La chispa de la vida
En una carta al director publicada por este periódico, dos admiradores de Julio Cortázar lamentan que un anuncio televisivo se haya apropiado de la voz y las palabras del escritor para hacer propaganda de una marca de automóviles, hecho que consideran "una enorme incongruencia cultural". Como cualquier persona decente, yo también quiero a Cortázar, pero no acabo de ver el problema, siempre y cuando se respeten los derechos de autor. Es más: no me extrañaría que fuera una buena idea. Es más: no me extrañaría que a Cortázar le pareciese una buena idea.
Me explico. Los anuncios son un género televisivo como cualquier otro: los hay buenos, malos y regulares, igual que los telediarios, las series o los escritores. Algunos de nuestros cineastas más reconocidos, por no hablar de actores y deportistas, filman anuncios televisivos, y nadie considera que hacerlo constituya una indignidad; no entiendo por qué tiene que serlo en el caso de los escritores. De hecho, lo raro no es que un anuncio use las palabras de un escritor, sino que no haya muchos más escritores escribiendo anuncios, puesto que las reglas formales de la publicidad y de la literatura no difieren en lo esencial: al fin y al cabo, la publicidad es también un género literario (o casi). Imagino que habrá quien objete que la literatura tiene la obligación de decir la verdad, mientras que la publicidad tiene la obligación de mentir, y que por tanto usar la literatura como reclamo publicitario equivale a prostituirla; el argumento no es del todo falso, pero tampoco del todo cierto: ni la literatura dice siempre la verdad (a veces tiene objetivos más livianos, pero no por ello ilegítimos, o no del todo), ni la publicidad miente siempre: en realidad, nunca he visto un anuncio de Coca-Cola que mienta tanto como algunos editores que publican una obra maestra a la semana o algunos escritores que se sacan a diario en procesión como ejemplo de genios insobornables. Además, ¿acaso no tienen también los cineastas y los actores y los deportistas la obligación de decir la verdad? Es cierto que a estas alturas la literatura propagandística despide un inconfundible tufo pestilencial, pero eso quizá no sea sino un prejuicio de nuestro tiempo: algunas obras capitales de la Edad Media no eran sino literatura propagandística, y a algunos genios de verdad, desde Pessoa a Borges, no se les cayeron los anillos por escribir anuncios publicitarios. Por lo demás, si la literatura es la primera en apropiarse legítimamente de la literatura, ¿por qué no va a ser legítimo que se apropie de ella la publicidad? Nuestra época padece la superstición de la originalidad, pero cualquier creador no del todo insolvente sabe que nada se crea a partir de la nada, y que la única forma de hacer algo nuevo es asimilando creativamente todo lo que ya se ha hecho: toda literatura de verdad es metaliteratura, porque toda literatura de verdad comporta un diálogo con la tradición. Ese diálogo es a veces explícito, y por eso T. S. Eliot –que empedró sus poemas de versos ajenos sin pagar derechos de autor– decía que los buenos poetas copian y los malos imitan; otras veces el diálogo es implícito: en la frase inicial del Quijote resuenan ecos de romances y de fórmulas de narraciones populares, y la frase inicial de Cien años de soledad ("Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a ver el hielo") nunca se hubiera escrito si Juan Rulfo no hubiera empezado un capítulo de Pedro Páramo con esta otra frase: "El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir". No existe literatura de verdad sin apropiación de la literatura, porque, en literatura, lo que no es tradición no es nada.
No hay, pues, ninguna incongruencia cultural: que la publicidad se apropie de la literatura es perfectamente congruente con el hecho de que la publicidad es o aspire a ser un género literario. Es más: es posible que cuanto más se apropie la publicidad de la literatura, mejor le vaya a la literatura, que de este modo bajaría de una vez por todas de su pedestal y demostraría de una vez por todas su eficacia. Es más: ni siquiera sería una mala idea que los anuncios utilizasen no sólo los textos de los escritores, sino a los propios escritores. Es probable que García Calvo no aceptase participar en la próxima campaña de la declaración de la renta, ni Sánchez Ferlosio quisiese promocionar la candidatura de Madrid a las Olimpiadas, pero no veo por qué Marsé no podría anunciar una marca de whisky, ni Mendoza una marca de coches, ni Marías una marca de cigarrillos, y estoy casi seguro de que Vila-Matas colaboraría gustoso con el Ministerio de Sanidad en su inminente ofensiva contra el consumo de bebidas alcohólicas. Ninguno de los cuatro mentiría, y no debe descartarse la posibilidad de que las ventas de sus libros se disparasen, con lo que aumentarían el índice de lectura y el nivel cultural del país, por no hablar de los benéficos efectos que tendría en la siempre indigente economía de los escritores y en su reputación infamante. Señores anunciantes, autoridades todas, no tengo ni idea de lo que opinaría Cortázar, pero piénsenlo bien: a lo mejor es la solución.
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