Torres inacabadas
Como el acuarelista Charles Ryder revisita Brideshead cuando Sebastian y Julia Flyte ya no viven allí, me encuentro sin haberlo querido con el colegio San Ignacio, fábrica de ladrillo rojo, con arcos de estilo neogótico en las espaciosas y numerosas ventanas, y con sus torres, tan características: la de la esquina de la izquierda coronada por un tejado de forma cónica y ángulo muy pronunciado, de aire medieval; y la otra, en la esquina derecha, truncada o inacabada. Según un rumor o leyenda antigua muy extendida por el patio, cuando se edificó el colegio los jesuitas habrían dejado así esa torre para que el edificio siguiera siendo considerado en construcción y se beneficiara de no sé qué ayudas financieras. Quizá. No parece muy creíble. En cualquier caso, esa asimetría del contorno, como también los espacios polvorientos que se extienden entre las dos torres, corredores y oscuras dependencias y salones sellados y condenados y pasadizos secretos y buhardillas olvidadas a las que se llega por escaleras prohibidas, toda aquella zona alta y secreta del colegio interminable, donde en más de una ocasión algunos chicos con el corazón en llamas celebraron ceremonias de iniciación a los horrores de la vida parecidas a las que imaginó Musil en Las tribulaciones del estudiante Torless, siempre me ha desconcertado, chocado y "saltado a la vista", como se suele decir; en un colegio de tan ostentoso y conspicuo esplendor, donde estudió Cirlot, esa asimetría, esa incoherencia de la torre trunca. Ese inacabamiento a perpetuidad o permanencia de lo provisional, que tan bien ilustra el carácter de un colegio. Revisito Brideshead mentalmente -y vuelvo a preguntarle a mi condiscípulo Alex qué tal está, y él vuelve a señalar, ufanamente, su propia camisa, luego su pantalón y finalmente los lustrosos mocasines, mientras responde: "¿Que cómo estoy? ¿Y cómo quieres que esté? Ya lo ves: Lacoste, Levi Strauss, Sebago"- cada vez que encuentro una ausencia de torre, como por ejemplo en la espléndida catedral renacentista de Málaga, a la que le falta la torre sur por fuerza de causa mayor: el rey Carlos III requisó el dinero destinado a construirla y lo envió a los separatistas norteamericanos para frenar la expansión de Gran Bretaña por el Nuevo Continente. O eso dice la leyenda. De manera que Estados Unidos de América debe en parte su independencia a Carlos y a la catedral de "la muy noble, muy leal, siempre denodada, la primera en el peligro de la libertad, muy hospitalaria y muy benéfica Málaga". Recuerdo la entrada maravillosa a través de jardines perfumados de flor de los naranjos en ese templo proyectado por el burgalés Diego de Siloé (1495-1563), fábrica de elegantes proporciones y sucesión de altares a cual más teatral, collar de joyas preciosas del barroco andaluz cuyo broche es la capilla de la Encarnación, en piedra de agua o jaspe de Níjar.
Pero lo más deslumbrante era el discurso del guía local don Antonio, que a la erudición específica propia de su oficio sumaba una retórica pinturera, que estalla en giros coloquiales inesperados. Así, definía a Siloé como "sabio y requetesabio en trigonometría y distribución de cargas y pesos" y lamentó que no le hubiera alcanzado el tiempo a concluir la catedral, de la que sólo había podido responsabilizarse del ábside, dejando las naves, el crucero y la fachada para sus sucesores. ¿Podíamos nosotros imaginar qué asombrosa maravilla hubiera sido la catedral si Siloé hubiera podido dirigir las obras en su totalidad? "¡Hubiera sido la repanocha de la repanocha! Pero", agregó encogiéndose de hombros, "no pudo ser, y lo que el viento se llevó, y tararí que te vi, y la desgracia que tuvimos de una pérdida tan grande".
"Durante nuestra guerra incivil" las vidrieras se rompieron y el templo sufrió otros desperfectos. Hoy día el coro tiene la verja bien cerrada para que los desaprensivos no arranquen fragmentos de la sillería, cabezas o manos talladas por Pedro de Mena: "Ya se sabe: la barbarie, la incultura", explicaba Antonio, con el tono cansino de quien cuenta a su distinguida audiencia una fatalidad archisabida e irremediable. Aquí en esta capilla hubo una María egipciaca, la única ermitaña del santoral, y la efigie la representaba con los pechos al aire, y así permaneció durante siglos, "y nadie se escandalizó de una virgen con los senos al aire, hasta que llegó un tonto del haba y se armó la de Dios es Cristo".
Antes de construir esta catedral y la de Granada, contaba el guía, Siloé colaboró con Miguel Ángel para la construcción de la cúpula de San Pedro en el Vaticano. No se atrevía a afirmar que absolutamente todo el mérito de ese alarde de ingeniería fuese de Siloé, pero sí que éste era el que de verdad entendía de pesos y medidas aunque -ya sabemos todos cómo se escribe la historia- a la postre toda la fama se la llevase "el famoso Miquelángelo Buonarrrrrrrotti". Y el tono con que don Antonio lo llamó "famoso" era tan sarcástico y el énfasis en arrastrar la "r" del apellido era tan burlón y desdeñoso, que estoy seguro de que el pobre Miguel Ángel se sentó en su nube y se mesó la barba y los cabellos, abrumado.
museosecreto@hotmail.com
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