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Columna
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Con el vino hemos topado

Josep Ramoneda

Ha sido el vino el que ha frenado el furor redencionista de la ministra de Sanidad, decidida a salvar nuestros cuerpos sin pedirnos permiso. No podía ser de otra manera: con el vino no se juega. El vino ha sido elemento vivificador de nuestra cultura desde los tiempos de Noé, de modo que forma parte de la naturaleza de nuestras cosas. El presidente Zapatero, que había ido aceptando todas y cada una de las propuestas de una ministra comprometida con una visión aséptica y clínica de la sociedad, se ha visto obligado a decir basta, por miedo a que los electores la emprendieran contra los socialistas en las próximas elecciones municipales. Una alcaldía bien vale un vaso de vino.

Y, sin embargo, probablemente esta no era la propuesta más disparatada de la ministra. Pero los empresarios del vino han aprovechado cierto clima de fatiga por la obsesión normativista de la señora Salgado para desplegar toda su capacidad de lobby. Algunos líderes locales y regionales del PSOE se han asustado. Y el PP ha convertido en una cruzada contra el vino una ley que principalmente se dirigía sólo a los menores. La suma de todos estos factores se traduce en un importante fiasco: el Gobierno, por primera vez, se ve obligado a retirar una ley. Y la ministra queda en una delicada posición. Hasta el punto de que su dimisión entraría perfectamente dentro de lo razonable. En pocas horas tuvo que envainarse todo lo que había defendido con arrojo y convicción frente a los empresarios del sector. ¿No es eso una desautorización? ¿Y cuál es el camino lógico cuando uno es desautorizado por sus superiores? Una lectura política de corto alcance puede leer este caso como un ejemplo más de los desequilibrios del Gobierno de Zapatero. Un Gobierno que se divide en tres grupos: el núcleo que realmente gobierna, formado por el presidente, la vicepresidenta, el Ministerio del Interior, el ministro de Defensa y el ministro de Economía en condición de electrón libre; el núcleo de los que crean más problemas que no resuelven; y el núcleo de los que ni resuelven ni crean problemas, simplemente están desaparecidos. Un desequilibrio que hace que el presidente esté siempre en primera línea, sin que la mayoría de ministros hagan de parapeto para que no le alcancen los tomates.

Pero más allá de la politiquería, hay las cuestiones de fondo. Más allá de su compromiso militante con la salvación de los cuerpos, la acción de la ministra Salgado es representativa de una tendencia de los Gobiernos a compensar sus dificultades para controlar el poder del dinero con un intervencionismo creciente en la vida -sentido biológico- de los ciudadanos. Algunos lo han llamado biopolítica: condicionar los cuerpos para así gobernar mejor los espíritus.

Naturalmente, la biopolítica, como todo, tiene razones económicas: por la vía de prohibir los excesos y limitar los desmanes se trata de reducir el gasto sanitario. El Estado ha decidido que no puede permitirse el lujo de curar a la gente cuando ésta lo pida, sino que tiene que dirigir su salud, aún coercitivamente, para gastar menos en curarla. Y así, decidir por los ciudadanos que no se debe fumar, que se debe comer una dieta equilibrada, que no se deben ingerir determinados productos, que se debe mover el cuerpo y un largo etcétera. En las hipocondríacas sociedades del primer mundo es fácil encontrar el ambiente favorable a estas prohibiciones. Se trata de convencer a la ciudadanía de que el tabaco mata, de que la droga mata, de que las hamburguesas gigantes matan, para que todo el mundo las acepte con naturalidad. Por eso la señora Salgado ha podido ir desplegando su pasión sanitaria hasta que con el vino hemos topado. ¿Corresponde al Estado decidir lo que la gente quiera hacer con su cuerpo? ¿O la obligación del Estado es dar toda la información necesaria para que los ciudadanos, a los que hay que suponer adultos, obren en consecuencia? ¿Paternalismo o autonomía individual? Estas son las cuestiones que el activismo biopolítico genera. Me pregunto si es función del Estado preocuparse de que el ciudadano adapte su cuerpo al tipo medio más adecuado para cumplir con su triple misión de consumidor, competidor y contribuyente. De momento, ironías de la política, la señora Salgado, que quiso salvar nuestras vidas, tiene ahora que salvar su puesto.

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