Selectos y dulces sesenta
España descubría el turismo bajo la mirada estricta de la moral franquista. Juan Carlos se preparaba para ser rey y la oposición al dictador peleaba en la sombra mientras un escogido grupo de guapas y guapos, el germen de la 'jet set', se divertían al sol en la descubierta Marbella. Estas imágenes desconocidas de un aventurero de la fotografía son un testimonio único
En los años sesenta del siglo pasado, en España todavía había escupideras rodeadas de serrín en los casinos de labradores, academias y sacristías; algunos polvorientos escaparates galdosianos exhibían piernas ortopédicas, lavativas y suspensorios para hernias; aunque los sabañones ya habían desaparecido, aún se veía a funcionarios con parches de forúnculos en el pescuezo; algunos caballeros cetrinos vestían el hábito morado de San Francisco con un cordón amarillo de la nuez al ombligo; los primeros turistas compraban banderillas de recuerdo ensangrentadas con sangre de conejo, y el biscúter, símbolo de la industria automovilística nacional, había incorporado a sus prestaciones el arranque eléctrico y la marcha atrás. Por los jardines de El Pardo paseaban Franco y Ullastres, ambos con las manos en el trasero. El ministro de Comercio le explicaba al Caudillo qué era la oferta y qué era la demanda para animarle a que liberara la economía, puesto que la autarquía había dejado en las cámaras acorazadas del Banco de España, como únicos tesoros, sólo una gaseosa La Casera y un sello de correos de peseta con su cabeza.
En aquel tiempo, a los que se divertían mucho se les llamaba calaveras, sobre todo si eran señoritos y llevaban esmoquin con bufanda blanca; en el corrillo de Serrano o en Balmoral se tomaban ya los primeros güisquis de pie junto a la barra con una mano en el vaso y con la otra rascándose los genitales mientras se comentaba el gol de tacón que había metido Di Stéfano. Pero después de muchos años de estar hibernado, por fin el dinosaurio comenzó a mover el rabo. En medio de aquella España quebrantada aún por la larga posguerra había una determinada forma muy castiza de ser golfo que también se iba quedando antigua. La paella nocturna con putas en Riscal, el baile en Pasapoga con alguna corista del Martín, la juerga con flamencos hasta el amanecer en cualquier venta de la carretera de Barajas seguida de unos churros con chocolate en San Ginés o de un pollo frito en un chiscón del mercado de abastos o la expedición con las ojeras hasta la cintura de madrugada a un bar de gasolinera de las afueras donde era famosa la tortilla de patatas, eso estaba dando ya las últimas boqueadas. La modernidad entró en España con los pollos al ast y con ellos llegaron también las go-go girls enjauladas en las discotecas, donde sonaba Black is black. Al Seat 600 le sucedió el Dauphine, y a éste, el Gordini, y así hasta llegar al Alpine, el primer deportivo de plástico rojo, con una bocina trucada que imitaba el soniquete del descapotable de la película Il Sorpasso, de Vittorio Gassman, en la que aparecía una chica con la pierna escayolada hasta la ingle bailando el twist, el ritmo de moda.
Entre la clase media, que llevaba a hombros la pesada cruz de la moral católica, comenzó a cundir la sospecha de que en España había un círculo cerrado de gente muy escogida cuyas carcajadas tenían ya cierto nivel internacional. Había cuatro rostros muy visibles que ocupaban cada uno los puntos cardinales: Luis Miguel Dominguín, un seductor sobrado donde los hubiera, poseedor exclusivo de un desparpajo que no encontraba barreras, un tipo inteligente y descarado; Ava Gardner, la bellísima carátula de la noche flamenca madrileña de quien se decía que cuando se emborrachaba solía mear de pie bailando sobre una mesa palmeada por gitanos; el príncipe Alfonso de Hohenlohe, el explorador de los cardos borriqueros de Marbella, el primero en adivinar que el bronceado español por un sol de febrero, además de un lujo, podía ser una fuente inagotable de dinero; el playboy Fernando Falcó, marqués de Cubas, que bajó desde las alturas de la aristocracia a pescar a las primeras artistas extranjeras que venían a rodar películas de Samuel Bronston. En el café Gijón, alguien definió aquel pequeño mundo con una frase: "En España, el sexo también es un latifundio. No es que no se folle, es que siempre follan los mismos".
En ese círculo entraban y salían otros personajes, figuras de paso, héroes de aquel tiempo. Tita Cervera acababa de cazar a Tarzán; Lucía Bosé se toreó a Dominguín hasta reducirlo a padre de familia; Gina Lollobrigida aún no se había acostado con Gades, quien aún vestía una cazadora con lana de borrego, y Claudia Cardinale compraba botijos en el Rastro. Bajo el salto de la rana de El Cordobés, los televisores de los bares de carretera dejaron de tener una cortinilla llena de moscas y entonces ya se decía que Barcelona era otra cosa, más europea, aunque los componentes de la futura gauche divine aún pedían cacaolat en los bares; en Madrid acababa de inaugurarse una boutique vaquera y aparecieron las primeras chicas modernas con minifalda y botas altas, pero, como dice Marsé, los camareros todavía te daban la ficha de teléfono mojada. Abandonados Benidorm y Torremolinos a la clase media, en Marbella se estableció una fórmula inequívoca de modernidad sólo al alcance de unos exquisitos desenfrenados: para parecer feliz había que ir con camisa de seda despechugada hasta la mitad de la barriga y con algún colgante de oro dando tumbos sobre un esternón requemado, sólo así podía llegarte la espuma de champán hasta el ombligo. Por otra parte, el plasta de Hemingway, pastoreado por el escritor Castillo Puche, andaba detrás de Ordóñez y ya no había forma de encontrarlo en las tascas de costumbre sin que el alcohol le saliera por las orejas. El mundo comenzaba a coger velocidad. Lola Flores se estaba quedando demasiado racial, y al bailarín Antonio, después de bailar el Zapateado de Sarasate en una fiesta del 18 de Julio, Franco le dijo que parecía de goma, pese a lo cual los componentes de esta camada de oro no lo consideraron un contorsionista y lo admitían en sus fiestas, pero los entendidos se habían pasado a Gades, que tenía aires de garduño. Tal vez la perica ya había hecho la primera incursión en ese círculo, aunque la marihuana aún estaba en posesión de los últimos hippies auténticos antes de convertirse todos en argentinos. Entonces sólo se fumaba hierba, la afamada maría, y fueron algunos beatniks, de paso por Madrid, los que nos enseñaron a liar canutos en forma de trompeta.
Ningún jolgorio podía considerarse de nivel si no era privado y participaba en él algún vástago destronado en el exilio, bien fuera italiano o búlgaro; los más buscados eran los Saboya, alguna Gunilla que otra o los de apellido Borbón, siempre que fueran suficientemente golfos y alejados del príncipe Juan Carlos, que en ese momento estaba haciendo babeantes carantoñas a sus hijos. Entonces se decía con admiración que doña Sofía había rechazado la anestesia en el parto, asistida por el doctor Mendizábal en la clínica de Loreto y que esa fortaleza se explicaba por su ascendencia alemana. A la sombra del dictador, el Príncipe era un joven de cuello alto y piernas largas que partía ladrillos a golpes de kárate con el canto de la mano.
El pequeño glamour de aquella época nada tenía que ver con la rebelión de los estudiantes que cada mañana se enfrentaban a la caballería de los grises en la Universitaria. Mientras los intelectuales comenzaban a dejarse barba y desde las ventanas de la Facultad de Económicas llovían tazas de retrete sobre los furgones de la policía, en un jardín de Somosaguas los retoños dominguines crecían rubios y felices a la sombra de la Bosé y en las hamacas de las piscinas de la Costa del Sol aquella chica de los famosos ojos de miel, Marie Laforet, pasaba de los brazos de Maurice Ronet a los de Alain Delon. Pero nuestra fascinación europea estaba amenazada por las gambas al ajillo y no era suficiente que nos visitara Omar Sharif ni que Carlos Saura se casara con la hija de Charlot si todavía se veía a banqueros salir de los restaurantes con un mondadientes en la boca después de comer patatas bravas.
Fue el germen de la jet-set, aunque el avión todavía era un simple Caravelle y de él nacieron las primeras marbelleras con pareos y collares de nueces, los primeros zumos de zanahoria para tostarse por dentro, las gafas Ray-Ban de espejo, y puesto que las fiestas en las popas de los yates no se estilaban todavía, muchos de aquellos seres dorados se divertían navegando con patinete de pedales entre grandes risas. No existían los paparazzi. El fotógrafo italiano Settimio Garritano era uno de ellos, bebía con ellos y pudo levantar acta de los ritos de aquel grupo que empezó a romper la moral franquista y finalmente crió barriga y michelines y fue arrumbado por unos caballos de fuego que entraron al galope en los años setenta, dispuestos a inaugurar el fin del mundo.
Un 'voyeur' a la italiana: por Lola Huete Machado
El motor de Giuletta, su Alfa Romeo marrón, sonó por vez primera en las calles de Madrid en el año franquista de 1964. Aparcó por Goya. Y allí se le vio durante algún tiempo. "Apenas tres duros me costaba la casa", dice ahora, pasadas cuatro décadas, Settimio Garritano para presentarse. Sus credenciales: italiano, aventurero, vividor, fotógrafo freelance y, con el tiempo, pero él aún lo ignoraba, el primer paparazzi. Y enseña su obra: los retratos de gente que fue encontrando en su periplo español. Los muestra como si nada. Aunque quien los mire se quede mudo. Por la impresión. Y porque el único que habla es él. Sin parar. Como en una contrarreloj del recuerdo, Settimio cuenta, va y viene, describe, rebobina. De su boca borbotean imágenes, nombres y anécdotas que dibujan una España de los sesenta nueva; un país que él fotografió en blanco y negro, pero que en su discurso aparece pleno de color. Una sociedad vista con ojos del hombre que llegó de fuera. La mirada que completa el círculo de aquel tiempo en el que el país giraba sobre sí mismo: tres décadas autárquico, pobre y herido, desarrollista y aperturista ya en lo económico, pero aún con claroscuros en lo político, lo artístico, lo cultural.
Settimio se quedó cuatro años y hasta se casó aquí, con la húngara Katia ("En San Nicolás, un 15 de diciembre de 1965. ¿Que es mañana el aniversario? Dios mío, tengo que llamar a mi esposa "). Era colaborador de la revista Oggi, de Gente, de Época Y grabó en su Nikon F2 la vida en la capital, en la Marbella aún sin Puerto Banús (se inauguró en 1971), en la Costa del Sol y otras localidades. Se detuvo y entretuvo en un escenario concreto, con esa casta privilegiada, derrochadora, clasista y asimilada que fue la aristocracia de la época. Suyos son retratos de Carmen Bordiú, de Tita Cervera, de una duquesa de Alba treintañera: "Preferí siempre fotografiar en imágenes naturales, espontáneas y no en estudio o empleando luces artificiales o flases. Retratar la personalidad, eso era lo que me interesaba", dice. Coincidió Settimio también con esos artistas famosos, glamurosos, que habiendo descubierto el sabor rural peninsular llegaban desde Europa o Norteamérica en busca del sol y la juerga, de la farándula, las tardes de toros y toreros, las noches flamencas.
Y hasta con la familia real, entonces príncipes, y sus hijos intimó Settimio. Durante años recibió como felicitación de Navidad las fotos hogareñas de los Borbones. Mete una mano en la cartera y ahí están: 1968, las infantas Elena y Cristina vestidas de faralaes; 1971, tres hijos ya en palacio, esta vez disfrazados de pastorcitos; 1972, toda la familia con un look más moderno, posando en una escalera Y siempre la firma: "Juan Carlos y Sofía. Con cariño". Settimio dice: "Ha pasado ya tanto tiempo. Quizá el Rey me recordará todavía si me ve. Me gustaría que se acordara y fuera a visitar en primavera mi primera exposición en España". Será en Málaga, en La Casa Abierta (Intimidades. Realeza, famosos y gente guapa. España años sesenta. www.lacasaabierta.es).
¿Cómo logró Settimio acercarse tanto a personajes que al común de los españoles, pobres y sin tele, le parecían de otra galaxia? Él da nombres que son, dice, pilares de su aventura. Alfonso de Hohenlohe fue uno. "Mayte, otro", dice, en referencia a María Teresa Aguado, del restaurante Mayte Commodore, en Madrid, a quien algunos identifican raudos como "espía del régimen". "Ella me presentó a todos los importantes. Tenía una costumbre bárbara: abría su casa a los amigos, a cualquiera, a las comidas, la piscina, las partiditas de mus ". Tercero, Menchu. Regentaba un bar en el Marbella viejo. "Las llevo en mi corazón". Fundamentales para el italiano fueron también muchos fotógrafos y periodistas del momento. Sobre todo, César Lucas y Antonio Olano. Con ellos montó la agencia Mundial Press, luego Cosmos Press. "Yo me ocupaba de lo internacional; César, de la foto nacional, y Olano, de los textos", dice.
Y tras las personas, el contexto: "Retraté aquel tiempo de una manera que ya no es posible: manteniéndome cercano a la gente. Daba igual que fueran famosos, financieros o príncipes. Todos eran campechanos, abiertos. Me encantaba lo del tuteo. Me presentaban a un banquero, por ejemplo, y enseguida: '¿Qué tal, Settimio? Vente a comer a casa, hombre'. Y así. Era increíble el país, el paisaje, la comida, esas fiestas de días", rememora hoy a sus 73 años, con su media melena canosa, su bigote amplio, vaqueros y camisa azulona, un chaleco de lana y una energía incontenible y tierna. Antes no existía eso "tan moderno" de los agentes o los representantes, dice. "Tanto intermediario que impide llegar a la persona, conversar, compartir el tiempo con los protagonistas de las fotos". Esta moda que viene de Norteamérica lo ha estropeado todo, afirma. "Yo ahora no podría trabajar del modo en que se trabaja, tan impersonal". La eficacia de su método ya extinto salta a la vista al contemplar sus retratos, muchos inéditos: "¿Sabes? Lo de archivar tampoco se practicaba antaño. También es cosa americana, desde Getty y Corbis Antes tomabas fotos, publicabas y el resto lo abandonabas en un cajón ¡Es en la jubilación cuando me he reencontrado con todo!". El valor añadido de su obra, la intimidad con los retratados, se aprecia sobre todo al observar a los Príncipes de España paseando acaramelados por La Zarzuela o haciendo carantoñas a su heredero. O a Lucía Bosé y Luis Miguel Dominguín junto a sus hijos en su casa de Somosaguas cuando aún las cosas les iban. Y tantos otros. Settimio disfrutó y compartió su tiempo con influyentes y famosos. ¿Se sintió controlado por el régimen de Franco? "Absolutamente no. Yo era joven, ajeno; sólo quería aventuras y fotos; era todo". El salvoconducto, asegura, consistía en no hablar nunca de política. Nunca. "Y llegar a la gente era fácil. En España, nadie llamaba a los Príncipes entonces para solicitar entrevistas porque no existían las revistas al estilo de hoy. Y tampoco había tantos periodistas extranjeros Yo llamaba y decía 'soy Garritano', quiero hacer esto. Y me recibían. Y lo hacía".
Settimio, séptimo de nueve hermanos, llegó a la fotografía para salvarse de la pobreza en que vivía durante la Segunda Guerra Mundial: "Mi primer recuerdo es de mi madre angustiada porque no había nada para comer; de mi padre, bebiendo para no pensar". Cuando su pueblo, su familia, la provincia de Salerno, su horizonte se le hizo angosto, se enroló en aeronáutica militar y acabó en Roma pidiendo trabajo en la agencia de Elda Luxardo, madre del cineasta Dario Argento. "Trabajaba con celebridades. Allí aprendí todo. A mirar dentro de las personas". Tras su viaje español, regresó Settimio a su país y fundó su agencia, Star Press, aún activa.
Pero lo que le hizo mundialmente famoso fue un desnudo: pilló en cueros a Jacqueline Onassis un buen día de 1970 en Skorpios, la isla de Aristóteles Onassis. Un scop que lo convertiría en pionero del paparazzismo. Y ahí empezó otra era. Su caché ascendió a la estratosfera. Dicen muchos que Settimio se hizo rico. Él se ríe. Lo niega. Y miente, claro: su riqueza rezuma en sus fotografías.
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