Reclamar la libertad
Agradezco muy de veras que hayan pensado en mí para intervenir en este acto de entrega de los premios Ortega y Gasset de periodismo. Lo que pasa es que no sé los motivos que justifican esa invitación. Me siento, en cualquier caso, muy honrado de participar en una celebración tan grata y de poder felicitar efusivamente a los periodistas premiados en esta convocatoria. He pensado que nada más oportuno, en razón del sentido de estos premios, de su alcance en el terreno del periodismo impreso o gráfico, que evocar ese venerable concepto de la libertad aplicado a una profesión como la periodística, tan inveteradamente asociada a la información, la investigación y la opinión veraces y justicieras. Algo que quizá tenga un correlato significativo: afanarse en la defensa de las verdades viene a ser lo mismo que enfrentarse a las mentiras. Como escritor que soy también comparto esa defensa y esa aspiración última a que el trabajo se corresponda con un invulnerable uso de la libertad.
Afanarse en la defensa de las verdades viene a ser lo mismo que enfrentarse a las mentiras
La democracia será tanto más efectiva cuanto más propicie el libre ascenso de los ciudadanos
Hay palabras en las que persevera un eco ceremonioso y emocionante. La palabra libertad es una de ellas, tal vez la más intensamente respetada y la más laboriosamente defendida. Esa ineludible asignatura de la libertad fue desde siempre la que mayor número de luchas, fervores y asechanzas suscitó. Permítanme un fugaz recordatorio (la gente de mi edad ya es muy propensa a los recordatorios). Cuando los secuaces de la dictadura pretendían imponer la cautividad del pensamiento, apelar a la libertad se parecía mucho a hacer pública manifestación de desafecto. Era como si ese simple enunciado llevara implícito el germen de la disidencia o como si se tratara sin más de un grito subversivo. Y algo de eso había, claro. Los muy jóvenes apenas entienden ya esas incidencias de nuestra particular historia de hace cuarenta, cincuenta años. Y resulta difícil, a estas alturas de la pérdida de la inocencia, persuadir a quienes no lo vivieron de los muchos acosos y persecuciones a la libertad que supuso aquel infortunio histórico de la dictadura.
Se ha parafraseado mucho en este sentido un episodio que tal vez sea algo pueril, pero que tampoco deja de tener su valor como síntoma. En los recitales -musicales o poéticos- que, después de sortear las vigilancias censorias, se organizaban en nuestra universidad en los años 50 y 60, la sola alusión a la libertad propiciaba una respuesta clamorosa. El auditorio estaba, qué duda cabe, muy predispuesto a aceptar esa suerte de tácita invitación a la protesta, de reclamo operativo frente a tantas tropelías políticas perpetradas de continuo. La vehemencia estudiantil representaba de ese modo una de las muy escasas oportunidades de promover cierta forma de solidaridad. Era un espectáculo edificante y con sus ribetes efectistas, qué remedio. En cualquier caso, se trataba de una especie de ritual esforzado, casi clandestino, a propósito de la libre circulación de las ideas.
Luchar por la libertad ha tenido siempre mucho de lema heroico, aparte de ser el nutriente de un modelo de vida, de una expresa conducta civil y, por supuesto, de un ejemplar fundamento mediático. Quizá todo eso tenga algo de alegoría, pero también tiene mucho de veredicto. Hay como una elocuente tradición a este respecto, una larga historia de hazañas en defensa de la libertad y de virulentas contraofensivas por parte de los adversarios de la libertad. Me gusta evocar que el romanticismo fue en este sentido un notorio foco de exaltaciones o, dicho de otro modo, el punto de partida de una larga serie de indicios de triunfos y evidencias de derrotas. Porque entre nosotros, cada avance parecía llevar implícito el germen del retroceso. Tampoco es una historia tan distante: el edificio monolítico del Antiguo Régimen no admitía el contrapeso de una sociedad moderna. Y eso casi puede trasvasarse, con otros nombres pero con las mismas trazas, a no pocas coyunturas políticas de hoy mismo.
Cuando todavía no se había desvirtuado el sentido del término liberal, quienes luchaban contra los desmanes del absolutismo y las trampas inmovilistas sabían muy bien que la libertad ocupaba el centro mismo de sus reivindicaciones. Todas las libertades confluían en una sola: salvaguardar la dignidad de la persona frente a las servidumbres y cautiverios decretados por los retrógrados de turno. Ahí se fragua un comportamiento que ya iba a servir de guía en no escasas movilizaciones liberales, esto es, en todas aquellas proclamas de libertad esgrimidas contra los que pretendían cercenarla.
Recuérdese que todos aquellos que han programado -desde los tiempos de los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura dictatorial- el mantenimiento de sus poderes y privilegios han suprimido tajantemente el concepto de libertad, coartando la comunicación de las ideas y vetando toda apelación al pensamiento crítico. Los enemigos históricos de los derechos del hombre han recurrido siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros, dos crímenes idénticos: el de la asfixia de la libertad de la cultura. En las imágenes futuristas de un mundo despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo más que un mandamiento atroz: es una nueva metáfora de la esclavitud. Algo por el estilo podría argumentarse con respecto a la censura, tan presente en la vida histórica del periodismo y la literatura. La consabida iniquidad de vetar lo que se escribe equivale a amordazar también a quien lee. Prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se deduce que toda democracia será tanto más efectiva cuanto más propicie el libre ascenso cultural de los ciudadanos. Ya se sabe que, de una u otra forma, la cultura nunca dejará de ser un inmejorable vehículo para la tramitación de la libertad. Y eso lo saben muy bien los que ejercen el oficio de escritor o de periodista.
Decía Azaña que "la libertad no hace felices a los hombres; los hace sencillamente hombres". De ahí, de ese ponderado juicio, pueden derivarse no pocas lecciones provechosas. Por lo pronto, la que se relaciona con esa directa concepción del hombre libre: la soberana convicción de que se es más plenamente humano si se dispone plenamente de la libertad. Pero ¿cómo, cuándo puede sentirse un periodista, un escritor, decididamente libre? Por supuesto que la felicidad no depende del hecho de disfrutar de libertad, pero la privación de libertad sí remite a la desdicha. Dice una máxima latina que la libertad es una facultad que acrecienta la eficacia de todas las demás facultades. Todo el que se considera verdaderamente libre sabe también que nunca podrá dejar de serlo, que sus facultades -aunque sólo sea en un plano teórico- son más poderosas que las de sus adversarios: se ha convertido en alguien capaz de desarrollar sin trabas su propio pensamiento. Y al pensamiento no se lo puede doblegar.
La Constitución de 1978 se refiere en el primer párrafo del artículo 1º de su título preliminar a la libertad, destacando así de modo eminente uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico del Estado. También la Constitución promulgada en Cádiz en 1812 -que definía en cierto modo la línea programática del liberalismo- incluía justamente entre los objetivos del Estado de Derecho el de defender las libertades individuales y atajar toda vulneración de esas libertades. Pero nada de eso prevaleció a la larga. En la implacable alternancia de progreso y retroceso que caracteriza nuestros dos últimos siglos de historia política, cuántas persecuciones, afrentas, cárceles, acarreó la reclamación pública o privada de la libertad. Esa simple demanda equivalía para muchos a una subversión que atentaba contra las santas tradiciones de la patria.
Tras la muerte del dictador y el arduo, entrecortado advenimiento de la democracia, las libertades se empezaron a estabilizar como el más idóneo dique de contención contra los resabios franquistas. Alcanzar a duras penas el rango de hombre libre fue como conseguir el reconocimiento general de los derechos humanos, cuya observancia había sido tan falazmente quebrantada. Pero esa conquista exigía -exige- una custodia perseverante. El riesgo de atentados subrepticios contra esos derechos -esas libertades- es más que proverbial en cualquier rincón del mundo. Últimamente, por no ir más lejos, con ocasión de la inicua guerra de Irak, hemos podido colegir cómo la estrategia de las mentiras o el incremento presunto de la seguridad trajo consigo la merma de ciertas libertades. Nunca se puede abandonar la vigilancia en este sentido, sobre todo a partir de tan palmarios menoscabos de los derechos fundamentales. Cualquier injuriosa pérdida de la libertad individual afecta a la pérdida colectiva de la libertad. Eso lo saben muy bien muchos periodistas cuyos hechos continúan asociados al rango de ejemplares.
Y ya termino. Desde la regeneración cultural promovida por los ilustrados se ha venido repitiendo de muchas maneras que la voz de quien se comunica con los demás por medio de la escritura (ya sea en libros o periódicos) alcanza un eco que lo sobrepasa, lo trasciende, con independencia de sus otros valores puramente formales. Lo que dice quien escribe es escuchado, pero lo que calla también es tenido en cuenta. Poner libremente el dedo en la llaga supone a veces una dignificación moral, y guardar silencio una perfidia. Usaré como epílogo una cita de quien tan adecuadamente ha prestado su nombre a estos premios. Decía Ortega: "Siempre que enseñes, enseña también a dudar de lo que enseñas". Todo un paradigma educativo: reclamar nuestra libertad de pensamiento equivale a propiciar la libertad de pensamiento de los demás. Los que reciben hoy estos premios han dado muestras sobradas de haberlo entendido así.
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