_
_
_
_
Reportaje:El drama de la inmigración

Los miserables de Calais

Más de un centenar de 'sin papeles' trata cada noche de cruzar el canal de la Mancha

Ana Carbajosa

Empieza a caer la noche en la jungla de los pobres de Calais. Los pequeños de tez oscura llegan en tropel, sudorosos y magullados. Esta tarde han logrado escapar de la policía, esta noche ya veremos. Descansarán un par de horas en su escondrijo del bosque, y cuando no quede un solo rayo de sol, cuando ya no se vea nada, empezarán de nuevo las carreras entre los matorrales hasta llegar al puerto, donde intentarán colgarse de los bajos de los cientos de camiones que cruzan cada noche el canal de la Mancha.

Los aspirantes a refugiados se quejan de la brutalidad de la policía de Calais
Más información
Holanda legaliza a 26.000 inmigrantes que llegaron al país antes de 2001
Londres y París miran para otro lado

Hoy, Amid, un iraní de 14 años, lo volverá a intentar, como cada noche durante los últimos tres meses. Porque sabe que tarde o temprano habrá suerte y llegará una noche en que logre burlar el hocico de los dóberman que la policía francesa saca al monte para dar caza a los clandestinos. Lo sabe porque muchos de sus compañeros lo han conseguido, y porque en el coladero humano de Calais, todos acaban por pasar, es sólo cuestión de tiempo. "Pero esto es muy duro, la policía en Francia es muy bestia y mantenerse agarrado al camión es muy peligroso".

La mayoría de sus compañeros, cerca de una veintena, tampoco han cumplido los 18. Recostados entre la maleza y cosidos a arañazos, recuperan el aliento. Se dan el parte del día: quién ha caído en manos de la policía, qué ha sido del afgano al que ayer se le rompió la muñeca durante la huida... "¿Sabe si Sarkozy nos va a echar a todos cuando gane las elecciones?", pregunta uno. La mayoría son iraníes o afganos, pero hasta hace bien poco no se conocían, y tal vez mañana no se vuelvan a ver. Aun así, es mucho lo que les une. Casi todos han escapado de la guerra. Todos han recorrido media Europa, a pie, en barco, en autobús o en tren hasta llegar a Calais. Y todos saben que no pueden fallar, que sus familias han invertido cerca de 7.000 euros en pagar a las mafias que les suministran billetes de avión y pasaportes falsos y que su misión es alcanzar El Dorado británico y conseguir un empleo.

Amid viste pantalón de camuflaje y un pañuelo palestino al cuello. Hace meses que salió de Teherán rumbo a Londres, donde vive su hermano, el ingeniero. Tiene otros cuatro hermanos que viven en Irán y una madre que no tiene trabajo. Su padre murió combatiendo en las filas de la Alianza del Norte en Afganistán. Ha pasado por Turquía, Grecia e Italia antes de llegar a Francia, donde le detuvieron y una familia francesa le acogió. "El padre de la familia era policía, eran muy estrictos y me trataban como a un niño pequeño", dice Amid, un niño al que la vida le ha convertido en hombre a los 14 años. Desde que escapó de la casa de acogida juega cada noche al gato y al ratón con la policía en el denso sotobosque plagado de espinas que separa el puerto de su escondite.

Apenas un kilómetro más allá, está la jungla de los mayores. Allí se dejan caer al alba más de un centenar de afganos, iraníes, sudaneses, eritreos, somalíes y cada vez más iraquíes, después de probar suerte en los camiones. Allí duermen a la intemperie, cerca del mar. Hace frío y los africanos en septiembre ya preguntan cuándo acabará el invierno. El bosque está salpicado de cabañas fabricadas con ramas y plásticos, cubiertas de kilos de basura y ropas viejas. De algunas, sólo quedan las cenizas. La policía se adentra con frecuencia en el bosque para prender fuego a cualquier rastro humano. Cuando llegan los agentes se desata la marabunta, todos echan a correr y algunos trepan a los árboles de este bosque de miseria.

Los aspirantes a refugiados se quejan de la brutalidad de la policía, algo que confirman en el Ayuntamiento de Calais. "Es verdad que ha habido detenciones en las que se ha abusado de la fuerza en la jungla. También es verdad que se utilizan gases lacrimógenos. Nosotros mismos hemos pedido a la policía de Calais moderación y parece que la situación ha mejorado", explica Bernard Barron, portavoz del Ayuntamiento de Calais, una ciudad industrial venida a menos en la que viven 100.000 personas. En la sede de la Delegación de Interior del Gobierno, donde se encuentran los responsables policiales no quieren hablar, porque "la inmigración es una cuestión de Estado y no nos pronunciaremos hasta que termine el periodo de reserva que imponen las elecciones".

El alcalde, Jackye Hénin, eurodiputado comunista, lleva años llamando a las puertas de Europa sin éxito, para pedir que alguien se haga cargo de la situación de los olvidados de Calais, de los cientos de almas que deambulan como fantasmas por los polígonos y bosques de las afueras de la ciudad sin más asistencia que los bocadillos de las asociaciones locales. "Esto no tiene sentido. Se deja llegar a los jóvenes hasta Calais y una vez aquí se cierra el grifo. Decenas de kilómetros de costa están sembradas de asentamientos de ilegales", dice Barron. El alcalde ha pedido socorro a Sarkozy para aliviar una situación humanitaria insostenible, pero nadie se acuerda de ellos. "Los políticos nos han abandonado. A Ségolène Royal tampoco le hemos visto el pelo", se queja el portavoz.

Ante la falta de dinero público, algunas asociaciones de Calais alimentan desde hace cinco años -desde que se cerró el centro de Sangatte que ofrecía cama y comida a los que llegaban- a los extranjeros en un aparcamiento junto a uno de los muelles de la ciudad. Han suscrito un acuerdo tácito con la policía, que se compromete a no perpetrar detenciones durante el reparto. A las once de la mañana, un centenar de personas se arremolina en torno a los termos de café y los bollos duros que los panaderos de la ciudad no pudieron vender el día anterior.

Una mujer rubia y oronda, de la asociación Salam es la que reparte. Se llama Sylvie Copyans, pero todos las llaman "mami". "Siempre es lo mismo. La policía les detiene cuando salen de aquí corriendo hacia la jungla. Les llevan a comisaría y luego a un centro donde pasan 48 horas. A la mayoría los sueltan porque no tienen pasaporte o porque vienen de países a donde no les pueden devolver y vuelta a la casilla de salida". Sylvie cuenta que cada vez hay más menores como Amid, que si anoche la suerte estuvo de su lado, las suelas gastadas de sus deportivas estarán ahora mismo pisando suelo británico. En Londres, quiere ir a la universidad.

Demandantes de asilo descansan en Calais, a la espera de subir a un camión que les ayude a cruzar el canal de la Mancha.
Demandantes de asilo descansan en Calais, a la espera de subir a un camión que les ayude a cruzar el canal de la Mancha.A. C.
EL PAÍS

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Ana Carbajosa
Periodista especializada en información internacional, fue corresponsal en Berlín, Jerusalén y Bruselas. Es autora de varios libros, el último sobre el Reino Unido post Brexit, ‘Una isla a la deriva’ (2023). Ahora dirige la sección de desarrollo de EL PAÍS, Planeta Futuro.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_