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Tribuna
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Anti Kafka

Javier Cercas

Es verdad: como repiten los pedagogos de vanguardia y los ex progres, somos una generación de padres permisivos que está maleducando a una generación de hijos consentidos. Ex progres y pedagogos aseguran también que los padres permisivos somos el fruto de una reacción atolondrada contra nuestra educación autoritaria. Esto, en cambio, no es verdad, o no siempre. Lo sé porque mi padre era peor que yo. Una de las experiencias más traumáticas de mi vida ocurrió hace 38 años, una mañana en que la profesora preguntó en clase quién sabía cantar un villancico; yo acababa de llegar de mi pueblo e ignoraba cómo se las gasta la vida, así que levanté un dedo insensato. Esa misma noche estaba encima de un escenario, disfrazado de ángel de pesebre, incluidas las alas, y cantando un villancico con voz de agonizante. Pero eso no fue lo peor: lo peor fue comprobar que, mientras yo hacía un ridículo del que nadie se recupera en vida, un energúmeno se abría paso a codazos entre el público mientras sus escalofriantes alaridos proclamaban que yo era su hijo, como si no bastase para delatarnos nuestra pinta común de botarates, y, para tratar de compensarme por la humillación histórica que me había infligido, a partir de aquel día mi padre se convirtió en un padre atrozmente permisivo. El resultado está a la vista. Nadie quiere parecerse a su padre, pero todo el mundo acaba pareciéndose a su padre. El primer día que fui a recoger a mi hijo al colegio me comporté más o menos como ese padre de Cortázar que, en un trance semejante, empieza a gesticular como loco y a llamar al niño el más bueno y el más crecido y el más arrebolado y el más prolijo y el más respetuoso y el más aplicado de los hijos, convirtiendo a la inocente criatura en el hazmerreír de sus compañeros. Esto tiene gracia en los cuentos de Cortázar, pero en la realidad no tiene ninguna. La prueba es que al segundo día mi hijo empezó a desmejorarse a medida que se acercaba la hora de la salida y, cuando ésta llegó, se negó de plano a salir junto a sus compañeros a menos que se le asegurara por escrito que no había rastro de su padre en varios kilómetros a la redonda.

Tienen razón los ex progres: se empieza renunciando al viejo y entrañable sopapo y se acaba cediéndoles a los niños el sillón, y en los casos más dramáticos, el mando a distancia. Es cierto que ello está generando entre los padres una oleada creciente de solidaridad con los infanticidas; no es menos cierto que los resultados de la educación permisiva que padecen nuestros hijos no son siempre catastróficos, al menos para sus padres. Sin ir más lejos: yo antes odiaba la comida japonesa; ahora la adoro. Yo antes odiaba la PlayStation, diabólica invención a la que, como cualquier ex progre, atribuía la violencia, la incultura y la deshumanización de nuestra sociedad; ahora la adoro, además de juzgarla altamente educativa. Yo no había visto en mi vida una serie de televisión, y ahora no me pierdo una noche Camera café ni, los jueves, Polònia. Yo había ignorado siempre los arcanos del baloncesto, y ahora reto a quien quiera a discutir conmigo la última alineación de Houston Rockets. Así que no todo es catástrofe: ser un padre permisivo permite, si no ser mejor padre, sí por lo menos ser en parte hijos de nuestros hijos.

Pero insisto: aunque pedagogos y ex progres lleven razón en que estamos maleducando a nuestros hijos, no la llevan en que los padres permisivos seamos sólo el fruto de la reacción contra el autoritarismo de nuestros padres. Igual que los padres autoritarios, los padres permisivos han existido siempre. En su último y estremecedor libro, El olvido que seremos, el colombiano Héctor Abad Faciolince narra su relación con su padre, un médico generoso y alérgico a la injusticia que durante toda su vida combatió con un coraje inaudito contra el hambre y las desigualdades de su país y que, por ese motivo, en agosto de 1987 fue asesinado a tiros por los paramilitares. El padre de Abad fue acusado muchas veces de permisividad con sus hijos, el propio Abad reconoce haber sido un niño consentido; su libro, sin embargo, casi contiene un involuntario manual de educación, y casi puede leerse como el reverso de la Carta al padre, de Kafka. Escribe Abad: "Yo no le tenía miedo a mi papá, sino confianza; él no era déspota, sino tolerante conmigo; no me hacía sentir débil, sino fuerte; no me creía tonto, sino brillante". ¿El resultado de esta peligrosa educación permisiva? Nadie quiere parecerse a su padre, salvo Abad Faciolince, quien ha heredado del suyo, al menos, el coraje y la generosidad y la alergia a la injusticia. "¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el padre que quisieran tener si volvieran a nacer?", escribe Abad. "Yo lo podría decir". Pese a las humillaciones públicas, muchos de los que hemos padecido padres permisivos también podríamos decirlo. Por lo demás, no hay que ser un pedagogo genial para comprender que en teoría el secreto de la educación consiste en no ser ni autoritario ni permisivo, sino en ejercer una autoridad afectuosa y tolerante, pero la realidad es que ni siquiera pedagogos y ex progres saben cómo llevar ese secreto a la práctica. Y si lo saben, peor que peor: no sé a qué demonios están esperando para contárnoslo. Mientras tanto, los demás hacemos lo que podemos.

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