Por la puerta grande
Es una puerta, pero también un pasaje, un bosque fosilizado en bronce que se refleja en las copas de los árboles centenarios del Jardín Botánico de Madrid. El último trabajo ?seis elementos: dos fijos en los extremos y cuatro móviles? de Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) es la obra suya que ha despertado mayor expectación. La gigantesca escultura de 22 toneladas, 6 metros de altura y más de 50 metros cuadrados de superficie que dará entrada al nuevo Museo del Prado el próximo junio es la consagración de la artista, la pieza que ha hecho visible a una mujer que siempre huye del ruido y busca la sombra: "A mí me gusta mucho, es un sitio donde se trabaja muy bien", asegura con un toque de ironía. "En mi naturaleza no está el querer figurar".
"Fue esa idea de inventar algo de principio a fin lo que me hizo meterme en la escultura"
"Quise que el tiempo fuera otro elemento de las puertas; reflejar la espera, mirar cómo se abren"
"Mi obra exige que el espectador se mueva dentro o alrededor, se acerque y se aleje"
Exploradora de lugares imaginarios, narradora de enigmas, escultora de ciencia-ficción, Cristina Iglesias ha trazado una carrera sólida con un prestigio reconocido internacionalmente. Premio Nacional de Artes Plásticas en el año 2000, su obra está presente en colecciones y museos de medio mundo. Ha sido catedrática en la Escuela de Bellas Artes de Múnich; ha expuesto en los grandes museos, galerías y bienales, y esta temporada ha reaparecido en la escena española, tras nueve años de silencio, con varias exposiciones en Madrid y, sobre todo, con su puerta-escultura para el Museo del Prado. El éxito ha sido absoluto. "Ha habido mucha gente que me ha dicho cosas muy bonitas, que me han conmovido", comenta semanas después de su presentación a los medios.
Viéndola moverse, enérgica, por los talleres de la fundición Capa, donde hace meses daba los últimos retoques a las grandiosas planchas de bronce antes de su instalación definitiva en el Prado, ya se intuía la emoción de la artista ante una obra en la que se ha volcado con absoluta pasión. "Cuando Rafael Moneo me pidió que hiciera una puerta para el nuevo edificio del museo supe enseguida que no iba a hacer sólo eso. Me planteé si era capaz de diseñar una puerta y me acordé de todas las que se han hecho a lo largo de la historia, las de las catedrales, de los palacios, de las ciudades; pero a la vez pensé inmediatamente en mi propio trabajo, en mi manera de construir. He hecho intersticios, laberintos, referencias a la naturaleza sin fin, una proliferación de vegetaciones que podrían continuar y cubrirlo todo; ese haber sido capaz, con tres o cuatro elementos, de hacer un laberinto mínimo forma parte de mi lenguaje. Quise además que el tiempo fuera no ya una pátina, sino el elemento del movimiento, del mirar cómo se abren las puertas, reflejar la espera o las diferentes maneras de cruzarlas; todo eso me fue convenciendo, apasionando, y lo fantástico es que a Moneo le pareciera muy bien".
En el escenario doméstico, en la cocina de su casa de Torrelodones (Madrid), Cristina Iglesias es la otra cara del espejo. Vestida de negro, morena, delgada, de grandes ojos oscuros con un punto de ternura, habla de su obra sin concesiones a la banalidad, con un discurso elaborado, reflexivo, acerca de la invención y el espacio, sobre la realidad de sus esculturas. "Sueño con que sean comprensibles. Yo quiero que mis piezas funcionen en el sentido de que la gente vea un pasillo suspendido y le apetezca entrar en él, o le dé miedo atravesarlo y lo rodee, pero deseo que le afecte, que lo viva; no quiero decir que lo disfrute, porque tampoco es eso, pero creo que mis piezas tienen muchas capas que no son obvias a primera vista. Siento que he ido construyendo un lenguaje y una manera de hacer; una pieza te lleva a otra, y hay cosas que casi se complementan o incluso una puede explicar la otra, y te vas encontrando con que hay gente que conoce tu trabajo y lo entiende y hay otros que lo ven de manera más superficial. Es como comprender la música, o la poesía, o tantas otras cosas que para que te entren hace falta dedicación".
Los lugares imaginados de Cristina Iglesias admiten infinidad de metáforas para volver siempre a esa habitación de una única pared, de un solo techo donde se insinúan paisajes que nunca han existido, líquenes que dan al agua un tono verdoso, horizontes con robles, celosías que tapan las miradas. Son obras complejas, que invitan al ensueño. "Utilizo la palabra como pantalla de la visión y del entendimiento; en lugar de aplicar un diseño geométrico, es la palabra la que diseña la geometría, y a la vez cuenta una historia, construye una manera de andar y un lugar".
Cristina es la mediana de cinco hermanos, todos artistas. Un contagio colectivo. El mayor, Eduardo, es escritor (Aventuras de Manga Ranglán, Por las rutas de los viajeros); Alberto, compositor, autor de muchas de las músicas de las películas de Fernando Meirelles, Julio Medem o Pedro Almodóvar; Lourdes es guionista y escritora, y José Luis, que murió hace un tiempo, era hombre de cine. A ella le costó decidirse por el arte. Pensó estudiar arquitectura, pero como también le atraía la ciencia cursó dos años de químicas. "Tenía idealizada la idea del laboratorio como lugar de invención, pero enseguida me di cuenta de que por ahí no iba a ir. Fue esa idea de inventar algo de principio a fin lo que me hizo meterme en esto".
Recuerda que le costó encontrar un lenguaje, un lugar en el mundo. Estudió dibujo y cerámica en Barcelona, y bellas artes en la Chelsea School of Art de Londres, donde se inclinó definitivamente por la escultura. Pero le sigue interesando todo, la lectura, la poesía, también la pintura. "Mi escultura recoge preocupaciones de ella, como la capacidad de ilusionismo: ver un bajorrelieve y pensar que es mucho más profundo de lo que es en realidad". Es la arquitectura en la pintura ?"algo muy próximo a lo que yo hago"?. También escribe, dice que tímidamente, de manera fragmentada. "Son textos que describen estados de ánimo y preocupaciones dentro de mi trabajo; nunca he querido publicar porque soy muy obsesiva y repetitiva".
Reconoce influencias de muchos artistas en su obra, "pero no puedo decir un nombre en concreto". Le gusta más hablar de piezas que le han marcado, como la capilla Brancacci, de Masaccio: "Allí, en Florencia, experimenté la sensación de que unos frescos pueden tener una narrativa. Sé que eso, de alguna manera, me influyó". También de las pinturas de Uccello y de la escalera que levantó Leonardo en la Biblioteca Ambrosiana: "Es pequeña, pero parece que te lleva tres pisos más arriba. Son muchas cosas o momentos en tu vida. Como cuando vi por primera vez Étant Donnés, de Duchamp, en el Museo de Filadelfia. O cuando entras, por ejemplo, en la Tate Gallery o en el Prado y tu vista se queda fija en un cuadro. Son esos momentos los que te van formando y convenciendo de querer seguir ahí".
Casada con el escultor Juan Muñoz ?que murió joven (a los 48 años) de forma fulminante en el verano de 2001?, la ausencia es todavía dolorosa en la casa que te recibe con sus figuras de hombres, A Caballito. "Conocí a Juan cuando yo ya estaba en la escultura. Nos influimos mutuamente". Pero Cristina Iglesias rehúye hablar de él y se tensa ante las preguntas que inquieren sobre su vida. "En mis trabajos, el espectador es la figura necesaria para que la escultura exista; pero nunca he hecho figuras, aunque, sin embargo, entendía muy bien la obra de Juan y estábamos muy cerca. Teníamos una relación muy intensa, fantástica, extraordinaria". Los retratos de sus dos hijos, Lucía y Diego (de 17 y 11 años, respectivamente), aparecen en las estanterías cubiertas de libros y de instantáneas personales. La mesa de su estudio, abierta a un jardín verde sobre el que inclina sus ramas un enorme cedro, está llena de bocetos de las celosías a las que recurre a menudo en sus esculturas. También de imágenes que pinta, retoca y emborrona. "El dibujo tiene sentido porque verdaderamente corrige", afirma.
Su proceso de creación empieza así, dibujando; luego llegan las maquetas, sus pabellones de ficción: una especie de teatritos en los que prueba la luz, el espacio, las formas... "Hago un montaje arquitectónico para conseguir una imagen que después fotografío. Con las maquetas estudio la luz, la densidad de un pasillo. Me sirven para pensar, darle vueltas a ideas que luego se reflejan en la escultura o en la manera de abordar un espacio. Otras veces, de lo que se trata es de construir una secuencia de diferentes lugares. Son como decorados con elementos que voy componiendo, ilumino, pinto?, y luego destruyo". Son obras efímeras. Aunque otras veces construye maquetas perfectamente elaboradas, como las que ha expuesto recientemente en la galería Elba Benítez, de Madrid, que muestran con todo lujo de detalles la realidad de sus trabajos escultóricos.
Las serigrafías, otro de sus procesos de trabajo, dice que le ayudan a pensar. Trabaja en ellas de forma permanente y son otro de los "espacios de la imaginación" de la artista. Juegan a la ambigüedad, al ilusionismo de contemplar un lugar real; impresas en papel, seda o cobre ?"un material con luz propia que absorbe la luz de forma increíble y tiene una sensualidad que me gusta"?. Mientras trabaja suele escuchar música: "Clásica, contemporánea, o salsa si necesito ponerme marchosa. Y a veces escucho también la música de mi hermano".
En ese arte de la invención, las celosías, o los corredores suspendidos, juegan a los jeroglíficos. Cristina Iglesias encaja en ellos letras, textos propios y ajenos. "Hay una narrativa real que tiene que ver también idealmente con el acto de caminar, aunque soy consciente de que nadie lo va a hacer. Es parte de la pieza que tiene que ver con la arquitectura, con la cultura, por ejemplo, en los pasillos colgantes que acabo de exponer en Madrid [dos de los tres corredores que Iglesias creó para una de las salas del Museo Ludwig de Colonia]. Son fragmentos que describen un lugar que he imaginado a través de textos que he ido escogiendo, excepto alguno que he escrito yo, muy descriptivos de lugares irreales. He utilizado, por ejemplo, textos de Impressions d'Afrique, de Raymond Roussel, o de Crystal word, de J. G. Ballard, uno de los padres de la ciencia-ficción, que habla de un bosque de cristal y de cómo unos científicos lo atraviesan".
El esparto, entretejido de metal, de las celosías que recuerdan a los mercados árabes, barro, cemento, hierro y agua son algunos de los materiales que Cristina Iglesias utiliza habitualmente. Su escultura La fuente profunda, a los pies de la escalera del Museo de Bellas Artes de Amberes, es un gran estanque con un mecanismo que hace que el agua brote e inunde la vegetación esculpida en bronce. "Vuelvo mucho a las texturas que me funcionan. Todavía estoy interesada en trabajar con agua en otra obra que estoy haciendo ahora con unos ingleses".
Aunque ha vivido mucho tiempo en Londres, lleva tiempo afincada en la sierra madrileña, en Torrelodones: un mirador a la vegetación del monte del Pardo y a la cercanía de un Madrid crecido en altura. Allí, en las distintas mesas que tiene repartidas por la casa, crea, inventa y, con sus ayudantes Julián López y Rubén Polanco, trabaja las piezas en el cercano estudio de Villalba, como el gran Pasaje suspendido que hizo para el Centro de Convenciones de Barcelona en 2004. "Casi todo lo produzco aquí. Para la Bienal de Santa Fe [California] del verano pasado hice una escultura enorme en barro, con muchos elementos que ensamblábamos y se trasladaron luego en barco".
Chillida decía que las esculturas han de tocarse para poder sentirlas. A Cristina Iglesias le gusta que el espectador entre en ellas y descubra sus obsesiones. Es la única puerta que abre a su intimidad artística. "Mi obra exige que quien la contempla se mueva dentro o alrededor, se acerque o se aleje. Al principio hice muchas esculturas que dejaban sólo entrever lo que hay al otro lado. Ahora hago piezas más abiertas, pero manejo todos los ilusionismos que puedo para que el espectador sienta más de lo que está viendo, o que eso le transporte a algún lugar. Soy consciente de emplear mecanismos considerados teatrales y otros utilizados también en la pintura".
Dicen que un artista cuenta siempre lo mismo de múltiples formas. En su caso son referencias a ciertas ideas poéticas y filosóficas, al tiempo y al espacio. "Son obsesiones expresadas de diferentes maneras. Hay quienes se han pasado toda su vida repitiendo una naturaleza muerta. En mi caso, la memoria, lo que ya he hecho, aparece y desaparece; pero siento que se le van añadiendo diferentes visiones, turbaciones o incluso diálogos con otros artistas, aunque siempre, por mucho que intentes cambiar, la misma mirada termina impregnándolo todo".
Acaba de terminar su primera obra pública en España, las puertas del Museo del Prado, y ya tiene la cabeza llena de nuevos proyectos. "Nunca estoy satisfecha al acabar una obra; me siento excitada, contenta, pero no tengo ese sentimiento de satisfacción porque de inmediato me vienen a la cabeza otras ideas. Unas veces estás ya en la siguiente escultura porque quieres corregir cosas de la anterior, y otras porque te ha abierto diferentes puertas. Ahora estoy en el punto de avanzar. Tengo proyectos muy interesantes".
En esa rueda de continuidad, de una cosa que lleva a otra y otra, con el aliciente de conseguir algo insólito, se ha embarcado en nuevos trabajos que le ponen chispas de ilusión en el rostro. "Ahora estoy trabajando en algo que tiene que ver con la reconstrucción de una torre; su interior será una fuente, y la parte superior, un mirador de pájaros, porque está situada en un lugar por donde pasan muchas aves". A la vez idea otra escultura para instalar en el fondo del Mar de Cortés, en México. "Es una zona con unos fondos marinos riquísimos, y este proyecto es para promover que se formen arrecifes coralinos". Habla con entusiasmo de cómo ideará una maqueta en una gran balsa para estudiar el mimetismo de los peces, la vida de las plantas? "Voy a hacer también algo en la casa de Federico García Lorca, en la Huerta de San Vicente, en una exposición con artistas internacionales cuyo comisario es Hans Ulrich Obrist". Y de aquí al verano creará otra pieza para exhibirla en un finca de viñedos en la Toscana. "Tengo suerte por poder trabajar en tantos proyectos a la vez, me gusta simultanearlos".
La luz y el espacio fijan las condiciones en las esculturas de Iglesias. "Mi obra es bastante viva, y según donde esté situada, según como te acerques a ella, cambia; por eso me interesa muchísimo hacer una pieza que no haya manera de colocarla más que de la forma en que yo la he concebido. A veces, eso llega a ser obsesivo". Sus esculturas echan raíces. Algunas son imposibles de sacarlas del lugar para el que fueron creadas. "He defendido siempre que mis trabajos son sensibles al espacio que ocupan; las ideo con esas condiciones, y me interesa la manera de situarlas o de acercarse a ellas. Pero algunas piden vivir en otros espacios también. Un ejemplo son los corredores suspendidos". En los años noventa, Iglesias participó en una exposición internacional en Noruega. Su propuesta fue crear unos enormes bloques de hierro, cemento y aluminio clavados en los acantilados de las islas Lofoten, con vistas al océano y al verde de las praderas. "Allí fue la primera vez en que quise hacer una obra que diera esa sensación de precipicio. Bajas por una ladera y te metes en una habitación, con un bajorrelieve de hojas de laurel, y ves el mar desde ella".
Sus pasos futuros se dirigen ya a las profundidades submarinas, a esa escultura marina con la que sueña. Un barco varado en un mar lejano que hará brotar la vida de las especies perdidas. Una metáfora perfecta para sus cuevas-laberintos y los viajes a lugares imaginarios.
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