Furia climática
Es la más espeluznante de las películas catastrofistas, pero muy real. El cambio climático, es decir, el calentamiento del planeta nos amenaza a todos, y eso quiere decir también España. El informe de la ONU hecho público es devastador. Un aumento previsible de las temperaturas de entre 1,5 y 2 grados causaría daños incalculables, y si llega a 3 o más la vida en el planeta ya nunca sería la misma. El gran culpable de ese calentamiento es la emisión de gases a la atmósfera, que producen desde los automotores a la calefacción casera. Urge que la sociedad diga basta.
El impacto clave afectaría a cinco áreas: agua dulce, ecosistemas, alimentación, costas y salud, y si con un calentamiento moderado las zonas templadas apenas sufrirían, el África subsahariana, los grandes deltas asiáticos y la cuenca mediterránea pagarían un altísimo precio. Entre esos efectos, que tocarían de lleno a la Península, están una menor disponibilidad de agua, la caída de hasta un 50% de la producción de energía hidráulica, la pérdida de un 15% de cosechas, aumento de incendios forestales, la desaparición de hasta un 50% de especies o la destrucción de zonas costeras con el consiguiente desplazamiento de población. Trasladado al mundo subdesarrollado, ese escenario llegaría a hacer imposible la vida humana en grandes zonas del planeta.
En 1997, 39 de los países más ricos del mundo -entre ellos España, pero no Estados Unidos- acordaron con el Protocolo de Kioto combatir el llamado efecto invernadero, limitando la emisión de gases a la atmósfera. El acuerdo entró en vigor en 2005, pero el alivio procurado es mínimo porque habría que suprimir casi del todo esa descarga masiva para que se iniciara la regeneración del hábitat. Y, peor aún, la indiferencia del presidente Bush, que aduce costos para no haber firmado aquel modesto protocolo, anula todo esfuerzo global, porque Estados Unidos produce el 50% de las emisiones mundiales de gas.
Hay un atisbo de esperanza por la reciente decisión del Supremo norteamericano, que rechaza la pretensión de Washington de que, de acuerdo con la Ley de Aire Limpio, carece de autoridad para limitar esa descarga. El Supremo no exige a Bush que actúe, pero elimina cualquier excusa para la pasividad, que se explica por el deseo de ahorrar a la industria contaminante los cuantiosos gastos que tal combate exigiría. Pero lo gravísimo es que todo el mundo desarrollado debería concertar por su propia supervivencia, y hoy en vez de mañana, un Kioto 2. La opulencia dicen que corrompe, pero no sólo a la persona. El planeta enferma porque una minoría no quiere oír la voz de alarma.
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