Personaje en busca de autor
Cincuenta años después de la firma del Tratado de Roma, Europa se busca a sí misma. En el guión original, Europa iba a ser una organización pequeña, cohesionada e introvertida, dedicada a preservar la paz entre sus miembros y a proporcionar bienestar económico a sus ciudadanos. Bajo el paraguas de la OTAN y al abrigo del muro de Berlín, el mundo exterior se presentaba distante y distinto.
Pero como ocurre tantas veces en la vida cuando los planes originales se tuercen a causa de acontecimientos inesperados, Europa ha tomado un rumbo muy diferente del previsto. Por un lado, las sucesivas ampliaciones, que sólo estaban en la pizarra original en un sentido retórico, han transformado profundamente la Unión Europea, alterando los equilibrios de poder entre Estados grandes y pequeños, obligando a reformar continuamente las instituciones y las políticas comunes y, sobre todo, afectando muy negativamente las percepciones ciudadanas en torno a la identidad colectiva de Europa.
La dificultad de hallar un 'leitmotiv' del futuro no debe interpretarse en clave euroescéptica
Por otro lado, las fuerzas económicas internacionales, expresadas en el fenómeno de la globalización, han obligado a la Unión Europea a abrirse al mundo más de lo que hubiera deseado, cuestionando la viabilidad de un modo de vida basado en altos niveles de bienestar y protección social. Así, frente a un diseño original en el que la construcción europea se legitimaría en razón de su capacidad de ofrecer seguridad y bienestar a todos los europeos, los beneficios de la integración se reparten hoy asimétricamente, generando ganadores y perdedores, lo cual ha abierto en muchos países la espita del descontento. En el reparto de papeles actual, la UE desregula, liberaliza y abre los mercados, pero los principales instrumentos de compensación (las políticas fiscales, sociales, educativas, etcétera) quedan en el ámbito nacional, aunque notablemente disminuidos en su eficacia, haciendo que los ciudadanos responsabilicen cada vez más al proceso de integración europeo de los aspectos negativos de la globalización.
Por último, Europa se ha visto obligada, también a su pesar, a asumir un papel global para el cual su preparación e idoneidad dista mucho que desear. Europa aceptó la responsabilidad de contribuir a democratizar y estabilizar su periferia inmediata. Y desde el sur de Europa a Europa Central y Oriental, sus políticas han tenido un éxito indudable. Pero este éxito es engañoso, porque se basa en un instrumento de política exterior, la promesa de adhesión, anómalo y agotado. Como consecuencia, allí donde la ampliación ya no es posible o deseable (desde el Mediterráneo al Cáucaso), los resultados de la política exterior europea serán cada vez menos espectaculares.
Por tanto, las ampliaciones han sido un éxito, pero han difuminado el proyecto político común y socavado la cohesión del grupo. Al tiempo, aunque Europa ha prosperado económicamente, existen serias dudas sobre su capacidad de hacer compatible eficiencia y equidad en un mundo dominado por fuerzas económicas que la desbordan. Finalmente, en un mundo todavía hobbesiano, el proyecto kantiano, liberal y democrático que representa la Unión Europea encontrará serias dificultades a la hora de imponerse. En consecuencia, aunque la Unión Europea pueda sentirse muy satisfecha de lo logrado en estos últimos cincuenta años, será difícil encontrar para el futuro un elemento unificador tan potente como lo fue en el pasado la reconciliación franco-alemana.
Aunque "gobernar la globalización" sea un candidato muy loable y, en realidad, muy necesario, la propia escala y dimensión del fenómeno, así como la existencia de diferentes visiones nacionales, hacen difícil apostar por él. Más bien al contrario, es posible adivinar que el avance de la interdependencia agravará las tensiones entre ganadores y perdedores y reforzará la percepción acerca de la impotencia y el declive relativo de Europa en un mundo globalizado.
Por otra parte, aunque a primera vista la lucha contra el cambio climático ofrezca un perfil épico, la batalla medioambiental es en gran parte una lucha contra nosotros mismos y nuestra forma de vida y, al tiempo, una vez más, un ámbito que desborda a Europa. Y lo mismo se puede decir respecto a los otros temas, igualmente inasibles, que marcarán el futuro de la UE: el terrorismo internacional, la seguridad energética, el crimen y la delincuencia organizada, la no proliferación, etcétera.
La Declaración Schuman dejó sentado que Europa no se haría de golpe, ni sería una construcción de conjunto, sino que se haría sobre la base de realizaciones concretas. Por eso, la historia dará la razón a los federalistas, que describieron despectivamente la Europa pragmática e incrementalista que se puso en marcha cincuenta años atrás como "un tren a ninguna parte". Si en el pasado ampliación e integración se reforzaron mutuamente, hoy parece difícil garantizar que esto vuelva a suceder: como demuestra el episodio constitucional, pero también los avatares de la solicitud turca, muy probablemente no habrá mucho más de lo uno (Constitución) ni de lo otro (ampliación). Por tanto, de cara al futuro, antes que asistir a un gran salto en la integración política, parece más probable que la Unión Europea siga fragmentándose silenciosamente, pero sin dramatismo, en grupos de distinta intensidad y continúe resolviendo pragmáticamente los problemas que vayan apareciendo por el camino.
La dificultad de hallar un leitmotiv que presida nuestro futuro no debe, sin embargo, interpretarse en clave euroescéptica. La construcción europea no va a reemplazar el locus (fundamentalmente nacional) en el que se asientan nuestras identidades ni los pactos políticos y sociales subyacentes a nuestra convivencia, pero sí ofrecerá una plataforma y una oportunidad para complementar, extender e incluso reeditar dichos pactos en una escala y nivel diferentes. Hay quienes sostienen que el destino de Europa es ser aburrida. Evidentemente, exageran. Lo cierto es que, afortunadamente, la Europa del siglo XXI no podrá competir en dramatismo con la Europa del siglo XX. Ésa es la clave de su éxito.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED e investigador principal para Europa en el Real Instituto Elcano.
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