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Reportaje:

Arde el volcán

El magnetismo que atrajo a Catherine Hickson a dedicar su vida al estudio de los volcanes surgió el día en que estuvo a punto de morir después de contemplar con sus propios ojos una erupción explosiva. Aquel domingo, el 18 de mayo de 1980, Hickson se encontraba a unos 40 kilómetros del volcán de Santa Elena (Estados Unidos), como estudiante graduada de Geología de la Universidad de British Columbia. Eran las 8.32 horas. La montaña había barruntado su despertar semanas antes. "Lo primero que sucedió fue un corrimiento de tierras a lo largo de los flancos del volcán", recuerda Hickson a EPS. "Ocurrió en microsegundos. Observamos una especie de explosión hecha de una ceniza gris y oscura, que empezó a crecer y a hacerse cada vez más grande". Esos primeros instantes, explica, "transcurrieron en absoluto silencio, fue algo extrañísimo. Luego vimos una nube eruptiva, una segunda? Es imposible encontrar las palabras para describir aquella nube hirviente y negra que no paraba de crecer? y que se deslizaba por los flancos hasta nosotros. Pude ver cómo los árboles se aplastaban al paso de aquella nube que llevaba una velocidad increíble. Afortunadamente nos separaba un valle profundo, pero en ese momento nos abalanzamos hacia el coche".

El sonido tardó un tiempo en recorrer la distancia que la separaba del volcán. Cuando les alcanzó, fue como si el cielo se partiera en dos. "Sólo teníamos unos segundos para escapar. Y fue en el coche cuando nos llegó el sonido; una especie de roarrrrrrr increíble. El suelo temblaba, caían rocas por todos los lados, en el camino, y la persona que conducía me dejó una cámara, por lo que pude realizar unas fotografías a través de la ventanilla. Pude ver cómo los ciervos y los alces saltaban despavoridos".

Aquel día murieron 59 personas, muchas de ellas a decenas de kilómetros del volcán ?entre ellos, un vulcanólogo del Servicio Geológico de Estados Unidos que observaba el fenómeno?, por lo que Hickson se transformó en uno de los escasos testigos que vieron la erupción y sobrevivieron. Fue pura suerte, dice, por un par de kilómetros. En ese momento, ella se encontraba en la cara este de la montaña, y la nube eruptiva se disparó como una lengua que achicharró todo lo que encontró en el flanco norte. Resulta extraño comprobar cómo la inmensa fuerza y energía desatada por un volcán es capaz de aterrorizar y atraer al mismo tiempo. Ha pasado un cuarto de siglo, y Hickson cree que la montaña eligió por ella su destino como vulcanóloga. "Desde entonces he visitado muchos países y cada cráter tiene sus peculiaridades y su propio ecosistema. Algunos de los paisajes más increíbles que se pueden contemplar en este planeta son volcánicos".

Si bien la erupción del volcán Santa Elena fue la más importante ocurrida en territorio norteamericano el pasado siglo, lo cierto es que su violencia es sólo una pequeña muestra del poder de algunos acontecimientos eruptivos ocurridos en tiempos muy remotos, y de la enorme influencia que han tenido sobre la propia especie humana.

Hay un gigante que ya ha despertado tres veces en los últimos dos millones de años. Duerme en las entrañas del parque nacional de Yellowstone, el más popular de Estados Unidos, y es probablemente el mayor de los supervolcanes que existen en la Tierra. Yellowstone es famoso por sus géiseres de agua caliente ?existen unas 10.000 fuentes hidrotermales de este tipo?, pero poca gente sospecha que prácticamente casi todo el parque se asienta sobre los restos de lo que fue un antiguo volcán cuya caldera gigante puede alcanzar los 80 kilómetros de diámetro y varios kilómetros de profundidad, ocupando más de un tercio de todo el parque.

A poco más de 6.000 metros bajo tierra hay actualmente una cámara que contiene magma y rocas fundidas sometida a una presión increíble. Una erupción de un supervolcán como éste haría palidecer los registros conocidos sobre catástrofes volcánicas: es algo que jamás han visto ojos humanos. En vez de los bellísimos ríos de lava típicos de los volcanes de Hawai que se escurren sobre sus laderas, Yellowstone expulsaría lenguas de gas y espuma volcánica como un inconcebible cañón y sus colosales andanadas bombardearían con su fuego la estratosfera de la Tierra hasta los 50 kilómetros de altura. El desplome de las paredes del cráter dejaría paso a emisiones de gas a 700 grados Celsius que achicharrarían todo lo que encontrasen a su paso, y además, muy rápidamente: una de estas avalanchas piroclásticas, a 400 kilómetros por hora, no dejan escapatoria posible si uno está en su dirección, ni dentro de un coche con el acelerador a fondo. La ceniza eyectada bloquearía la luz del sol, por lo que el supervolcán envolvería en un crepúsculo continuo el cielo del terreno a 200 kilómetros a la redonda. Su poder de destrucción sería equivalente al impacto de un asteroide pequeño ?quizá de kilómetro y medio de tamaño?. El vulcanólogo británico Bill McGuire, de la University College de Londres, ha argumentado que una nueva expresión de la furia volcánica en Yellowstone podría acabar con la vida en un radio de 1.000 kilómetros a la redonda, devastar Norteamérica e incluso amenazar la existencia de la humanidad.

Hay escenarios de mucha menor potencia que ya han dejado su marca devastadora. La explosión de la isla de Santorini acabó con la civilización minoica en el año 1650 antes de Cristo. Los dioses lanzaron su fuego contra Pompeya a través del Vesubio. Y si bien Yellowstone ha explotado ya tres veces ?la última, hace unos 640.000 años?, no es el único ejemplo de vulcanismo extremo en el mundo. Si hay algún paraíso de los volcanes, es Indonesia. Este archipiélago contiene el mayor número de cráteres potencialmente activos: 72. Aquí tuvo lugar la explosión más reciente de un supervolcán, en Sumatra, cuando la montaña Toba estalló hace unos 74.000 años. Fue un acontecimiento tan monstruoso que los expertos creen que empujó al abismo a una humanidad naciente. De acuerdo con un trabajo publicado en la revista Journal of Human Evolution por el antropólogo Stanley H. Ambrose, de la Universidad de Illinois, en Urbana (EE UU), la erupción del Toba produjo un invierno nuclear ?una especie de noche prolongada por culpa del polvo eyectado? que duró seis años. Fue el prolegómeno de una glaciación que duraría un milenio. La humanidad de entonces ?compuesta por homínidos anteriores al Homo sapiens? "podría haberse reducido a unos 10.000 individuos entre hace 100.000 y 50.000 años", escribe Ambrose. "Los supervivientes a esta catástrofe podrían haber encontrado refugio en algunos puntos tropicales aislados, quizá en África ecuatorial. Las poblaciones que vivían en Europa y el norte de China podrían haber sido exterminadas completamente por la reducción de las temperaturas, que en los veranos no superarían los 12 grados centígrados". Ambrose está convencido de que el volcán Toba podría haber causado la diferenciación "abrupta" de las razas humanas modernas. Es muy posible, según su hipótesis, que la humanidad actual fuera hoy diferente si el volcán no hubiera despertado.

En Indonesia, además, se ha establecido un culto al volcán que tiene pocos referentes en otras partes del mundo. Aquí las erupciones son más frecuentes, y aunque se dispone de apenas 400 años de estadísticas, los volcanes han matado a más personas que en ningún otro lugar. El Krakatoa, en 1883, mató a 36.000 personas, y el Tambora, en 1815, a 92.000. Son cifras de una carnicería espantosa, y, sin embargo, los volcanes se han transformado en dioses.

Cada diez años, una procesión de personas forma una columna multicolor de largas banderas que atraviesa los verdísimos arrozales de Bali. La peregrinación empieza en las playas paradisiacas de esta isla; las mujeres se visten con sus mejores prendas y llevan cestos de frutas a lo largo de 64 kilómetros hasta el volcán Agung, obedeciendo a los sacerdotes, que han convocado a los dioses. En las faldas de la montaña se erige el templo de Besakih, donde se realizan las ofrendas. Más impresionante, si cabe, es el culto al volcán Bromo, en el macizo del Tengger, en Java, que sigue activo. Los peregrinos forman largas hileras a través de una ladera de un paisaje fantástico, imposible, donde las nieblas y los gases confunden la silueta de las figuras excavadas en piedra volcánica. Los últimos 200 metros son tan duros que se ha tenido que construir una escalera de madera para los que suben y los que bajan. Tal y como describen el fotógrafo Philippe Bourseiller y el vulcanólogo Jacques Durieux en su obra Los volcanes y los hombres (Lunwerg Editores), los peregrinos llegan hasta la cresta misma del volcán y se asoman a su interior antes de rezar: colocan sus ofrendas, queman el incienso, arrojan flores y también animales vivos. Pero si uno se asoma lo suficiente, puede comprobar con sorpresa que hay personas que se aferran en las paredes verticales del interior ?que llegan a alcanzar los 300 metros en vertical?, hombres, mujeres y niños que se las han arreglado para excavar su hueco entre la ceniza. Están allí para cazar al vuelo las ofrendas y los animales que se arrojan al corazón del cráter. A los peregrinos, eso no parece importarles: los dioses sabrán recoger lo que les corresponda.

¿Dónde está el miedo al volcán? Durante la fiesta, que dura varios días, pueden llegar a congregarse 100.000 personas. Cualquier imprevisto por parte de la montaña podría desembocar en una sangría, puede pensarse. O quizá no. "No hay tanto miedo, ya que los científicos están monitorizando estos volcanes, y las previsiones sobre las erupciones hacen que la evacuación de la gente sea más fácil", explica Philippe Bourseiller, que ha retratado con su cámara estas insólitas ofrendas. La razón de esta devoción tiene un lado práctico. Uno tendría que preguntarse por qué en Indonesia los pueblos se concentran al pie de los volcanes, en un peligroso ejercicio de jugar con el fuego. "La razón está en la ceniza volcánica; es muy rica para los cultivos", dice Bourseiller. "Después de una erupción hay ceniza suficiente para obtener varias cosechas anuales". Como asegura Durieux, la ceniza es una especie de abono que llueve del cielo muy rico en sales minerales. El agua que se escurre por las laderas del volcán trae estos nutrientes hasta zonas más bajas, inundándolas. El arroz puede cultivarse hasta tres veces en un solo año. Esta sobreabundancia de alimento concentra a cada vez más habitantes en las faldas de las montañas.

Existe otro aspecto, ciertamente insólito, en el que el hombre realiza una explotación de los volcanes, y no al revés, aunque sea por una sola vez: los mineros de los cráteres de Iljen, en Java. La imagen podría sacarse perfectamente de una escena del cómic Flash Gordon, de Alexander Raymond. El volcán Kawah Iljen, en la parte oriental de la isla, esta colmatado por un lago volcánico hecho de una mezcla de ácido sulfhídrico y clorhídrico. El cráter tiene unos 700 metros de diámetro, y el lago, 200 metros de profundidad. Es la mayor reserva de ácido sulfhídrico del mundo; resulta tan corrosivo que quemaría piel y carne en segundos. Hay un letrero que dibuja una tosca calavera y una advertencia en el lenguaje local para no bañarse en estas aguas, de entre 20 y 40 grados, que a veces han alcanzado los 220.

Este lago se ha mantenido constante durante los últimos 200 años, y en su parte sur hay un depósito enorme de azufre. Los mineros van hasta allí y colocan unos tubos de hierro para orientar el gas sulfuroso que sale de las múltiples fumarolas. Para ellos es el comienzo de una cosecha que no consiste en arroz, sino en azufre. Según Bourseiller, los mineros tienen una buena reputación entre las aldeas. "Me quedé totalmente impresionado cuando los vi, ya que las condiciones de trabajo son muy duras por los gases ácidos. Pero ellos ni siquiera llevan máscaras de gas. Simplemente se colocan delante de la cara trapos húmedos, y son capaces de permanecer durante horas. Por mi parte, me era imposible permanecer allí más de media hora, y los gases terminaron por destruir una de las cámaras".

Los chorros de gas expelidos forman regueros de un líquido rojizo y brillante, antes de acumularse entre las rocas. Al cristalizar se tiñe de un amarillo puro. De esta forma, los depósitos de azufre se van acumulando, y a veces adquieren el tamaño de gigantescas rocas, que hacen que los humanos sean pigmeos a su lado. Estos pigmeos son quienes rompen el azufre con barras de metal y lo llevan a cuestas, en cestos de mimbre, subiendo de nuevo por las laderas del cráter; a veces cargan hasta 80 kilos a sus espaldas de una vez, arrebatan el tesoro al volcán ante sus mismas narices y lo llevan a una fábrica local, a 40 kilómetros del Iljen.

Los vulcanólogos también se embarcan en aventuras de riesgo, aunque su naturaleza es muy distinta: a veces se tienen que colocar trajes resistentes al calor, hechos de materiales como Nomex, usados comúnmente por los bomberos. El traje les convierte en figuras plateadas que les da aspecto de extraterrestres que exploran un mundo salvaje, aunque la mayoría de las veces no son necesarios.

Aparte del Santa Elena, hay otros casos famosos de vulcanólogos matados por un volcán. El 3 de junio de 1991, una andanada de gases ardientes del Unzén, en Japón, acabó con Katia y Maurice Kraff, la pareja francesa famosa por sus películas de divulgación y sus historias en National Geographic, junto con su colega americano Harry Glicken y 40 periodistas que les acompañaban, por lo que el volcán japonés se transformó en el mayor asesino de reporteros de una sola vez. Dos días antes de su fatídico viaje a Japón, los Kraff estuvieron en Madrid y compartieron lo que fue su última copa de cava con sus colegas españoles, entre ellos Ramón Ortiz, del Museo Nacional de Ciencias Naturales. "El volcán no hizo nada extraordinario, simplemente fueron donde no se podía ir para hacer una foto", dice Ortiz.

Philippe Bourseiller describe bien la aproximación a un río de lava para arriesgarse por lograr una fotografía. "Hasta los dos metros, no necesitas el traje. Pero una vez traspasados los dos metros, es como empujar un muro. No puedes aguantar si no llevas traje". Bourseiller ha recorrido casi todo el mundo en busca de imágenes, y cada volcán, asegura, es un mundo aparte, tiene su propia personalidad, y esculpe a su alrededor paisajes únicos, de una belleza distinta, feroz y cautivadora. Ha descendido a uno de los infiernos más bellos que existen. "Recuerdo un volcán en especial que me encantaba debido a que era muy primitivo, el Erta Alé, en Etiopía, uno de los pocos en el mundo que tienen un lago de lava. Es muy difícil acceder hasta él, ya que está en medio del desierto, y tienes que llegar en camello".

Se cree que el Erta Alé ha estado en erupción continua desde 1967, y que su lago de lava cuenta una existencia larguísima, de casi un siglo. Es difícil describir su interior. Los vulcanólogos parecen astronautas diminutos en un abismo que se abre a un centenar de metros bajo sus pies, en una tierra que fue testigo del nacimiento de los primeros australopitecos, antepasados del ser humano. Quizá la sensación de que uno se adentra en una tierra muy primigenia tenga que ver con que el Erta Alé está situado en Afar, la región en la que vivió Lucy, el fósil de homínido más famoso, que representa, según algunos, la Eva primigenia de la humanidad. El lago de lava se comporta, según Bourseiller, de una manera bastante tranquila durante el día. Las circunstancias cambian cuando llega la noche. El lago se torna naranja incandescente y se enfurece. "Es como una especie de tormenta. Las olas de lava pueden llegar a alcanzar una altura de veinte metros, y explotan, haciendo mucho ruido. Asusta, pero es algo hermoso".

Para la mitología griega, los volcanes deben su existencia a las luchas entre los dioses del Olimpo, cuya furia se manifestaba en el fuego que arrojaban por sus bocas al zarandear la Tierra. Ciertamente, esta explicación no anda muy alejada de la realidad. Los volcanes no son más que una manifestación evidente de que la Tierra es un planeta vivo. Y cuarteado, en cierto sentido, en nueve grandes placas, que se mueven sobre el manto de una forma análoga a las costras de un plato de natillas. En los límites de una placa al colisionar con otra suelen formarse la mayoría de los volcanes, aunque en algunas ocasiones una placa subduce a la otra. Son ventanas al manto, que se extiende a 2.900 kilómetros de profundidad. Y ciertamente, la furia de los dioses también puede extenderse de un lugar a otro y alcanzar el último rincón del planeta. Un ejemplo fue la erupción del volcán Laki ocurrida en 1783 en Islandia, el país que ofrece los más extraños paisajes volcánicos. El reverendo Jon Steingrimsson describió con detalle lo acontecido: "La tierra empezó a hincharse en medio de un concierto de alaridos, con un estruendo que la hizo estallar en pedazos, la agrietó y la reventó como cuando algún animal despedaza alguna cosa (?). ¡Oh, qué espantoso resultaba contemplar esas señales de cólera, aquellas manifestaciones divinas!". Lo cierto es que, de acuerdo con una reciente modelización computarizada financiada por el Instituto Goddard de Estudios Espaciales, de la NASA, la erupción provocó el verano más frío que se recordaba en Europa en los últimos 500 años ?por culpa de casi cinco kilómetros cúbicos de lava y polvo eyectados? y una sequía prolongada que pudo provocar una terrible hambruna en el valle del Nilo, en Egipto.

La ciencia aprende a tomar el pulso a los volcanes. Actualmente hay unos 3.000 que potencialmente están activos o han entrado en erupción, según Bill McGuire. Y sólo unos dos centenares están siendo monitorizados por los científicos. En realidad, puede que haya sólo 1.500 vulcanólogos en activo en todo el mundo, por lo que el trabajo se acumula. La tecnología de la predicción incluye sensores de gases y temperatura, sismógrafos, rayos láser que miden las deformaciones de centímetros en la superficie que ocasionan los movimientos del magma subterráneo, e incluso fotografías tomadas por satélite.

Pero cuando la cólera de los dioses se desata, no existe nada capaz de detenerla. La explosión del Pinatubo en 1991, tras permanecer dormido durante más de 600 años, dejó un testimonio elocuente: la ceniza que cubrió los arrozales en un radio de decenas de kilómetros tiñó completamente de gris un paisaje idílico, decolorándolo en una visión de pesadilla, donde los escasos árboles que resistieron doblaban sus ramas y troncos hacia abajo en señal de sumisión. Ramón Ortiz concluye que "la energía desprendida en esa erupción equivalió a arrojar sobre cada habitante del planeta una tonelada y media de rocas".

Las imágenes de este reportaje pertenecen al libro 'Los volcanes y los hombres' (Lunwerg). El Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid expone un centenar de estas fotos hasta el 22 de agosto.

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