El arte del desprecio
En ‘La silla de Fernando’, un documental que es sobre todo un admirable ejercicio de admiración filmado por Luis Alegre y David Trueba, Fernando Fernán-Gómez afirma que, contra lo que suele creerse, el pecado nacional de los españoles no es la envidia, sino el desprecio; o, mejor dicho, el desprecio de la excelencia: quien envidia desearía escribir las 1.200 páginas del Quijote, dice Fernán-Gómez; quien desprecia es el que dice: “Pues, chico, yo he leído 30 páginas del Quijote y no es para tanto”. La observación debe de ser tan exacta que incluso quienes no creemos en los pecados nacionales (porque sospechamos que los pecados, como la estupidez, están muy bien repartidos y no entienden de fronteras) no tendremos más remedio que estar de acuerdo con ella, a menos que nos resignemos a prescindir de la realidad que nos rodea. Aquí, en efecto, la admiración parece estar siempre bajo sospecha: quien la practica sólo puede ser un pazguato, un indocumentado, un hipócrita, un adulador o un arribista; el desprecio, en cambio, es síntoma inequívoco de inteligencia e insobornabilidad, y quien lo ejerce es considerado sin falta un espíritu superior, independiente y veraz. No niego que a nuestra realidad le sobren cosas y personas dignas de desprecio: lo que afirmo es que aquí encontramos un mérito en sumar a ellas las que son dignas de admiración y que, antes que admirar a quien hace algo, nosotros preferimos con mucho admirar a quien desprecia a quien hace algo. Esto explica un fenómeno extraordinario, en el que no sé si habrán reparado, y es que cada vez que en España recibe un premio una persona que no sea víctima de un delirio megalómano y ególatra, su cara es de verdadera incomodidad, si no de pánico, como si estuviera calculando el precio tremendo que tendrá que pagar por la distinción, o como si hubiera olvidado sus méritos y se estuviera preguntando no por qué le han dado ese premio, sino, según diría Vázquez Montalbán, contra quién se lo han dado.
Ignoro si el párrafo anterior es fruto de un ataque pazguato de pesimismo regeneracionista; si no lo es, entonces lo dicho en él vale para casi todo: para la política, para el arte, para la ciencia, para el deporte. Muchos de ustedes no habrán olvidado una anécdota. En 1994, después de haber ganado tres Tours de Francia y dos Giros de Italia, Miguel Induráin perdió la ronda italiana de aquel año, tras una contrarreloj catastrófica y una pájara épica después de subir el Mortirolo, a manos de un ruso efímero llamado Evgeni Berzin. Para entonces Induráin ya era el mejor deportista español de todos los tiempos, y acaso el más noble (acuérdense del Mundial del año siguiente, cuyos últimos kilómetros renunció a disputar en beneficio de su compañero Abraham Olano), pero durante la semana posterior a aquella derrota muchos comentaristas se lanzaron heroicamente a degüello sobre él, exigiéndole a gritos que se retirara y nos ahorrase la vergüenza de verlo arrastrarse por las carreteras como un alma en pena. Pues bien, ese mismo año Miguelón volvió a ganar el Tour, y al año siguiente también, pero que yo sepa nadie le pidió disculpas, y los mismos que lo habían triturado cuando perdió aquel Giro volvieron a triturarlo cuando por fin les hizo caso y se retiró. Ya lo sé: ejemplos como éste los hay a patadas (en una ocasión en que visitó a su familia en Zaragoza tras uno de sus grandes éxitos internacionales, Luis Buñuel se cruzó en la calle con uno de sus antiguos compañeros en los jesuitas. “Luis, que ya me he enterado de lo de tu película”, le dijo el compañero. “Por cierto, muy flojica, ¿eh?”); añado un ejemplo inverso. No es posible que el éxito radiofónico de Federico Jiménez Losantos se deba únicamente a motivos ideológicos (de ser así, este país habría estallado hace tiempo); contra lo que cree una parte del PP, que acata las reprimendas de Losantos con docilidad no indigna de los pupilos de la señorita Rotenmeyer, yo sospecho que su aceptación se debe a su portentosa capacidad para ejercer el desprecio: basta con escucharle pronunciar el nombre de un político odiado, incluido más de uno del PP, con el correspondiente chasquido de asco, para sentir en la cara una vaharada de veneno e imaginarse al castellano viejo de siempre acodado a la barra de un bar, con una copa de coñac en la mano, el suelo lleno de restos de gambas y el palillo despectivo en la boca, disparando contra todo lo que se mueve con una furia que a la vez hechiza y alivia a quienes lo escuchan, como si ese odio salvaje fuera un lenitivo contra una oscura enfermedad incurable.
El nombre de la enfermedad no importa (o no importa ahora, o es demasiado evidente); lo que importa es que existe y que a ratos es tan invasora que nos lleva a pensar que sólo a nosotros nos afecta, quizá porque vemos forjarse a diario muchos más prestigios a base de despreciar la excelencia donde muchos la ven que a base de descubrirla donde nadie sospechaba que existía. Puede que se trate sólo de un efecto óptico, fruto de una proximidad excesiva, pero es difícil librarse de la impresión de que nadie practica con más ahínco que nosotros el arte del desprecio. O puede que no sea para tanto. En todo caso, y bien pensado, es improbable que el ensayo de desprecio del desprecio que contiene este artículo contribuya a disiparla.
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