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Columna
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Quinientos metros

En el arte del buen gobierno, en todo acto político radica el hecho de tomar medidas. Hacer política no es nada más (y nada menos) que tomar medidas. Por esa vara pasan a la historia tiranos y déspotas, visionarios y reyezuelos. En el Estado español resuena todavía en el inconsciente colectivo el trueno de las "medidas excepcionales" del franquismo, siempre excepcional, o más recientemente las "medidas de emergencia" tan apegadas al Gobierno Aznar como demostró en el caso Prestige o la guerra de Irak. El uso de la medida, su empleo en cada lugar y circunstancia, determina la fisonomía de un régimen y su grado de respeto a la ciudadanía.

La medida olímpica acuñada por el Gobierno Touriño son los Quinientos Metros y en ellos anida ese afán de corrección política tan habitual en los tiempos de ZP y que tantas iras desata en la oposición, quizá sorprendida de que los corderos vistan demasiadas veces la piel del lobo invirtiendo el sentido tradicional de la fábula. Touriño ha decidido poner la raya en los quinientos metros respondiendo así a una demanda de la sociedad más preocupada por el futuro medioambiental que por los pelotazos instantáneos del ladrillo.

El litoral gallego, tan propenso a albergar catástrofes de dimensiones bíblicas, está en juego desde dentro de la tierra firme y el gabinete Touriño no ha hecho si no abrir la caja de los truenos implicando a un buen número de alcaldes seducidos, en la costa lucense o pontevedresa, por el zaplanismo de ese Levante donde el calentamiento o la falta de agua no preocupan en absoluto habida cuenta del próspero negocio de duplicar poblaciones y ofrecer golf y retiro espiritual a precios de ganga a los jubilados al norte de los Pirineos.

Estoy convencido de que en Galicia todavía caben muchos años de urbanismo donde nunca lo hubo para detener esa nebulosa dispersa y a veces perversa que se va apoderando de nuestro litoral en un tiempo de "verdades incómodas" como ha vaticinado Al Gore. Los políticos, una especie con no mucho más de ocho años de vida y la mirada puesta en el presente, contemplan más las municipales que el calentamiento global y ya Feijóo (cuya participación en las labores antiincendios había sido sintomática) habla de una venganza contra aquello munícipes del PP que han construido sus castillos de arena en esa televisiva "primera línea de playa".

Quinientos metros son una medida decorativa e insuficiente para detener una degradación medioambiental y no creo que cualquier persona sensata dude de que sería saludable de no ser porque el lenguaje de las grúas y de los bulldozers es para la mayoría un hecho consumado en estos momentos. Junto a esto, he tenido conocimiento por razones familiares de algún caso de "realismo mágico" como aplicar la Ley de Costas en municipios de tierra adentro como el de Dodro (A Coruña), donde se quieren impugnar títulos de propiedad centenarios con base en medidas de delirante jurisprudencia marítima, dado que el río Ulla serpentea allí por humedales ya protegidos y a cinco millas náuticas del mar.

No sé si ya es tarde para detener esas abrumadoras urbanizaciones que quieren emular a Benidorm, ni tan siquiera para poner coto a esas casas de dudoso estilo alpino que florecen como hongos en cualquier terreno de propiedad familiar. Es tiempo de hacer un esfuerzo ciudadano tanto para denunciar y vigilar la codicia de constructores como para gobernar de una vez esa dispersión de un medio rural. Cambian los tiempos y lo que se nos avecina es época de calentamiento en un doble sentido: los políticos se enzarzan en una batalla sin fin, cada uno con su vara de medir, mientras el planeta va cambiando de color, subiendo de temperatura y caminando hacia un Apocalipsis.

Polemizar por quinientos metros para salvar el litoral es poner otra venda más en el camino de la destrucción. Por eso resulta todavía más indignante aquellos que sólo piensan en que el único desarrollo sostenible es hacer de nuestras rías una Marina D?Or temática. Touriño y su gobierno insinúan ahora una moratoria, un cambio de tempo que no debiera quedarse en el mero pronunciamiento, en el buen talante, ya que no hay más tiempo que perder. Aunque los que vengan después vuelvan a poner la costa patas arriba y hagan, como tiene toda la pinta, un gran desembarco de Normandía.

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