Chávez no es Fidel
¿El verborrágico presidente venezolano es ya, como pretende, el heredero de Fidel Castro en el imaginario revolucionario de una Latinoamérica que hoy vive la mayor bonanza del mercado internacional que se recuerda en el siglo? ¿Es el legatario de un antiimperialismo militante que un día tras otro ataca a los EE UU, haciéndolo fácil presa de su trágica aventura en Irak? ¿Encenderá la ilusión de los jóvenes desencantados de una democracia que no termina de ofrecer los paraísos prometidos?
Enzarzado en su fallida aventura asiática, el equipo de Washington no ha tomado el tema demasiado en serio, habida cuenta de que la exportación venezolana depende en un 90% del mercado norteamericano. Tampoco ha querido, deliberadamente, ofrecerle la oportunidad de un papel de víctima que ha sido tan ampliamente redituable para el régimen cubano. Últimamente, el propio presidente Bush ha mirado hacia Latinoamérica y su reciente viaje por cinco países parece ser el signo de una preocupación que crece. Pese al bombardeo periodístico, en todo momento ha eludido hablar de Chávez y su régimen, y a su retorno a Washington, sólo un funcionario ha considerado inamistoso el acto popular (en un estadio de fútbol de Buenos Aires) en que el presidente venezolano agravió a destajo a su colega yanqui, cuando -del otro lado del río de la Plata- visitaba Uruguay y Brasil. Dos semanas después de la visita de Bush a Brasil, el presidente Lula ha pernoctado en Camp David, donde no pisaba un latinoamericano desde los tiempos en que Salinas de Gortari firmaba su acuerdo de libre comercio y ligaba la economía mexicana a la de la potencia del Norte.
No hay que ser demasiado suspicaz para advertir que detrás de este repentino interés norteamericano está la preocupación por las andanzas de Chávez, que chequera en mano trata de comprar voluntades y ejercer su influencia en la región. Venezuela ha ido construyendo, en el ínterin, un régimen autoritario: la sola transferencia de las facultades legislativas al presidente de la República acordada por su Congreso en enero de este año definen la situación, especialmente si pensamos que en ese Parlamento no hay un legislador de la oposición, a raíz de su abstención electoral. Su abandono de la Comunidad Andina y consiguiente incorporación al Mercosur, marcó un punto de inflexión importante, que paradójicamente ha oscurecido a un Brasil cuyo peso específico en la región ha sido histórico. La visita de Lula a Washington parece marcar una reacción que ya se demoraba demasiado, pues resultaba insólito que el venezolano pudiera lucir de líder latinoamericano a mera fuerza de retórica.
Shakesperianamente hablando, ésa es la cuestión: ¿cuánto hay de real en ese presunto liderazgo? La primera respuesta es que la revolución bolivariana no es la cubana, por la sencilla razón de que no ha sido el resultado de una lucha armada contra una dictadura, sino apenas el eslogan de un régimen nacido de un golpe de Estado y luego legitimado en las urnas a fuerza de fraude y dinero. El llamado socialismo del siglo XXI por ahora no ofrece otra cosa que agresiones a la prensa, nacionalizaciones de empresas y una cansadora retórica antinorteamericana. Por otra parte, mientras el socialismo cubano, con todo su totalitarismo, fue durante treinta años la avanzada en América de un enorme poder mundial, aquel otro sólo se parece al anterior en que es caribeño.
Podremos pensar todo lo mal que se quiera de Fidel (no me encuentro por cierto entre sus partidarios), pero nadie puede negar el efluvio misterioso de una personalidad que, asociada al mito del Che Guevara, es el icono de un sueño que, aunque fallido, todavía alienta en la mente de muchos como un intento hacia lo mejor. Por más buena voluntad que se ponga, cuesta colocar a Chávez en ese santoral, cuando su revolución es sólo una gastada reedición del viejo populismo latinoamericano. Por cierto, influye en Bolivia, intenta lo propio en Nicaragua, se abraza con Ecuador, pero tiene enfrente un México fuerte, una Colombia vigorosa, un Perú aguerrido y muy lejos al Chile moderno y abierto. Brasil es notorio que sólo lo ha contemplado tratando de amansarlo, y Argentina -la siempre desconcertante Argentina- es demasiado país para que marque el paso, más allá de gestos y estampas publicitarias. Paraguay y Uruguay aceptan los regalitos mientras adolecen de un Mercosur deformado e ineficiente.
Hay una carrera armamentista en Venezuela, es verdad. Pero sus vecinos no se la toman demasiado en serio y pocos creen que la presencia militar bolivariana en Venezuela pueda ser una real amenaza para las poderosas Fuerzas Armadas Chilenas. Una molestia, sin duda, hasta una provocación inelegante, pero no mucho más.
No sostenemos que el régimen venezolano sea irrelevante. Por cierto que no. Lo que sí decimos es que Chávez no es Fidel y que su influencia no será ni parecida. No vemos a jóvenes prontos a salir a la calle a pecho descubierto como lo hacían para defender a Cuba. Lo triste es el despilfarro de una fortuna que podría hacer de Venezuela un vergel y el intento de arrastrar algunos países latinoamericanos a la reiteración de las fórmulas perimidas de un nacionalismo económico estrecho y sin futuro. Cuando China se abre al mundo y Corea se transforma en potencia, cuando el propio Chile ha mostrado ya los beneficios de una economía insertada en la globalidad, retornar al viejo camino de poner el dinero en nacionalizar empresas para que funcionen igual o peor y no invertir en las alternativas de cambio, es asunto de condolerse. Sobre todo cuando el intento, además, reniega de libertades que ya no debieran estar en cuestión.
Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.
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