El lado oscuro de Rusia
Los comicios de 2008 serán clave para salvar o liquidar la democracia
Desde el punto de vista de la confianza mutua, el caso del envenenamiento con polonio radiactivo de Alexander Litvinenko es tan relevante para Occidente como la instalación en Europa de elementos del escudo antimisiles estadounidense lo es para Rusia.
El asesinato del ex espía ruso en Londres ha reavivado el miedo a que los servicios de seguridad de Moscú sigan actuando según las viejas tradiciones siniestras del KGB. El temor es reforzado por el atentado que en 2004 costó la vida al líder independentista checheno Selimján Yandarbíev en Qatar, por el que fueron condenados dos oficiales del espionaje militar ruso, extraditados después y recibidos como héroes en su país.
El asesinato de Yandarbíev gozó de amplia comprensión entre quienes apoyaban la mano dura contra el independentismo checheno, y las autoridades, conscientes de ello, no se preocuparon por guardar las formas. El caso de Litvinenko es distinto, pues difícilmente puede esperarse que los servicios de seguridad rusos, desde cuya perspectiva se justifica liquidar a un "traidor", se responsabilicen por la chapuza de haber puesto en peligro la vida de decenas de personas manipulando sustancias radiactivas de forma temeraria.
Tampoco puede esperarse que la justicia británica se pliegue a argumentos políticos y haga la vista gorda, algo que los representantes oficiales rusos se niegan a aceptar, empeñados como están en explicar las actuaciones de las instituciones occidentales o bien en función de teorías de la conjura y la conspiración contra Rusia o en función de criterios utilitarios.
'Terrorismo de Estado'
En Moscú, la sospecha de un terrorismo de Estado ruso atormenta a ciudadanos bien situados en la élite, que se preguntan cómo, en estas condiciones, es posible aunar esfuerzos con Occidente en la lucha contra el terrorismo, tal como ésta se perfilaba tras el 11 de septiembre de 2001.
Medios de la élite económica rusa vinculados con Europa temen que sus negocios con Occidente puedan verse arruinados por los sectores procedentes de los servicios de seguridad, que invocan intereses del Estado o razones patrióticas para ejercer su propia codicia.
Puestas así las cosas, las partes parecen encontrarse en un callejón sin salida. Pero existe una esperanza de recuperar la confianza y ésta reside en las elecciones presidenciales de 2008, donde se juega en gran parte el futuro de las relaciones entre Rusia y Occidente. El Kremlin, con Vladímir Putin a la cabeza, podría apoyar a un candidato que, siendo miembro de la élite actual, esté distanciado de las tradiciones siniestras y de cualquier posible actuación delictiva de los servicios secretos en el exterior. Ese candidato debería encontrar un complicado equilibrio, en el que por una parte se asegure un paulatino retorno al Estado de derecho desde una Rusia hoy rehén del autoritarismo y la arbitrariedad, y por la otra se den ciertas garantías a quienes temen represalias si ceden el control.
El miedo a que la dimensión siniestra de Rusia siga viva existe también entre los empresarios, periodistas y abogados de este país. El número de exiliados políticos rusos aumenta, y a ellos se ha sumado recientemente el abogado Borís Kuznetsov, defensor de un científico acusado de traición al Estado y de los intereses de la familia de la asesinada periodista Anna Politkóvskaya. No todos los que se van declaran públicamente sus temores; algunos lo hacen discretamente, con algún pretexto, esperando volver cuando se sientan más seguros en su propio país.
Si la señal de una nueva transición hacia el Estado de derecho no se produce en Rusia, la desconfianza hacia sus dirigentes seguirá agravándose y cabe incluso esperar el comienzo de una nueva guerra fría. Esta perspectiva no conviene ni a los europeos ni a los rusos que verdaderamente desean colaborar entre sí. Una Rusia liberada de la dimensión siniestra de su historia es atractiva para Europa, y sus empresarios pueden hacer grandes negocios sin el miedo que ahora les atenaza.
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