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Reportaje:Paso a paso por el río de Madrid

El agua que nace en los infiernos

Un paseo por los 83 kilómetros del curso del Manzanares descubre naturaleza y degradación

-¿Y, para usted, qué es el río?

El hombre, ojos entornados de quien escruta a los forasteros, baja el cartón que le protege del sol. "A mí me parece precioso, como buen madrileño que soy", contesta. Vuelve a subir el cartón. Pero en seguida cae en la cuenta. Lo baja. Que es precioso, dice, pero que es una pena, porque ya no hay pastores ni ovejas y porque lo limpian "cada 20 o 30 años". Exagera. Y añade: "Hay sitios en los que no se puede pasar por la maleza". El hombre señala a la naturaleza que le da fresco. Mira a lo alto: "Todo esto sube a los infiernos".

Esto es Manzanares el Real, en los bajos de esos infiernos. Una maqueta de pueblo castellano, con su castillo, su iglesia, sus cigüeñas y su puente de piedra. Aquí ya no hay reyes, pero sigue corriendo el río que le da nombre. Nace un poco más arriba. Sin saber que se transformará varias veces a lo largo de sus 83 kilómetros de curso. Encontrará coches y trenes que lo cruzan, vacas que pastan a su aire, depuradoras que vierten agua, jabalíes, deportistas, embalses, apasionados de su vegetación... Y soledad, silencio y ruido.

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Entra en Madrid junto a un parque lleno de litronas y por el que nadie transita
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El Manzanares nace donde Madrid ya no parece Madrid, en La Pedriza. Un mantel verde sobre una mesa de piedra de 2.010 metros encajado en la Sierra de Guadarrama. Todo está lleno de riscos. Son los infiernos para el hombre. La cuenca alta del río es reserva de la biosfera. Oxígeno y viento fresco. Salud. Eso vienen buscando José y Antonio, dos abuelos con gorros de paja y bastones. Es difícil cogerles el paso. Se mojan la nuca con agua. Suspiran. Sobre sus cabezas, la Bola del Mundo, un monte pelado y pardusco. Al otro lado, miles de árboles parecen agujas gigantes enhebradas con hilo verde.

La naturaleza es capaz de cambiar ella sola. A las afueras de Manzanares el Real, los peñascos se convierten en suelo llano. Es el embalse de Santillana, manso como sus aves, que suministra agua al área metropolitana de Madrid. Los domingos, la zona entre Canto Cochino y El Tranco se llena de bañistas. La Charca Verde, con 15 metros de diámetro, es la piscina natural más grande. Buitres, valles y barrancos, sauces, abedules y chopos se van turnando en el paisaje. A unos kilómetros de allí hay otro embalse, el de El Pardo, cuando el terreno vuelve a subir. En ese punto, el río ya está sobre aviso. Está obligado a cambiar de cara en el término municipal de la capital. No será todavía.

En el pueblo de El Pardo se oyen búhos y una señora aprieta el paso para doblar una esquina. ¿El río, por favor? "Todo hacia abajo, pero no vas a ver nada porque está seco". Son las cinco de la tarde y el Manzanares es un río fantasma. Sin gente. A pesar de que un paseo flanquea la ribera. "El pueblo está tan olvidado como el río", asegura la señora. Parece que el río ha muerto. No se oye. Uno lo podría cruzar casi sin mojarse los pies. Tan profundo es su caudal. Como en casi la mayor parte de su recorrido. Por eso ha sido blanco de las burlas a lo largo de la historia. Incluso el poeta Francisco de Quevedo dijo de él: "Manzanares, Manzanares, arroyo aprendiz de río".

Hasta el complejo deportivo Puerta de Hierro, pasando por la Playa de Madrid y el Tejar de Somontes, el río es una fisura verde. De Mingorrubio al Tejar, el Ayuntamiento lo llama Corredor Ambiental del Manzanares. Es un bosque. El monte de El Pardo esconde el mayor encinar de la región. Garzas reales y águilas imperiales pueblan muchos recovecos. Un bosque auténtico.

Miguel Ángel va todos los días a trabajar a ese paisaje bucólico. A él no le parece tan idílico. Es guardia de seguridad del club Playa de Madrid. Por allí el río aún es un bosque. "Sólo a veces vienen trabajadores y quitan algunas ramas", se queja acodado en la barandilla del puente sobre el río, junto a su garita. En la Confederación Hidrográfica del Tajo, de la que depende el Manzanares, aseguran que el caudal y la calidad de las aguas se controlan "de forma periódica con sistemas automáticos".

Cambio de cara. A la mano del hombre apuntan muchos dedos. A sus destrozos. El Manzanares entra verdaderamente en Madrid capital en el Puente de los Franceses. Lo hace junto a un parque lleno de litronas vacías y por el que nadie transita. Sólo un ciudadano, que pesca carpas. "Por deporte", confirma. Luego las echará de nuevo al río.

"Desde la época de Tierno Galván pocas cosas se han hecho para la conservación del Manzanares". Habla Javier Sanchís, presidente de Fonamad, una asociación de fotógrafos que se dedican a inmortalizar la naturaleza de la Comunidad. Se exalta: "Es un legado que deberíamos utilizar para futuras generaciones".

El legado no se ve a partir del Puente del Rey. No de momento. El río mezcla olores a orina, basura y bloques de pisos apelotonados que miran de reojo al Manzanares. Hoy colonizado por grúas, hormigoneras y polvo. Son las obras del soterramiento de la M-30 y del parque que el Ayuntamiento construirá donde antes discurría la carretera de circunvalación. Las riberas adquieren un aspecto más desangelado. En torno al Vicente Calderón, que ha sido noticia esta semana porque el Atlético de Madrid ha presentado tres proyectos que sustituirán al estadio, un bar incluye en su nombre el reclamo de "ribera". Aunque no hay riberas. Sólo vías de asfalto.

Pero el Manzanares es un ser vivo. Le rugen las entrañas bajo el agua: en torno al puente de Toledo un túnel de la M-30 escupe coches sin ton ni son. En ese momento, el color del agua es marrón. A su paso por Legazpi, el río mira a un almacén municipal. Los dos igual de deteriorados. Tres tuberías le vierten agua como quien insufla oxígeno a un enfermo terminal. No lo consiguen reanimar. El agua ya no baja turbia en Legazpi. Es negra. Ecologistas en Acción califica la situación de "deplorable". Las causas, según ellos: el descuido de las depuradoras, "obsoletas y sobrecargadas", que vierten agua sucia. Para paliar esos niveles de contaminación, el Ayuntamiento está construyendo dos nuevos colectores que recogerán y limpiarán las aguas pluviales.

En la Colonia San Fermín, un gitano se sienta en una silla al sol de la mañana, con los pantalones remangados hasta la pantorrilla. Es donde se está construyendo el Parque Lineal del Manzanares. Hay un yonqui sin camiseta y unas calzonas minúsculas que jadea y mira a los operarios que trabajan. Y una abuela que quiere llevarse a su nieto Quique a casa. "Agua", grita él. "Ven, que tengo aquí una botella", le responde su abuela. Pero el niño chilla por el agua del Manzanares. A la mujer parece que se le ha olvidado. Como a tantos madrileños. La ciudad le abre los brazos al río, que aquí no tiene tan mala cara. El parque está impecable. Con puentes, árboles y bancos. A continuación, el cauce se pierde entre descampados.

El río adquiere resonancias históricas al final. Cerca de la Presa del Rey, más allá de Rivas, más acá de San Martín de la Vega, el Manzanares se encuentra con el Jarama, un clásico de la Guerra Civil. Allí va a morir. O a renacer, más libre de la contaminación, con la cara menos sucia.

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