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Columna
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Subversión lingüística

Coll debería haber sido académico. De la letra Elle, por supuesto, si es que tal letra existe en el mobiliario de la docta casa. Lo que no le va nada es morirse, acto desconcertante y absurdo en un ser de su originalidad. En la Academia habría sido inmortal por tiempo indefinido y habría engordado el diccionario en justa reciprocidad.

Coll inventaba palabras que parecía mentira que no hubiesen sido inventadas antes. O quizá es que el léxico convencional se resistía a admitir a trámite un lenguaje que, de ser admitido, implantaría la subversión lingüística, y no sólo lingüística, en los ámbitos consuetudinarios del saber. Y del Poder.

Antes de ser viudo de Tip, José Luis Coll ya había sometido el humor a rigurosa dieta ascética que, con origen en la mítica Inglaterra, maduraba en los abismos conquenses para asombro de, pongamos, Chesterton, que pasaba por allí. Después del óbito de Tip, José Luis Coll publicó una novela singular titulada, si mal no recuerdo, que recuerdo fatal, El hermano bastardo de Dios. ¿O era el hijo? Bien, el caso es que el gran libro ocurría en Cuenca, en él los chicos mataban a pedradas a un gato y había otros pasajes de estricta ternura que a mí me llevaron a comparárselos con momentos estelares de Saint-Exupéry. El elogio le supo a poco a José Luis. Y es que José Luis Coll, en materia de enhorabuenas, era exigente como él solo.

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Con una jarra terciada de agua y un versátil vaso, Coll y su hermano Tip revolucionaron el cabaré y salpicaron de talento insuperable a las fuerzas vivas y a los espectadores mortecinos de este raro y enrarecido país. Fueron años, lustros, no sé si décadas, de darle vuelta y media a poblaciones súbditas, hoy presuntamente soberanas.

Hoy me dicen, y no sé si creérmelo, que Coll ha muerto. Ya no soportaremos más sus bromas inmisericordes y cariñosas. No sé, no sé, pero últimamente se muere mucha gente prematura y estupenda.

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