Restos de una generación
De la generación X, aquel término acuñado por el escritor Douglas Coupland en 1991, poco queda aparte de una relativa sensación de fracaso. Ya sabemos cómo acabó Kurt Cobain. Y de la prometedora Winona Ryder todo lo que ha trascendido últimamente es que la pillaron robando en una tienda de Beverly Hills. Evan Dando, icono, entre otros, de todo aquello, apareció puntual sobre el escenario. Frente a su frágil figura, Christina Rosenvinge, Tristán Ulloa y algo más de media entrada muy por encima de las 30 primaveras. Atraídos por la nostalgia, el magnetismo perenne de sus melodías y, por qué no, por el morbo de ver cómo ha sobrevivido a la politoxicomanía aquel rubio ideal.
Con una desconocida banda al servicio de sí mismo, lo que siempre fueron The Lemonheads, Dando descorchó la velada recordando lo mucho que le gusta el country de Gram Parsons. Pero ni un triste buenas noches. Cuerpo hierático, vestido de negro, cubierto por un gorro de lana del mismo color y ojos perdidos que sólo enfocaban al techo. Y así, con cierta falta de nervio (o de emoción), le sucedieron temas del más que digno álbum publicado el pasado año alternados con Confetti, Hospital, Big Gay Heart y otros de sus memorables éxitos.
The Lemonheads
Evan Dando (voz y guitarra), Vess Rutenburgh (bajo), Devon Ashley (batería). Joy Eslava. Madrid, 23 de mayo.
Algo de esa condescendencia o, simplemente, de ese "no estar", se trasladó a un público que horas antes soñaba con desmelenarse un poco y que no empezó a hacerlo hasta que en la parte final Evan Dando se quedó solo con su acústica. Ahí nació la esperanza, la de pensar que su actitud sólo era culpa de la edad. Sonó Into your arms, momento cumbre de la noche, y los recién salidos del trabajo que aún iban en corbata, también se animaron a corear. Bonito mientras duró. Una escasa hora después, bises incluidos, el de Boston desapareció del escenario supurando el mismo entusiasmo con el que apareció. Sin un triste adiós. Lo tuvo todo, pero como tantos otros personajes agrupados bajo la palabreja de Douglas Coupland, ha acabado en nada. O casi nada.
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