Una Europa mundo
La Comunidad Europea hizo impensables las guerras fratricidas europeas, y gracias a su progresiva expansión extendió el espacio democrático casi hasta la propia dimensión del continente: el gran objetivo de la Unión, hoy, debe ser el de la Europa mundo. Para cumplirlo, tiene que vencer una nueva xenofobia: la del nacionalismo identitario.
Muchos europeos se preguntan cuál es hoy -cuál debe ser- el nuevo gran designio de la construcción europea. Para sus fundadores, con la memoria viva de las terribles guerras fratricidas, la paz perpetua entre los Estados europeos era la razón de ser primordial de la Comunidad. El nacionalismo, el gran enemigo de las sociedades abiertas, quedó deslegitimado por las decenas de millones de muertos en las dos guerras mundiales, en tanto que europeas, en el horror de la barbarie del nacionalismo extremista y del holocausto. Los que vinieron después, casi intuitivamente y a veces sin gran entusiasmo, hicieron de la democratización del continente, por los caminos de la inclusión y del ensanchamiento, un proyecto sin paralelo en la historia.
La nueva etapa de la construcción europea pasa por la necesidad de profundizar en la diversidad
Ambas vías demostraron tener éxito en sus objetivos, más allá de cualquier quimera visionaria. La guerra entre los enemigos de ayer se volvió impensable. Hoy, la Unión está a punto de coincidir con el continente europeo y se celebran elecciones libres desde Portugal hasta las fronteras de Rusia. Más de 600 millones de europeos viven en democracia.
Cuando la Unión cumple cincuenta años y los mercados experimentan un proceso de mundia-lización, es bueno recordar que el doux commerce nunca fue una finalidad, ni mucho menos una ideología, sino un mero instrumento. Para la Unión Europea, más que para cualquier Estado, lo interior coincide con lo exterior. Su poder de atracción se deriva principalmente de haber construido para los europeos un espacio supranacional de unidad en la diversidad. Es ese modelo europeo de asociación de Estados, una construcción asentada en los valores fundamentales y en la solidaridad, lo que el mundo admira.
La nueva etapa de la construcción europea pasa precisamente por la necesidad de profundizar en la diversidad, haciendo de todos los que aquí viven ciudadanos de pleno derecho, independientemente de sus creencias religiosas, culturas o tradiciones. Sólo siendo mundo podrá la Unión seguir siendo Europa. La Constitución fue un paso importante para mantener desterradas las definiciones culturales y religiosas de la identidad europea, que algunos, en vista del impasse actual, intentan imponer de nuevo. Acoger a Turquía cuando allí se consolide la democracia es un test decisivo que significará una auténtica prueba, ante los ojos de los países de mayoría musulmana, de que la Unión no es un club de civilizaciones sino que es de facto mundo. Para concretar tal designio, con todo, hay que vencer el nacionalismo identitario que corrompe las democracias europeas.
Hoy, el nacionalismo identitario y la intolerancia asumen formas insidiosas. Atributos ayer de la extrema derecha tradicional, están corrompiendo hoy a algunos partidos democráticos.
Europa ha vivido, en los últimos años, una fase de acentuada transformación: las grandes ciudades se han vuelto mucho más cosmopolitas, y el Islam es una gran religión europea, que tiene en la Unión muchos millones de practicantes. Esa fuerte diversidad supone una enorme riqueza, que contribuye a que se produzca una identificación con la Unión en muchos lugares del mundo. Frente a este cambio inexorable, ha surgido la oposición de algunos sectores de la sociedad europea, principalmente en momentos de crisis social, políticamente explotados por corrientes populistas. Los inmigrantes se ven señalados como una amenaza para la identidad nacional y el rechazo hacia el otro se trivializa.
El culturalismo, al identificar la democracia con una determinada religión y una cultura, en la que procura situar razonadamente su origen, y al negar su compatibilidad con otras, principalmente el Islam, se erige como paradigma para explicar divergencias y conflictos; y precisamente quienes niegan su fundamento a la tesis tan en boga del "choque de civilizaciones", ven en ello la explicación plausible de la fractura social que se manifiesta en tantas ciudades europeas.
En la era de la globalización, al combate contra la "nueva" xenofobia no puede dejar de dársele la más alta prioridad. En primer lugar, hay que dejar definitivamente de ver en la inmigración un problema -¡y mucho menos un riesgo para la seguridad!-, y hacer de los inmigrantes ciudadanos, y de sus descendientes, actores plenos de la construcción de la acción internacional de la Unión. Hay que aplicar el concepto de hospitalidad tal y como lo definió Jacques Derrida, que considera que cada persona forma parte de la misma casa humana y debe ser respetada como tal, y reconoce después al Otro, no como diferente, sino como intrínsecamente igual.
A sus cincuenta años, contemplando su propio futuro, la Unión no tiene apenas que reafirmar los valores fundamentales que la cimientan, sino darles sobre todo una traducción práctica con la aprobación de una carta europea contra la xenofobia y el racismo, capaz de sancionar a los prevaricadores. Además, la Unión tiene que promover en su actuación internacional exactamente los mismos valores que defiende y aplica en su ordenamiento interno. Es la propuesta de una actuación internacional regida por los valores y no por una política de gran potencia lo que hace de la Unión un "bien público internacional", en feliz expresión de Celso Lafer. Pero para eso la Unión tiene que intervenir decisivamente en los grandes problemas mundiales -desde la guerra y la opresión hasta la pobreza o el cambio climático-. Tiene que ser una activa promotora de un civismo planetario, de esa propuesta de "sociedad mundo" de la que habla Edgar Morin.
Esta orientación debe materializarse antes que nada en su relación con sus vecinos, los del Mediterráneo y los del Este, a quienes la Unión debe extender la lógica de inclusión, poniendo el énfasis, como hizo en fases anteriores, en los objetivos de la democracia y de la cohesión social, empleando el libre mercado como un instrumento y nunca como un fin. Debe significar, también, una intervención decisiva para acabar con el genocidio de Darfur, para derrotar allí la manifestación más extrema del nacionalismo identitario que, después de las tragedias de Bosnia y de Ruanda, la comunidad internacional afirmó que "nunca más" volvería a tolerar.
En definitiva, mirando hacia el futuro, y en estos tiempos de conmemoración, la Unión debe hacer de la Europa mundo su nuevo gran proyecto, que tiene en el combate contra la intolerancia y contra el racismo, en la adhesión de Turquía y en la inclusión de los países vecinos sus próximas grandes etapas.
Álvaro Vasconcelos es director del Instituto de Estudios Estratégicos e Internacionales de Portugal. Traducción de Carlos Gumpert.
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