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Presiosa

Javier Marías

Pero qué presiosa es la Semana Santa en España. No la hay igual en ningún otro país del mundo. En unos, porque la población es materialista, ya no cree en ningún valor y no está dispuesta a celebrar la traición, prendimiento, vituperación, escarnio, sufrimiento, flagelación, coronamiento de espinas, humillación y crucifixión del Cristo, ni el lanzazo final que le asestó un romano sin alma al que en una película interpretó nada menos que John Wayne. En otros, porque carecen de nuestra imaginación, que nos lleva a hacer lo mismo un año tras otro, sí, pero con cada vez mayores aparato y fervor. Nos echamos a las calles y las invadimos con multitud de procesiones lentísimas, en Madrid suele haber unas quince en tan sólo cinco o seis días, casi todas por el mismísimo centro de la capital, para que los turistas se enteren y nos envidien, y cuenten en sus lugares de origen el portento que han contemplado con estupefacción. Y en Sevilla, bueno, allí se produce una especie de levitación colectiva, toda actividad mundana queda interrumpida, la ciudad entera se colapsa con el reiterado paso de la Reina Virgen y del Cristo Dios Hijo Redentor en efigie, y el que no quiera participar y venerarlos, que se largue, faltaría más, porque esto es muy nuestro y está por encima de cualquier derecho. Hay algunos que quieren transitar; otros, poder dormir. Todos egoístas. ¿Cómo se puede descansar mientras el Cachorro Divino está padeciendo? Eso es no tener corazón, ni dolor, ni piedad.

Luego hay que ver la alegría que recorre toda España, que se llena de encapuchados joviales con unos cirios presiosos, vestidos de morado rabioso o de negro purísimo, con los ojos brillándoles de devoción a través de los agujericos para mirar y no tropezarse, y muchos de ellos tocando el tambor y unas trompetas divinas, interpretando unas tonadillas contagiosas que elevan el ánimo y le quitan a uno cualquier factor de depresión. Siete días oyendo ese prodigio de música que trae ligereza y recogimiento al espíritu, uno ve la vida con positividad, porque al Hijo Redentor nos lo están martirizando y nos va a salvar para los restos. Y qué estremecimiento de purificación al ver a los penitentes descalzos que se dan de zurriagazos con unas cuerdas de primera. Y también suenan las saetas, que ya no se cantan sólo en Andalucía sino por doquier, por aquello de la globalización y de que todos tenemos derecho a todo, a chirigotas en Logroño y a sanfermines en Jaén, a sanisidros en Mallorca, a Feria de Abril en Bilbao y a fallas en Valladolid. Una mujer sale a un balcón y, en medio de la reverencia general, entona una melodía sentida que atruena el espacio, un quejido que nos rasga las vestiduras, un inspirado lamento que nos subyuga la carne, no se entiende nada de lo que dice pero eso da igual, porque es tanto el poderío que ni falta hace entender. Son presiosísimas, las saetas, que se deben de llamar así porque entran como una flecha en el corazón ya dolido de por sí.

Luego están las damas de alta alcurnia que van en cabeza de las procesiones. Todas de negro negrérrimo, como de uniforme, con sus peinetas y atavíos que les dan mucha dignidad, todas avanzan pasito a paso, ocupando la calzada de una a otra acera para que nadie cruce y los coches se aparten por una vez, así sea uno de bomberos o una ambulancia los que se empeñen en pasar: el padecimiento del Cachorro está por encima de cualquier avatar, porque en la Semana Santa no importa la salvación del cuerpo, sino la del alma, y a los cuerpos que les den. Todas esas damas son una alegría para los ojos: altas y bajas, gordas y flacas, señoras mayores de cualquier edad, severas, livianas, enjutas, carnosas, tanto da, todas con tronío y con duende, con muchísimo arte y fe y marcialidad.

Y qué decir de los alcaldes, de los curas rasos y sobre todo de los obispos, que van engalanados hasta el tupé, con sus fajas y sus bonetes escarlata o morados, que ciegan la vista por la belleza de su conjunción. Esos pobres obispos que los demás días del año no hacen sino batallar contra la tiranía del relativismo, denunciando la promiscuidad a la que nos conduce un Gobierno laicista y sucio, exigiendo que en España ya no haya divorcio, defendiendo a la familia contra el homosexualismo agresivo y contaminador, menos mal que cuentan con su emisora de radio, que todas las mañanas nos hace tiritar de furor e indignación, y con el apoyo de los preternaturales gemelos Kaczynski, esos Cosme y Damián o Justa y Rufina polacos que van a lograr que en toda Europa se sea heterosexual sin condón. Pero en la Semana Santa los obispos se enseñorean, y descansan de su desigual contienda, y, siempre contra la cultura de la muerte de nuestra sociedad, se mezclan con la gente llana para festejar la muerte de Nuestro Señor. Van en las procesiones como uno más, y así les dan rango y jerarquía y notoriedad. Hay que ver lo presiosa que es la Semana Santa en España. Hay que loarla y alabarla sin cesar, per saecula saeculorum. Y hay que ver lo presioso que es el latín en religión, no sé por qué nos los quitó aquel Papa gordo del que ya nadie se acuerda, Juan XXIII, al que no se entiende qué le dio.

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