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Columna
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El ajo y 1992

Santiago Segurola

Algunos años dan para mucho. 1992, por ejemplo. Fue el verano de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la inauguración del AVE entre Madrid y Sevilla, entre otros acontecimientos que acreditaron el ingreso de España en la modernidad. El mundo descubrió un nuevo país y España se sintió definitivamente aceptada en el mundo. Precedida por el ingreso en la Unión Europea, la transición de la tiranía a la democracia se cerró definitivamente en 1992. Se consideró que España había superado sus viejos fantasmas y que estaba en condiciones de homologarse con las viejas democracias europeas. Quizá fuera una sospecha excesiva, a la vista de algunas derivas que se han producido en los últimos tiempos. Pero sí, 1992 fue un año significativo. España abandonó muchos complejos, ganó un reguero de medallas y comenzó a viajar en trenes supersónicos.

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"Me río mucho con 'Jamón, jamón"

Jamón, jamón se estrenó en aquel año de cambios impactantes. Y aunque no lo parezca, los recogió. A primera vista, la película es la apoteosis de la España profunda y de los símbolos que la consagran: el toro de Osborne -cuyo inquietante regreso a las banderas de la derechona indica que 1992 no acabó con los regustos reaccionarios-, el torero y su paquete, la paella, el ajo, la tierra reseca, el aire polvoriento de un país inmóvil, la tragedia rural provocado por el impulso del sexo, el poder y los celos. Hay mujeres raciales, hombres cobardes y machos incontenibles. Hay humor y muerte. Hay bastante de Buñuel, Azcona, Berlanga, Almodóvar y, naturalmente, de Bigas Luna, cuyo universo es perfectamente reconocible en las intrigas y pasiones desatadas en medio del secarral.

Sin embargo, la ironía destaca sobre la pesada carga simbólica. Dice Bigas Luna que se ríe mucho cuando ve Jamón, jamón. Seguro que se rió mientras la pensó, cuando la hizo y al terminarla. Una ternura casi conmovedora preside el drama a la orilla de la autopista, donde los enormes camiones transitan a una velocidad fulgurante. ¿Dónde van? No se sabe. Pero, desde luego, no van a quedarse en un villorrio de otra época. Esta dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, entre la España profunda y la que emerge a la modernidad, entre el país anterior a 1992 y el posterior, preside Jamón, jamón casi desde la primera escena.

En realidad, Jamón, jamón también hizo su contribución a aquel año de transformaciones simbólicas. Convirtió definitivamente a Penélope Cruz y Javier Bardem en los dos representantes por excelencia de una nueva generación de actores. Ahí siguen. Y en buena medida, su futuro también estaba configurado en la película de Bigas Luna. Penélope, que entonces tenía 17 años, cada vez se acerca más al prototipo de actriz representado Stefanía Sandrelli y Ana Galliena, dos mitos sexuales del cine italiano que explican en Jamón, jamón la prestancia de la madurez. ¿O no es un poco eso la Raimunda de Volver? Bardem es otra cosa. En la película es un muchacho a la conquista del mundo, un tipo que controla casi todo debajo de su aspecto de machote inflamable. Un tipo que sabe lo que quiere. En eso está todavía.

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