Una mujer sin cuento
La vida de Beatrix Potter inspira una película con Renée Zellweger
Lejos de las tiernas fábulas que escribía y dibujaba, la historia de Beatrix Potter (Londres, 1866-Sawrey, 1943) rayó la tragedia. El clima represivo en el que creció la autora de los cuentos infantiles más vendidos de todos los tiempos marcó su vida. Y, tal vez, hizo a la escritora. Educarse en solitario, alejada de otros niños, separada de su hermano Bertram -que sí pudo ir al colegio-, en el interior de una casa de Bolton Gardens, llevó a la pequeña Beatrix a fijarse en la naturaleza. Con unos padres a los que apenas besaba antes de acostarse y una institutriz que la perseguía para vestirla "como si tuviera que estar permanentemente preparada para ir a misa", le quedaba poco más que gusanos y grillos. Supo mirarlos. Y de los grillos pasó a las ardillas de los jardines de Kensington. Su padre, que vivía de las rentas del algodón, era aficionado a la pintura y amigo del prerrafaelista John Everett Millais. Admiraba, aunque calladamente, el talento de su hija. Y eso bastó. La llevó a visitar el Museo de Historia Natural y el vecino Museo de South Kensington, que, con el tiempo, se convertiría en el Victoria & Albert Museum. Esa galería, a la que Beatrix acudía casi en secreto, posee hoy la mayor colección de cuadernos y dibujos de Potter. Aunque en la época victoriana en la que ella creció, la galería no esperase acoger más legado femenino que el de la reina que le dio nombre. Si crecer sin amigos le descubrió a Beatrix Potter la compañía de los conejos y los lagartos, no poder decir cuanto pensaba la llevó a escribirlo en un diario. La época le hizo ese favor a esta escritora tímida a la que la vida enseñó a hablar en voz alta.
Potter rompió moldes, aunque no todos los que trató de quebrar. Y lo hizo con la misma delicadeza con la que pintaba sus acuarelas para niños. La más exitosa autora de libros infantiles no tuvo hijos. Tampoco pudo. Para cuando logró casarse, tenía ya 47 años. Vivió una batalla personal que, ya de niña, y a pesar de haber realizado estudios comparativos de setas, no le permitió estudiar botánica en Kew, ni de adulta le dejó entrar en una imprenta para comprobar la calidad de sus reproducciones. En esas circunstancias no vamos a hablar de elegir marido. Sólo que... Potter consiguió publicar. Y, aun en la época victoriana, con el dinero le llegó la libertad. Millonaria, pudo ir a la imprenta -vigilada por una carabina- y, a pesar de una gran oposición familiar, se casó con un hombre al que amaba, más joven y menos rico que ella. Fue el segundo hombre al que amó. El primero había muerto después de que su madre se opusiera al matrimonio. Con 38 años Beatrix Potter se fue a vivir a Lake District, al norte de Inglaterra. Compró una granja. Luego otra, otra más y así, hasta 15. Se vistió como una campesina. Segó trigo y no dejó de escribir los cuentos que había empezado a dibujar para consolar a Noel, el hijo enfermo de su institutriz. La naturalista que en su adolescencia había dibujado insectos observándolos a través de un microscopio, se convirtió al final en una pionera de la ecología dispuesta a salvar el paisaje de los lagos de la amenaza del turismo.
Miss Potter, el filme de Chris Noonan, enmarca un retrato más escorado hacia los lagos que hacia el Londres de hace 100 años, en el que Renée Zellweger, Ewan McGregor y Emily Watson hacen creíble que un conejo hable. Que la biografía de las mujeres que más aportaron a la cultura de los siglos pasados sea más noticia que su propia aportación revela las batallas en las que ellas lucharon.
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