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Reportaje:

China, la revolución galáctica

Acaba de regresar de Nueva York y Toronto, donde ha expuesto en mayo. Y esta tarde tormentosa de primavera se concentra en los últimos retoques a su proyecto de fuente para la plaza de las cuatro nuevas torres de la Castellana, en Madrid, y su trabajo sobre la catedral de Burgos (exposición que ha inaugurado el pasado miércoles en el claustro del monumento gótico, junto al escultor alemán Stephan Balkenhol). Su amplio estudio -un antiguo taller de carpintería en un barrio popular de Madrid- está inundado de luz y de brillantes fotografías -casi como esmaltadas- de 3 × 1,8 metros, que reflejan la imponente transformación de las grandes urbes chinas.

José Manuel Ballester (Madrid, 1960) viajó por primera vez a Pekín en 2004, de la mano de Fan Xin Min, un empresario que vivió varios años en España y ahora ha creado la Fundación Iberochina. "Conocía mi trabajo sobre desarrollos arquitectónicos, y me insistía mucho para que visitara su país diciéndome: 'Tienes que ver lo que se está haciendo allí y fotografiarlo". Aterrizó en esa megalópolis de 16 millones de habitantes y surgió el asombro, el impacto, el flechazo. Ha vuelto tres veces más. Y el resultado de esa historia de relaciones entre el artista español y la potencia emergente asiática, un gigante de 1.300 millones de habitantes, puede verse a partir del 22 de junio (hasta mediados de julio) en la Central Academy of Fine Arts de Pekín (CAFA), dentro del Año de España en China. Treinta fotografías de gran formato exquisita y espectacularmente producidas, que tienen continuación, segunda parte, en Casa Asia, en Barcelona, en una muestra abierta también hasta julio.

"La magnitud de las obras de allí no se puede comparar con nada en Europa"
"La pauta de desarrrollo de China determinará el futuro del planeta"
"Siempre hay algo por hacer: Nunca hay nada terminado. Es la tensión vital"

En 1988 se publicaba la primera entrevista con José Manuel Ballester en EL PAÍS. El periodista describía su obra: "Seducido por Leonardo, Velázquez y Poussin, sus cielos son amplios, y los horizontes, brumosos. Los cipreses de sus paisajes enmarcan edificios clásicos, siempre vacíos de gente. Algunas de sus pinturas recuerdan al arquitecto Palladio, a Claudio de Lorena y a Giorgione". Ballester, con 27 años, acababa de recibir el premio de pintura Ciudad de Alcalá, y exponía por primera vez 47 cuadros en el teatro Albéniz de Madrid.

Casi 20 años después, Ballester sigue siendo el mismo hombre de aire y sonrisa de ensimismamiento. Pero ha cambiado: es un artista de gran prestigio y caché, que en la primavera de 2005 llenó el Palacio de Velázquez del Retiro con una exposición que recogía 72 obras de su trayectoria de 10 años -Habitación 523-; y se ha distanciado -aunque no abandonado- de la pintura realista con que aprendió y ejerció paciencia y detallismo. Sigue manteniendo sus amigos, la adoración por sus padres -en una esquina de su estudio, un piano para su padre, profesor de música-, el afán perfeccionista en su trabajo y su amor por rodearse de cosas bellas, desde el níspero que cuida en un patio de su taller hasta los antiguos bancos de carpintería que ha restaurado, piedras y ramas que guarda como tesoros, esculturas africanas y de Yemen, fotografías chinas de la época de los mandarines...

"La muestra", seguía aquel artículo de 1988, "refleja cómo las arquitecturas clásicas que se fundían en sus lienzos con la naturaleza han dejado paso últimamente a estructuras de hormigón". Sí, el hormigón de Ballester es una larga y muy productiva historia. De aquellos dibujos de los pilares de la nueva estación de Atocha, en Madrid, a los faraónicos proyectos de Pekín y Shanghai, y la hiperrealidad de Hong Kong y Zhengzhou, una ciudad nueva levantada sobre la nada para dar cabida a millón y medio de habitantes.

Conociendo el amor por la naturaleza, lo delicado, lo pequeño y lo cercano de Ballester, que empezó dibujando las pasarelas de las Tablas de Daimiel, pequeñas habitaciones vacías y camas deshechas, la pregunta sale sola: ¿Por qué esta obsesión por China? "Lo primero, por una cuestión de escalas. La magnitud de las obras de allí no se puede comparar con nada en Europa. Cada vez que vuelvo, el cambio ha sido tan extraordinario que no dejo de admirarme. Y lo segundo, porque de lo que pase en China va a depender lo que pase en el mundo. La forma en la que ellos, ellos e India, se desarrollen, la pauta de consumo que adopten, será determinante para el futuro del planeta. Si tienen que construir 400 millones de viviendas, eso genera tal nivel de demanda de recursos que puede suponer el colapso en cualquier sector".

¿Son conscientes ellos de ese poder y ese talón de Aquiles, de su capacidad para cambiar la Tierra? "Yo creo que sí, y se nota en casos como su compromiso de colaboración con África, porque saben que necesitan cantidades ingentes de materia prima de todo tipo, y se han fijado en el continente africano. Pero yo creo que quizá se están equivocando en no asumir alternativas más ecológicas de desarrollo; están siguiendo un modelo envejecido, los cauces de crecimiento de Occidente, que ahora ya se han demostrado insostenibles. Se han entregado a la modernización con devoción, sin dudas, aunque ahora empiezan a surgir movimientos culturales que se cuestionan esa apuesta tan feroz. Ya hay intentos de buscar un punto de encuentro con la tradición. De la misma forma que ya comienzan a apostar por sus propios artistas y arquitectos, que manejan un lenguaje propio, como el estudio MAD, de Yansong Ma. Occidente no es quién para decirles que no compren coches de gasóleo o no construyan gigantescos embalses, pero sí que deberíamos orientarles sobre las nuevas pautas de crecimiento sostenible, desde casas bioclimáticas hasta transporte público no contaminante y energías renovables. Es curioso comprobar cómo el ser humano ha de llegar al límite de las posibilidades para cambiar el rumbo y rectificar errores".

Cuando no se le conoce, puede dar la sensación de que habla poco. Es la timidez, que lo recluye a menudo en su palidez, pelo revuelto y jerséis grandotes. Pero cuando está a gusto y el tema le agrada y se presta a debate, Ballester es capaz de hilar durante horas. "El éxito de China se ha basado en la codicia de Occidente, que ha ido allí a buscar mano de obra barata. Ellos han sabido aprovechar esa coyuntura. Pero creo que, a medida que se vayan desarrollando, esa ingente masa de mano de obra irá reclamando conceptos que aún son novedosos para ellos: ocio, vacaciones, derechos laborales, respeto al medio ambiente. De su evolución dependemos todos".

Y de China pasa a otra de sus pasiones: Madrid. Tiene una espinita clavada; puede parecer pequeña, anecdótica, pero es sintomática, y a él se le ha clavado profunda. Hace un par de años, el barrio de sus padres, el Poblado de Fuencarral, una de esas zonas de Madrid donde se ensayaban modelos de urbanismo a mediados del siglo XX, fue puesto patas arriba para cambiar el suelo. "Tenía un adoquinado de granito bien hecho, resistente, que en medio siglo no se había movido, que se ajustaba perfectamente a la estética del barrio, pero el Ayuntamiento, con la disculpa de modernizarlo, lo levantó entero para poner piedras artificiales negras". Él se movilizó, recogió firmas, protestó, acudió al Ayuntamiento, sin resultado ninguno, sólo la pérdida de tiempo, energía y tranquilidad. "Es un ejemplo de tantas obras que se hacen por soberbia, porque sí, sin necesidad, sin consultar a los vecinos, que sólo demuestran falta de rigor. Me enfada lo que le está pasando a esta ciudad, donde parece que el único interés político es convertirla en una megaurbe de ocho millones. Y esa manía de hacer intervenciones experimentales en el centro... La cirugía del centro... Son intervenciones agresivas, mutilaciones, como la proyectada para el paseo del Prado. Lo que necesitan los cascos históricos son labores de restauración y mantenimiento, y no destrozar la historia y arrancarles la identidad. La obsesión por la modernidad puede llegar a estupidez".

Al escuchar su pasión por los cascos históricos, lo antiguo, la ecología, la tradición artesana, la planta de boj que crece en su vestíbulo, lo acabado, puede sorprender que haya hecho del barullo de las obras su principal argumento artístico. Ha fotografiado la construcción de la T-4 de Barajas, nuevos túneles del Metro de Madrid, las ampliaciones del Prado, el Reina Sofía y el puerto de Barcelona, el Centro de Arte Contemporáneo de Caja Burgos (CAB), la reforma del Rijksmuseum de Amsterdam... "Busco el punto intermedio entre el progreso y la armonía".

Pero hay algo más filosófico cuando añade: "Es que lo acabado está inacabado. Siempre hay algo por hacer. Nunca hay nada terminado. Es la tensión vital. Todo está en constante transformación". Es esa intención de atrapar lo que evoluciona sin cesar, de fijar lo que está en perpetua transformación lo que le persigue... Retener el tiempo, un imposible que ha obsesionado a Monet, a Antonio López; volver una y otra vez sobre el mismo asunto para hallarlo siempre distinto... Y quizá Ballester, apresado en su perfeccionismo por esa sensación de que nada está concluido, ha decidido huir de la gente -lo que más cambia- y plasmar enormes espacios vacíos. Y directamente comprometerse con la evidencia de lo no resuelto, lo que está explícitamente en construcción, lo que está haciéndose y así se proclama a los cuatro vientos, para que no haya ninguna duda. Y qué mejor ejemplo que China, donde todo evoluciona a la velocidad de la revolución. Lo acabado inacabado. Heráclito en Parménides: el fundamento de todo está en el cambio permanente, todo deviene, fluye y se transforma en un proceso de nacimiento y destrucción al que nada escapa.

Y lo inacabado acabado. Porque las obras de obras de Ballester transmiten una atmósfera zen. "Fijación metafísica de la luz", ha dicho de él el crítico de arte Francisco Calvo Serraller. Sus inmensos espacios de soledad, sus muros de hormigón, sus enormes boquetes, sus grúas, pilares y encofrados producen una extraña sensación de permanencia, como si todo fueran cimientos. Y de trascendencia, por las bocanadas de luminosidad o los contrastes tenebristas de sus trabajos menos pop, menos comerciales. Transmiten una profunda sensación de creación. De creación deificada más que de trajín de obras humanas. Seguramente sea su mayor logro frente a otras muchas fotografías urbanas y arquitectónicas tan de moda. La quietud, la rotundidad de lo inacabado. Parménides en Heráclito: la condición de ser como algo permanente. El ser es inmóvil, entero e imperecedero.

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