y todo eso le habrá ido enseñando que cada persona es un mundo.

Fue una suerte terrible. Y estabas en la parte vieja de San Sebastián, el barrio donde nací. Cada vez que tengo una hora libre me voy allí a disfrutar, a perderme por la parte vieja, a dar un paseo por la Concha, a ver un amanecer desde el faro de Donosti o la salida de los barcos cuando está amaneciendo. Es el sitio donde cargo las pilas.

En medio de los poetas, de los artistas, el adolescente Martín... Hablaba con ellos, imagino.

Como contigo ahora. Era gente impresionante de sana, con un corazón y unas cualidades humanas extraordinarias. Y la vida es esto, disfrutar al cien por cien de las cosas, y esa gente disfrutaba con lo que hacía, como yo disfruto con lo que hago; con esta entrevista, por ejemplo. Y son esas ganas de hacer y de disfrutar lo que me lleva al hotel Abama de Tenerife o al Condes de Barcelona. Te eligen, y tú estás feliz de ser el elegido, y sin olvidar jamás el bodegón Alejandro, la madre de todo.

Con la misma pasión.

Con la pasión de cocinar el martes mejor que el lunes, en mayo mejor que en abril. Eso te permite que te quieran, y que de cualquier esquina del mundo vengan a comer aquí y te digan: "Martín, dame parte de tu obra como cocinero de estos últimos años". Cuando eso sucede, yo no ceso de dar gracias: a mis padres, al bodegón, a la familia, a la gente que me ha enseñado cosas importantes en la vida. Por supuesto, nunca me olvidaría de mi equipo, y de mi mujer. ¡Mi mujer es el 50% de mi éxito! Sin ellos no soy absolutamente nada. Martín Berasategui es lo que es porque hay muchos martines berasateguis, gente que transmite todo lo que sé y todo lo que quiero hacer. Gracias a ellos, cada día tengo ganas de venir, y de seguir mejor cada día.

Venciendo la timidez.

Sí, desde joven fui siempre muy tímido, pero con una fe terrible de que tenía que decir algo como cocinero. Un día me senté frente a mi madre y mi tía: ya habéis trabajado lo suficiente, ahora me toca. Habéis hecho mucho, y yo ahora, o soy pata negra, o no me merezco nada, ni estar a vuestro lado. Yo tenía veinte años, quizá menos, y mi novia, Oneka, tenía un año menos.

Y enseguida vinieron los premios.

Al mejor pastelero, al mejor cocinero... ¡Cuando tenía 24 años me dieron la primera estrella Michelin! Pero el premio es éste. Un restaurante con 350 metros cuadrados de cocina, más 150 metros cuadrados para investigación; un comedor para 50 comensales en invierno; unos ventanales desde los que ves vacas, corderos, árboles. El restaurante de Lasarte lo abrimos el 1 de mayo de 1993; ese día vi cumplido el sueño de cualquier cocinero. A los pocos años tuve la segunda estrella, y luego la tercera.

¿Y todo eso no se sube a la cabeza?

Yo pienso que cuantas más manzanas tiene un árbol, más agarrado a la tierra ha de estar. Y cuando la gente de Michelin confía en tu cocina y en tu saber hacer, tienes que ser primero respetuoso y luego humilde y trabajador para no defraudar a la gente. Tener la tercera estrella Michelin fue como tocar con los dedos el cielo de la cocina. Y luchamos para que esa clientela, que viene desde cualquier esquina del mundo, salga de aquí con un recuerdo inolvidable. ¿Subirse a la cabeza? A quien eso se le sube a la cabeza es que es tonto. Cuanto más te aplauden las guías, la gente, los periodistas, más consciente tienes que ser de que tienes una responsabilidad añadida. Este trabajo te hace disfrutar, es muy dulce sentirte aplaudido. Si alguien me dice que esto es sufrir no sabe lo que es sufrir. Sufrir es otra cosa. Aquí vienen chicos de veinte años que han ahorrado para venir a mi restaurante, gente de Australia o de Japón. Si esto es sufrir, apaga y vámonos.

Pero para cocinar también hay que olvidarse de que se tienen tres estrellas.

Claro, porque cuando estoy en la cocina disfrutando de los productos, de las técnicas, del sonido de los guisos, y del olor, y de un montón de pequeños detalles, yo soy el cocinero, no el que tiene tres estrellas. Digo gracias, pero sigo cocinando.

Le da las gracias a un ejército de gente. Y a usted, ¿por qué se daría las gracias?

¿A mí? Por ser sano, por ser claro, y sobre todo por poner el corazón y el alma en todo lo que hago en la vida.

¿Cuáles han sido sus aportaciones como cocinero?

No sé, yo he procurado enseñar todo lo que hago, he sido transparente y abierto; supongo que todos lo hemos sido, y que eso ha hecho que la cocina española esté donde está. Creo que mi mayor aportación es darlo todo. A mí me gusta decir las cosas como me hubiese gustado que me las hubieran dicho. Y qué quieres que te diga, yo soy un cocinero al que el rodaballo le gusta que sepa a rodaballo.

¿Y a usted qué le dijeron?

Yo aprendí primero de mi madre y de mi tía. Y en Francia, todos los nombres franceses, en cocina, en pastelería, en bombonería, en charcutería. Aquí soñaba ir al restaurante Urepel, donde estaba Tomás Almandoz, que era una persona increíble; aprendí un montón de cosas, un maestro. Alguien que me marcó también ha sido Hilario Arbelaitz, de Suberoa. Un grandísimo cocinero. Mi mejor amigo vestido de cocinero.

A la gente de otras profesiones les sorprende que los cocineros se elogien tanto entre sí.

La cocina española tiene una cosa importante: todos los cocineros cocinan distinto, y todos lo hacen increíblemente bien, cada uno con su personalidad. Todos somos de la familia de la cocina, y en una familia es poco inteligente el egocentrismo. Estamos favoreciendo lo que llamamos el turismo gastronómico, gente que viene a comer a Arzak, a Adrià, a Ruscalleda, a Hilario, a Subijana, a Santamaría... Son cosas que hemos ido logrando en los últimos años, y no las habríamos conseguido si no hubiéramos sido una familia. Nos llevamos superbién. Eso ha elevado el nivel de la cocina.

¿Hay un padre de esa familia?

Sí, Luis Irizar. En el País Vasco. Más tarde, Juan Mari Arzak. Siempre tiene que haber padres, buenos padres, y los hijos han de ser agradecidos.

¿Y qué distingue su propia cocina?

Mi cocina la distingue mi paladar de 47 años; ha ido creciendo, está muy viajado, muy trabajado. Mi profesión no tiene fronteras, tiene raíces. Tengo claro que cuando aquí viene un japonés, lo que quiere es la cocina de mi gusto, de mis técnicas, la vanguardia que yo practico. Y el trabajo diario es lo que hace que seas un buen o un mal maratoniano. El cocinero cómodo se para en el kilómetro siete, uno menos cómodo se queda en el kilómetro 17, y hay pocos que corren toda la carrera. El genio viene después del trabajo. Yo espero todos los días a la Virgen de Lourdes en el balcón, pero si algún día viene me cogerá en la cocina. Hay gente que sueña mucho y trabaja poco; yo soy al revés. Te queda poco tiempo para soñar, y en ese poco tiempo recibes premios, te aplauden. Pero hay que ser realista y pisar el sueño.

¿Qué hay en la historia de ese paladar? ¿Qué comía de chico?

Lo tradicional, la comida vasca que hacían mi madre y mi tía. Era una cocina de producto; ahí eduqué mi paladar. Y luego, es como todo. Unos tienen facultades para correr, para levantar una piedra, para escribir. A mí la facultad que me dio el de arriba es el paladar. Y luego soy muy estudioso de mi profesión, y me gusta viajar, para ver qué hacen otros.

Dígame un plato de entonces.

En esta temporada tenemos los primeros bonitos entrando en los puertos. Pues lo que recuerdo son los marmitakos de bonito. Impresionantemente bien hechos, con cariño, con buenos productos. Ése es un plato que me recuerda aquella época.

¿Y después?

Tengo un banco de pruebas. De ahí vienen muchas recetas. Soy un cocinero creativo, pero me enfado cuando oigo hablar con desprecio de la cocina tradicional. El que inventó los platos tradicionales no nos dejó su nombre y apellidos, ¡pero fíjate en quien inventó los chipirones en su tinta o el marmitako! Cuando se inventaron, ésa era una receta creativa y original a manta, que ha aguantado una eternidad.

¿No cree que se está intelectualizando mucho esto de la cocina?, ¿que habría que hablar de los productos, de la necesidad de comer?

Hombre, yo creo que debe haber un equilibrio. Ahora se habla de I+D, y eso es importantísimo, pero eso se hace con productos buenos.

Por mucho genio que tenga, si no hay producto...

Sin buen producto, lo que el genio puede hacer es que no se note mucho que lo que da no es verdaderamente bueno. No es posible que nuestra obra no salga de lo bueno de nuestra tierra, del mar. Cocinar es darle valor a la naturaleza. Y yo soy de cocina de producto, por eso entre mis restaurantes están muy en primer lugar Caia y Elkano, en Guipúzcoa, y Etchevarri, en Vizcaya.

¿Sigue teniendo el gusto de comprar?

Sí, y me gusta llevar a los amigos en los días de fiesta, y cocinarles lo que hemos comprado juntos.

Dígame productos que le fascinen.

Todas las temporadas tienen sus productos; me encanta un bonito vivo, unas habas, unas lágrimas de guisantes, un cordero, quince clases de puerros distintos que están en la huerta ecológica que tiene Jaime en Guetaria. Pero también me pueden fascinar unas patatas del caserío de al lado. A partir de ahí empieza mi obra como cocinero; a mí no me gusta que la gente se olvide de lo que nos da la naturaleza.

¡Usted ve los paisajes cocinándose!

Por lo menos, el paisaje me da la luz, la imaginación. Cada dos meses me junto con nutricionistas, con dietistas: ellos saben lo que es bueno para la salud, y yo sé hacer que eso esté bueno de sabor. Así que mi cocina está muy pensada en salud. A base de sabios consejos han salido platos extraordinarios. Y eso me lleva a una pregunta: ¿por qué no se enseña cocina en los colegios? Los chicos crecerían con más fuerza. Un país bien alimentado es infinitamente más competitivo.

Hemos mejorado.

Pero no hay que poner techos. Hay que poner viajes, risas, compañía, emoción y productos; yo sé hacer platos, y sé que cada día han de ser mejores. Y has de estar feliz haciéndolos.

¿Y qué pasa cuando Martín no está feliz?

Tengo la gran suerte de que en mi restaurante hay un equipo humano que impide que eso se conozca. Me arropan. Es imposible que tu melancolía, que a veces la hay, se transmita al plato, y, por tanto, al cliente. Todo es difícil, menos comer, beber y hablar.

Pues hay un verso de Victoriano Cremer que dice: "Dios, qué vida, da rabia beber sin alegría".

Y qué razón tiene.

Este país a veces produce melancolía. ¿Cómo siente el País Vasco?

Yo siento un país trabajador, muy noble, y con ganas de vida. Y en nuestras manos está. Pienso que estamos en el camino; pero todo el mundo se tiene que poner a cocinar y dejarse de rencores, que crean en el éxito del trabajo en equipo, dar el corazón y el alma. Como los cocineros. Si se da eso, se consigue todo.

O sea, que en la cocina ve usted la metáfora de todo.

Sí, alrededor de una mesa se han hecho arreglos, ¡y también averías, ojo!

Está usted, con su cocina, en muchos sitios a la vez. ¿Cómo se organiza?

Cuando estoy aquí, en Lasarte, estoy al pie del cañón, entro el primero y salgo el último. Y cuando tengo fiesta o voy a otro sitio, allí también estoy al pie del cañón, sea en el Abama de Tenerife, o en el Condes de Barcelona, o en el Guggenheim. Disfruto con mi equipo. Cada cierto tiempo reciclo a la gente y ofrezco nuevas recetas que he hecho para cada uno de los sitios.

Una manera de transmitir la comida por el mundo.

Y de aprender. De las papas arrugadas, del cherne, en Tenerife. De cocineros catalanes, Ruscalleda, Adrià, Santamaría, Pellicer; de gallegos, de canarios, de valencianos, de andaluces. En muchas zonas de España se cocina muy bien, y eso hace que venga mucha gente a saborearlo.

Y usted disfruta viendo comer.

Primero lo hago cocinando, y cuando pruebas, disfrutas de lo que has hecho. Si no sabes comer es imposible que seas un buen cocinero.

Ni feliz.

No conozco a nadie que no le guste comer y sea feliz.

¿Y usted es feliz?

Yo soy más que feliz. He tenido tanta suerte en la vida? Una familia maravillosa, cinco mujeres, mi madre, mi tía, mi mujer, mi suegra y mi hija, que es el mejor plato que he hecho. Y la cocina, soy feliz en la cocina. Y vivo en San Sebastián. Mira que he visto ciudades, pero la que más me gusta es San Sebastián, y donde he nacido.

Y alguna sombra, la muerte de su padre...

Un gran corazón. Era carnicero. Los padres de Iñaki Gabilondo le ayudaron cuando llegó a San Sebastián, y de ahí viene mi admiración por la familia Gabilondo. Si algo bueno tenemos los Berasategui fue lo que nos transmitieron los Gabilondo. Y de mi padre tengo el recuerdo de un hombre bondadoso, amable, muy popular en el bodegón. Me dio sabios consejos; me metió en el ambiente de las ganaderías, de las huertas.

¿Y su madre?

Era una buenaza y una maestra para la vida. Como mi tía. Inigualables. Una líder. Al final del camino me encantaría que alguien pudiera decir que he valido la cuarta parte que ella.

La vida, Martín, parece comida y memoria.

Sí, es que la tristeza de la vida pasa por la mala memoria. Y por la falta de humildad, de decir gracias.

Dijo usted en algún momento: "El cocinero chiflado". ¿Dónde está su chifladura?

Como no puedo pensar en otra cosa que en la cocina, por eso me digo chiflado.

Una vez dijo que hay que cocinar y dejar de decir chorradas.

Invito a que se cocine con respeto a los productos, que respeten a los buscadores de setas, y que las chorradas se dejen a un lado. Hablar menos y cocinar más. Eso quise decir.

Ha hablado del banco de pruebas. ¿Qué tiene ahí?

Ahora hay cuatro platos: un pescado, dos primeros y un postre. Ayer hicimos una infusión de vainillas y piña que va a llevar un helado de té y unas rocas de piñones y cacao, un granizado de vainilla y seguramente va a ir con un cono de chocolate encima. Estamos con unos bombones de navaja, con su jugo; cuando muerdes, te comes la navaja. Cuatro platos. Siempre en ebullición.

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