_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Como hormigas de un hormiguero en peligro

Rosa Montero

En estos últimos meses estamos asistiendo a la creación de una nueva conciencia universal. Mejor dicho, a la asunción oficial de una verdad que hasta ahora permanecía bullendo en los márgenes de la vida institucional. Me refiero a la clara certidumbre de que nos estamos cargando el mundo tal cual lo conocemos, y de que es necesario afrontar cambios radicales. Es curioso, porque hace tan sólo unos diez meses, cuando entrevisté para este suplemento dominical a James Lovelock, el científico británico que creó la teoría de Gaia (esto es, de la Tierra como un todo que se autorregula), el tema todavía no se había convertido en un asunto de tan obvia, indiscutible y urgente relevancia dentro de la política internacional.

Lovelock, un nonagenario genial y vitalista que hasta entonces siempre había sido la antítesis del catastrofismo, acababa de sacar a la sazón en Inglaterra su último libro, titulado The revenge of Gaia (La venganza de Gaia). Y en esa obra y en la entrevista decía que para el año 2050 se habrían derretido los casquetes polares, y que para antes de 2100 todas las zonas costeras habrían desaparecido bajo las aguas. Países enteros como Bangla Desh serían borrados del mapa. Millones de personas intentarían buscar nuevas tierras donde vivir, y habría matanzas y guerras terribles. Entre las carnicerías, las inundaciones y la desertización provocada por el calentamiento global, Lovelock sostenía que, para finales de siglo, tal vez sólo sobrevivieran unos cuantos cientos de millones de humanos en la zona ártica. Unas predicciones de lo más sombrías que fueron agriamente contestadas por algunos lectores del suplemento, que mandaron cartas incendiarias. Desde mi punto de vista, esa furia era un poco como la de quien mata al mensajero.

Sí, por supuesto, las predicciones de Lovelock no son más que el resultado de una teoría científica que puede estar errada en todo o en parte. Por ejemplo, en los plazos temporales. Pero ese exceso de ira que provocaba en algunos, ¿no escondía el miedo inconsciente ante lo ingobernable, lo inasumible? Desde luego resulta muy difícil creer en catastrofismos: todas y cada una de nuestras células se rebelan ante la idea del final. Orgánicamente somos unos supervivientes natos, y tan optimistas que hasta nos cuesta trabajo creer en nuestra propia muerte individual, por más que sea algo fuera de toda duda. De manera que aceptar el riesgo de un cataclismo se nos hace muy duro.

Pero en los últimos meses hemos tenido que enfrentarnos a ello. Los datos son tan incuestionablemente graves y tan abundantes que una repentina y tardía conciencia oficial de la cercana catástrofe está tomando forma. Por no hablar del tórrido invierno del Hemisferio Norte, de la falta de nieve y del tiempo loco, que también ha contribuido a asustar a la gente.

Y así, a primeros de febrero se presentó el informe del cambio climático realizado por 2.500 científicos para la ONU: prevé un futuro espeluznante y advierte que el nivel del mar seguirá aumentando durante más de mil años aunque consigamos reducir el efecto invernadero. Y la conferencia medioambiental de París, celebrada en esas mismas fechas, cerró con estas palabras: “Hoy sabemos que la Humanidad está destruyendo, a una velocidad aterradora, los recursos y equilibrios que han permitido su desarrollo y que determinan su futuro (?). La supervivencia misma de toda la Humanidad está en peligro (?). Hemos llegado al límite de lo irreversible, de lo irreparable”. Todo esto lo dijo el presidente francés, Jacques Chirac, un señor que no es que sea precisamente un guerrillero radical ecologista. Qué datos tan espantosos tendrán los mandamases para haberse concienciado tan de repente.

De manera que estamos en el principio del final. De golpe nos ha estallado la situación entre las manos, y corremos desorientados en todas direcciones, como hormigas de un hormiguero que alguien ha destruido con un palo. Tantos años mitificando el desarrollo (más coches, más carreteras, más industrias, más consumo energético) y resulta que toda esa catarata de luces nos conduce a la más completa oscuridad. ¿Qué les contaremos a nuestros hijos cuando hereden las ruinas? Dentro de tres siglos, si la civilización perdura, los historiadores dirán que fue a finales de 2006 y comienzos de 2007 cuando los estamentos oficiales internacionales empezaron a asumir claramente el peligro. Ojalá no sea demasiado tarde.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_