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Columna
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Antianacreónticas

Los administrados nos sentimos, a veces, sofocados por la excesiva atención que muestran nuestros representantes políticos. Habría quizá que agradecerles el desvelo con que consideran nuestros descuidos o flaquezas, pero también tenemos por incómoda esa manía de arroparnos, aunque tengamos calor, o de vigilar nuestra dieta excluyendo los manjares que más agraden al paladar. El Ministerio de Sanidad prepara, con la determinación de una madre puritana, una ley sobre los alcoholes de consumo y son muchos los convencidos de que va demasiado lejos. No toda la sociedad es una manada de chusma ebria y agresiva y el peligro del alcohol está, primero, en saber qué es una bebida alcohólica, cuál una destilada y cuál un producto natural; luego, la graduación y, principalmente, la calidad del mosto y las tareas manipuladoras que acaban en una botella sellada. Lo malo, en último extremo, no es el alcohol, sino el alcohol malo. También la dosis interviene y no es lo mismo trasegar una o dos botellas que tomarse un par de copas, o tres, de vino, sea en la comida o en el aperitivo.

Ya lo creo que hay diferencias entre caldos exquisitos de La Rioja, de Burdeos, del Rin o del Mosela, del triángulo jerezano, las agujas del vino verde gallego y, en continuo ascenso, la calidad de las cosechas de la planicie de Madrid y de sus próvidas regiones aledañas. Lo que hay que vigilar e incluso perseguir, con las precauciones necesarias, es la industrialización del mal vino, del peleón, justamente así llamado porque altera el juicio y desata la violencia. En las antiguas falanges griegas, suministraban buenas raciones de pócimas euforizantes a los combatientes que les hacía encontrar sumamente divertido, rebanar el cuello al contrincante. Durante la Guerra Civil -que yo recuerde y en ambos bandos- servían a los infantes generosas raciones de un aguardiente llamado con gran propiedad asaltaparapetos por sus cualidades desinhibitorias en el momento de lanzarse sobre las trincheras enemigas.

Eso y las malas consecuencias del botellón, por su ínfima calidad y la ternura de los gaznates iniciales, es lo que debe remediarse. El ideal -que nunca se consigue- sería distribuir en los lugares donde se reúnen los jóvenes, botellas de Chateau Iquem, Vega Sicilia o Taittinger, algo imposible mientras tengan esos precios. No sería un disparate que se controlara, hasta donde fuera posible, la calidad de las bebidas que pasan al mercado. Lo menos inteligente es hacer tabla rasa y dictar normas genéricas e impositivas. Siempre recuerdo la definición que hizo el gran escritor y periodista Curzio Malaparte, excelente fascista italiano, lo que quiere decir que no creía, en absoluto, en aquella doctrina. "En las dictaduras, lo que no está prohibido, es obligatorio". Pues algo de eso ejercita la famosa ley de puntos con los conductores, instalando cómodamente a todos bajo el rasero aflictivo para convertir el parque automovilístico español en un carrusel de abstemios cabreados.

Nuestro mundo conocido se ha basado, en parte, en hábitos renovables y resulta que uno de los pocos que no ha mudado es el de trasegar el zumo de las uvas. O de la cebada, o de las manzanas que proporcionan una bebida rica, de graduación inferior a los cinco grados, que difícilmente puede alterar el comportamiento de quien se bebe media o incluso una botella de sidra natural.

Hace más de 30 años que abandoné, por prescripción facultativa, las bebidas destiladas, o sea, los licores, el whisky y esos productos espirituosos, pero, sanado del daño que causó su ingestión excesiva, encuentro en el vino andaluz, el tinto, el blanco, el cava, el champán y la amada sidra, el placer de saborearlos con mesura y delectación, sin haber dejado de detestar al borracho degradado e indigno.

Nuestra civilización -me fastidia hablar de cultura, es una muletilla generalizada y estúpida- del vino ha alcanzado todas las épocas y latitudes. En la baja Edad Media fue frecuente sellar las amistades o compromisos, reales o fingidos, bebiendo un trago de vino. Nunca estaba seguro uno del otro adversario y nació la costumbre de hacer chocar las grandes copas de hierro, de plato o de oro, con fuerza, de forma que el líquido de una cayera en la otra, con lo que la suspicacia del atosigamiento quedaba nivelada y anulada.

La enología es una ciencia ampliamente difundida y podría decirse que no cabe excusa para producir algo que pueda ser intrínsecamente nocivo. Es en origen cuando resulta sencilla la comprobación y exigible la ausencia de morbilidad. La industria vitivinícola pesa en la economía española y es otro de los motivos para controlar su calidad. Porque, según he escuchado muchas veces de labios autorizados, el buen vino nunca hizo mal a nadie, salvo que se tome en botijo, supongo. Le gente, en el fondo, está moderadamente satisfecha de su entorno y no parece oportuna esta intromisión totalitaria en sus inclinaciones anacreónticas, es decir, festivas, de lo que nunca dejaremos de estar necesitados.

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