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Columna
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Desnúdate y salva la ciudad

Desde que había regresado al paraíso de su chica capicúa, Juan Urbano volvía a estar seguro de que si alguien le preguntaba cuáles eran las diez cosas que más le gustaban en el mundo, respondería que por lo menos la mitad de ellas son del tipo de las que se hacen sin la ropa puesta. Pero, mientras miraba el periódico, hace apenas unos instantes, sentado en un bar de la calle de Atocha, también estuvo seguro de que empezaban a cansarle esas representaciones artísticas tan a la moda que consisten en hacer que un montón de gente se desnude y se tumbe para ser fotografiada o filmada en un parque público, al lado de un puerto, en mitad de una carretera o sobre las tablas de un escenario, como acababa de ocurrir en el teatro Pradillo de Madrid, donde unas cuantas personas han respondido a la llamada de un pintor que les pedía que se bajasen las cremalleras en público, se desataran los cordones del pudor, dejaran caer la vergüenza al suelo y se pintaran unos a otros en nombre de la libertad y la tolerancia.

No es que le pareciese mal el montaje, ni mucho menos es que lo escandalizara, sino que lo encontró repetitivo
¿Es que en Madrid la palabra cultura va a tener que decirse a gritos para hacerse oír por encima de las excavadoras?

A Juan no es que le pareciese mal el montaje, ni mucho menos es que lo escandalizara, sino que, simplemente, lo encontró repetitivo y, si lo pensaba dos veces, hasta un poco retórico: a fin de cuentas, en España hay muchas playas nudistas y los veraneantes se tumban cada día al sol con la piel como único argumento y sin necesidad de tener que reivindicar nada. O sea, que esa isla ya está descubierta.

Es que a veces a lo mejor ocurre que se invocan derechos que ya existen y se demandan conquistas que ya se han hecho, mientras que otros asuntos más preocupantes siguen sin solución. Por ejemplo, no hace falta ni cambiar de mundo para ver que en Madrid sigue habiendo otro teatro, el Albéniz, que continúa en peligro. Porque se han hecho muchos discursos desde el Gobierno autonómico y la alcaldía, pero hasta ahora no hay nada ni nadie que garantice que el edificio se vaya a declarar, como sería lógico y han exigido cientos de personalidades del mundo de la cultura y la política, bien de interés cultural, con lo que su derribo resultaría imposible. Al contrario, los portavoces de la Plataforma de Ayuda al Teatro Albéniz irán esta misma semana a la sede de la Unesco en la capital para volver a hacer esa reclamación y evitar que el inmueble sea demolido a finales de año y se convierta en otro bloque de pisos, como por lo visto planean sus dueños.

Qué duro, ver cómo hay representantes públicos que se dedican a privatizar hasta la memoria de las ciudades, transformando la cultura de todos en un negocio para algunos y haciendo desaparecer uno tras otro sus lugares emblemáticos: ayer la pagoda de Miguel Fisac, hoy el teatro Albéniz, mañana la casa del premio Nobel de literatura Vicente Aleixandre... Qué bárbaro, ¿es que en Madrid la palabra cultura siempre va a tener que decirse a gritos, para hacerse oír por encima de los motores de las excavadoras?

Juan Urbano se hizo esa pregunta a sí mismo y luego se preguntó por qué será que a algunos políticos se les llama conservadores cuando su trabajo consiste, precisamente, en no conservar nada, en someter a la dictadura de las hormigoneras, las tuneladoras y los martillos neumáticos cualquier metro cuadrado de lo que sea que se les ponga por delante. Si hasta se han inventado esa extraña palabra, recalificar, que es a la vez una aberración de la gramática y de las matemáticas: recalificar es un verbo imposible y una operación sospechosa que consiste en sumar millones a base de multiplicarlo todo por cero. Que raro.

Ojalá que la visita de los miembros de la Plataforma de Ayuda al Teatro Albéniz puedan sacar algo de su visita a la Unesco, aunque sería mucho mejor que los recibieran en la Comunidad o el Ayuntamiento y alguien les pudiese garantizar que el expolio que sufren nuestra Historia y nuestra cultura va a terminar. Sería un modo extraordinario de empezar sus legislaturas, salvando del infierno de la especulación inmobiliaria primero el Albéniz y después la casa de Aleixandre. Ése es el camino por que tienen que ir los lugares que no quieren ser nada más que un sitio que ya no es él, aunque conserve su nombre. O igual era mejor quitarse la ropa en la Puerta del Sol y pedírselo a las autoridades desnudos.

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