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PRIMERA PARTE (ESPECIAL GOYAS 2007)

Parejas de hecho

01 Hemos reunido a siete directores españoles con las actrices que han inspirado algunos de los mejores trabajos de 2006, películas que suman 50 candidaturas a los Goya de esta noche. 02 En esa línea de actrices-musas, Maruja Torres repasa grandes nombres de la historia del cine. 03 Y Ángeles González-Sinde, nueva directora de la Academia, hace lo mismo con los 'musos' españoles. 04 En el año de 'Alatriste' y 'Los Borgia', José Luis García Sánchez recuerda el cine histórico de aquí

Pedro Almodóvar le dio a Penélope Cruz el papel de Raimunda, y la crítica se volvió loca. la actriz no ha parado de recibir premios por su actuación en 'Volver'.
Pedro Almodóvar le dio a Penélope Cruz el papel de Raimunda, y la crítica se volvió loca. la actriz no ha parado de recibir premios por su actuación en 'Volver'.OUTUMURO

SIETE DIRECTORES Y SUS ACTRICES FETICHE

El hombre que convirtió a Pe en Raimunda

Pedro Almodóvar, con Penélope Cruz. Director

y protagonista de 'Volver'. La película suma 14 candidaturas a los Goya, entre ellas a mejor película y mejor director. También tienen candidaturas cuatro actrices: Penélope Cruz, Carmen Maura, Blanca Portillo y Lola Dueñas.

Pedro Almodóvar le dio a Penélope Cruz el papel de Raimunda, y la crítica se volvió loca. Tanto que la actriz no ha parado de recibir premios por su actuación en 'Volver',la película que fue candidata a los Globos de Oro y que representará a España en los Oscar. Si lo gana, Almodóvar asegura que, entre otras, se lo dedicará a "santa Penélope Cruz". Y santa Pe ya ha dicho que le debe al hombre que la ha convertido en manchega el haberse dedicado a la interpretación: "Cuando vi 'Átame' supe que quería ser actriz, al menos intentarlo".

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Fotogramas 'goyescos'

Besos para el papá de La Juani

Bigas Luna y Verónica Echegui, director y protagonista de 'Yo soy La Juani'. Ella es candidata al Goya a actriz revelación.

Fueron tres meses y más de 3.000 chicas las que tuvo que ver Bigas Luna hasta encontrar a La Juani. Una chica luchadora y de extrarradio que interpreta la actriz Verónica Echegui. "Supe que era ella por la fuerza de su mirada", cuenta el director, y añade que esta primeriza "tiene muy claro que quiere ser actriz". El realizador confiesa que ella ha entrado en su "universo personal, con cariño y afecto". Para Echegui, Bigas Luna es "muuuy creativo", y admite que lo más tranquilizador fue que "conociendo el trabajo de Bigas, la película no trataba el tema del sexo como en otras suyas". La Juani se ha convertido ya en un icono juvenil.

Dos amigos entonan un canto a la verdad

Manuel Huerga, director de 'Salvador', con Ingrid Rubio. Este trabajo cuenta con 11 candidaturas a los Goya 2007, entre ellos a mejor película y mejor director.

La participación de Ingrid Rubio en la tragedia de Salvador comenzó también con una tragedia. Así lo cuenta Manuel Huerga, su director: "Conozco a Ingrid desde hace mucho tiempo. Un íntimo amigo común, Jorge Déniz, se fijó en su inmenso talento y le consiguió el papel protagonista de Taxi, de Carlos Saura. Pero Jorge murió y nos dejó un poco huérfanos, y en cierto modo su ausencia nos unió de forma especial. Creo que su presencia en Salvador es deslumbrante". Ingrid Rubio interpreta a Margalida, la amante de Salvador Puig Antich; para ella "fue un respiro, un sueño y un oasis" poder realizar este personaje "en medio de tiempos llenos de lágrimas e injusticias". El director puso en contacto a las dos mujeres, la Margalida real y su amiga Ingrid. Fue con una intención clara que cuenta la actriz: "Manel tuvo la flexibilidad y la sensibilidad para dejarme utilizar mi experiencia con el personaje de carne y hueso".

El realizador encontró en su actriz y amiga "implicación y entrega personal, disciplina y seriedad".

El porte aristocrático de una mujer y su espadachín

Agustín Díaz Yanes, director de 'Alatriste', con Ariadna Gil. Es la película con más candidaturas este año, 15, incluida la de mejor director. La actriz también aspira a conseguir el premio a la mejor interpretación femenina de reparto.

"No he encontrado en ella, por ahora, ningún defecto", es uno de los mejores piropos que puede echarle el director a la actriz catalana. "Le ha dado un vuelo delicioso a su personaje. Escribí el papel pensando en ella, su porte aristocrático y su manera de andar". Ariadna Gil replica: "Él es fácil, divertido, cercano y cálido". "Me hizo sentir irreemplazable", confiesa. De su personaje de María de Castro asegura que es "intenso y complejo".

Polvorilla y un señor de Sevilla

Santi Amodeo, director y guionista de la película 'Cabeza de perro', con Adriana Ugarte. La actriz figura entre las cuatro candidatas a actriz revelación.

"Consuelo es una tía muy pasota, agresiva, pero con mucho sentido del humor. Logra que lo injusto sea justo". La descripción podría ser del autor del guión de 'Cabeza de perro', pero no, pertenece a su intérprete, Adriana Ugarte, de 21 años. Amodeo, sevillano, de 37, dice de su actriz que es una polvorilla: "Cuando terminas de ensayar o rodar, ella siempre quiere más, todo le parece poco". Para el realizador, el personaje "comenzó a tener alma" cuando se metió en el cuerpo de Ugarte. "Ella no sabe medir sus energías ni gestionar sus emociones, y eso la hace grande". La actriz afirma que se dará "un fiestón" si se lleva la estatuilla… "Y si no, también", concluye.

El joven que le robó la sonrisa a una reclusa

Daniel Sánchez Arévalo y Marta Etura, director y protagonista de 'Azuloscurocasinegro'. Esta película tiene seis candidaturas, incluidas las de ellos dos, a mejor dirección novel y a mejor interpretación femenina protagonista.

A Marta Etura, su director la condena a estar prácticamente entre cuatro paredes. Encerrada en una cárcel, y, dentro de la prisión, en una habitación de vis a vis. "Quería borrarle a Marta la sonrisa de la cara hasta el final de la película", explica el realizador. "Pensé que ella podía encajar perfectamente por el contraste": una cara de ángel dando vida a una mujer molida a palos por la vida. "Fue una de las cosas que más me gustaron del personaje", cuenta Etura, "poder defender a un tipo de persona que aún no había interpretado". Sánchez Arévalo recuerda una anécdota que ha contado Alejandro Amenábar. "Cuando todavía no se había consagrado, dicen que se acercó un día a Javier Bardem y le dijo: 'Algún día, yo trabajaré contigo', y le salió Mar adentro. De una forma mucho más humilde, claro, a mí me pasó lo mismo con Marta Etura. Siempre he creído que era una de las mejores actrices de España. En una fiesta posterior a la entrega de los Goya tuve la oportunidad de decirle esa misma frase, pero, como soy muy cortado, no me atreví". Pero le dio el papel, tal vez el personaje de su vida.

Malas, neuróticas, imprescindibles

Grandes, tremendas actrices, diosas del Olimpo de Hollywood. Llegaron a las pantallas de cine de la mano de los mejores directores de la historia. Empezaron como musas y acabaron como reinas. Fueron chicas malas pero inmortales. Por Maruja Torres.

Buscando inspiración para este texto he rastreado los escritos de Terenci Moix contenidos en los volúmenes Mis inmortales del cine. Más que inspiración, lo que he recibido ha sido un sobresalto. ¡Cuánta gente, cuántas reinas de la pantalla -pues de eso se trata aquí- me resultan imprescindibles! ¿Cómo hacerles justicia a todas y cada una de ellas? Más que a la consulta de los libros, deberé recurrir a la selección de mi memoria.

Y como los recuerdos son muy suyos, empiezo por advertirles que, hecho un breve repaso, no descubro en mi elenco a ninguna buena chica. Ya saben: la ingenua, la sonriente vecina / novia / esposa con su dosis de abnegación, sacrificio y optimismo ante la adversidad. Puede que las chicas buenas vayan al cielo, pero no al Olimpo de las diosas. Ahí sólo tienen entrada las malas (entre ellas, Mae West, la ingeniosa autora de la cita aquí parafraseada y que tantas veces hemos saqueado), o aquellas que, yendo de buenas, tenían su retranca. Pero debo confesar de inmediato que Mae West, aunque disfruto de su ingenio, no es mi favorita. Siempre y por encima de todo, ese rango lo detentará Ava Gardner: la Ava de Mogambo, la que, pese a disponer de un pasado como una selva revuelta, seguía conservando corazón, cerebro y una afilada ironía. Nada menos.

Gardner era un sueño de señora, pero sólo en Mogambo habló y actuó como ella misma solía hacer en la vida real. Puede que John Ford, especialista en mujeres mundanas con sentimientos -más adelante le sirvió un papel similar a otra dama estupenda, Anne Bancroft, en Siete mujeres-, moldeara a su protagonista a la medida de Ava; pero no hay que olvidar que en Red Dust, versión anterior de Mogambo, ya interpretaba el mismo papel otra de mis imprescindibles, hoy injustamente olvidada: la rubia platino Jean Harlow, mujer dotada de gran sentido del humor y de una hermosura tan sensual -demonios, aquel raso pegado a sus caderas- como lamentable fue su corta vida, ya que no sólo no alcanzó la felicidad, sino que no tuvo ni tiempo para sustituirla con otra cosa: falleció a los 26 años de una insuficiencia renal.

Sin salir de Mogambo, veamos a la otra del reparto. La buena, por así decirlo. Grace Kelly. Menuda mosquita muerta. Por eso, por no haber sido buena de verdad -salvo en un melodrama sin glamour, The Country Girl, su peor película, por la que le dieron un Oscar: era tan repugnantemente virtuosa que prefería Bing Crosby ¡a William Holden!-, la Kelly ocupa un lugar de honor en mi panteón de rubias naturales o decoloradas predilectas. En Mogambo conseguía resultar odiosa, como aquella compañera de colegio que nos birlaba los novietes y a la que nunca podremos perdonar. En La ventana indiscreta engañaba a James Stewart -y hacía bien-, prometiéndole abandonar sus propias preferencias profesionales y calzar zapatos planos para seguirle fielmente. En Atrapa a un ladrón era una rica consentida que se comportaba como una buscona con diamantes para atrapar a Cary Grant.

Lo cual me lleva a otro robo, a otro Hitchcock y a otra ingenua que resultó no serlo. Janet Leigh había encarnado durante años el sueño hollywoodiense del hombre medio: la buena chica y con unas enormes tetas. Lo simpático de Leigh era el contraste entre sus atributos mamarios y su casta faz. Tras haber hecho de ingenua en películas y en la vida real -cargó con Tony Curtis y con el papel de esposa feliz de Hollywood-, se descolgó interpretando a la secretaria ladrona de Psicosis, película por la que la recordaremos siempre, y no sólo por su ducha de choque; también porque quedó claro que Leigh podía mostrarse algo torpe eligiendo hospedaje, pero, desde luego, no era ninguna santa.

Las buenas del cine que merecen memoria no eran buenas. Hasta la más boba de las bobaliconas, Ann Blyth, acabó haciendo de mala hija (para que su madre, Joan Crawford, pudiera ganar un Oscar por sufrir en Alma en suplicio). Tenían un lado oscuro. Podía tratarse de un secreto. O de argucias. O bien existía una grieta en su sistema nervioso. Aguas turbias bajo los nenúfares. Tomemos el caso de otra aparente ingenua. Natalie Wood creció haciendo de niña prodigio y con el tiempo se convirtió en un pimpollo apetecible y pizpireta que rodó bastantes películas tontas y una obra maestra -Centauros del desierto, del mencionado Ford-, pues tomaba decisiones erróneas en su trabajo, así como en su peripecia sentimental, que se distinguió por una especie de huida hacia delante. Fue la adolescente con angustia vital de la sobrevalorada pero mítica Rebelde sin causa, y como María en West side story, supo saltar del gorgorito al luto con mucha dignidad. Protagonizó Esplendor en la hierba, de Elia Kazan, y su encarnación de la neurosis juvenil era tan inquietante que décadas después, cuando se ahogó al caerse del yate, la imagen de aquella muchacha patética, que intentaba entender su sexualidad en un ambiente represivo y atroz, se superpuso a todas las otras Wood de su carrera.

Otra niña prodigio fue Elizabeth Taylor, pero ésta consiguió sobrevivir a catástrofes, maridos, operaciones quirúrgicas, viudez, alcohol, joyas, malas películas, las clínicas de rehabilitación, la muerte de sus mejores amigos… y a sí misma. Taylor no es mi actriz preferida, pero sí es mi monstruo imprescindible. Y pensándolo bien, hay una película que sólo ella pudo interpretar. Me refiero a Un lugar en el sol, en donde encarnó el ideal inalcanzable, la joven rica y perfecta a la que aspiraba un Montgomery Clift a tope de guapo y sin posibles. En Cleopatra, pese a sus esfuerzos, parecía hallarse echando discursos en el sótano de Harrod's. Y en La gata sobre el tejado de zinc sólo habría parecido creíble de haberse acostado con su suegro.

Llegados a estas alturas del artículo, es lícito que los lectores se pregunten adónde voy. ¿Qué ha pasado con Greta Garbo? ¿No fue acaso la Divina? ¿Se ha traspapelado Marlene Dietrich? ¿Saldrán las dos Hepburn, tan únicas cada una en lo suyo? ¿Ignoraremos a Bette Davis, a Joan Crawford? ¿Y adónde han ido a parar Rita Hayworth y Lana Turner, esas sacerdotisas devorahombres? ¿Le tenemos manía a Lauren Bacall, tan elegante siempre que acabó aparentando 50 años a los 30 años? ¿No sentimos adoración por la Barbara Stanwyck de Hawks y Sturges (Preston)?

Les confesaré algo. Estoy harta de hablar siempre de las mismas. Por supuesto que las Grandes son grandes. Greta tuvo los santos ovarios de besar a su doncella en la boca en La reina Cristina de Suecia y de nadar desnuda en las piscinas de sus amigos de Hollywood. Katharine Hepburn reconstruyó su carrera tras no pocos tropiezos, y lo mismo hicieron Davis y Crawford. Marlene fue irrepetible, y en cuanto a Rita Hayworth y Lana Turner: nunca hubo una mujer como Gilda, y a Lana el cartero jamás la pilló sin peinar. No enamorarse de Bacall en cada proyección de Tener y no tener es un caso de ceguera. ¿Audrey? Inmarchitable. Sin estas mujeres, el Cine con mayúsculas no habría sido posible.

Tremendas mujeres del cine emergieron en la pantalla firmemente ancladas sobre los hombros -y, con frecuencia, pisándoles el cráneo- de sus directores. Greta Garbo marchó a Hollywood gracias a Max Stiller, y una vez allí le abandonó por cómodos artesanos. Marlene Dietrich hizo lo propio con Josef von Sternberg, aunque tardó lo suficiente como para protagonizar películas imperecederas como Capricho imperial. Jeanne Moreau fue musa de Françoise Truffaut; Monica Vitti lo fue del Antonioni de la incomunicación y la decadencia burguesa, y, mucho antes, Ingrid Bergman lo había sido de Roberto Rosellini, neorrealista experto en el arte de aprovechar y a quien Bergman, siendo su esposa, le salía gratis. Grace Kelly fue bastante musa de Alfred Hitchcock, a quien defraudó haciéndose princesa, y Lauren Bacall lo fue de Howard Hawks, a quien decepcionó al convertirse en señora de Bogart. Ah: cuando las musas son caballeros -Cary Grant para Hitchcock, Robert Redford para Sydney Pollack- se les llama álter ego. Por el ego, precisamente.

Pero del mismo modo que me gusta pensar que, en un remoto futuro, en alguna memoria interesante, perdurarán Jessica Lange y Diane Lane, deseo hablarles de actrices sin las cuales no habrían podido hacerse determinadas películas que fueron importantes para nuestras vidas. Porque una carrera cinematográfica puede basarse en la excepcionalidad suprema, en el talento para modelar su imagen y hasta adaptar a ella la vida privada, en una cuidadosa selección de vehículos interpretativos, en todo ello simultáneamente… o en la casualidad de dar con el personaje que las -y nos- marca para siempre.

Tengo que hablar, por tanto, de Gene Tierney. La de Laura, de Otto Preminger, obra cumbre del cine negro; muchacha misteriosa y objeto de perfidias. La de Que el cielo la juzgue, pedazo de psicópata entregada al ameno desarrollo de los celos salvajes y sus exigencias, con asesinato de cuñado paralítico y una interrupción de embarazo por salto de escalera, eso en 1946 y como si tal cosa. Gene Tierney incrustó para la eternidad su rostro exótico y su elegante silueta en la memoria más exquisita. En su vida personal padeció lo suyo -divorcios, muerte de una hija, clínicas psiquiátricas-, pero si hay algo que los cinéfilos no hemos olvidado, es "aquella tarde de verano en que mataron a Laura".

Por el contrario, Jean Peters, que fue La mujer pirata, espléndida, en el 51, para Jacques Tourneur, tuvo una existencia más placentera y una carrera que, aunque corta, le dio personajes agradables. Se casó con unos cuantos millonarios -fue la segunda y última esposa de Howard Hughes- y en la pantalla alfabetizó a Marlon Brando entre achuchones, en ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan, tras haber sido secretaria en busca de novio en Creemos en el amor, una de las primeras películas en cinemascope y color de luxe. Sin embargo, el papel de su vida sería en blanco y negro y en un filme también de ladrones: Manos peligrosas, virulentamente anticomunista, pero excelente historia que dirigió Sam Fuller y en donde Richard Widmark le robaba el monedero en el metro a una Jean chuleada por el "peligro rojo". El gran público de la televisión la recordará como la modosa recién casada de Niágara, pero créanme, ese filme no le hace justicia.

No, no he olvidado a Marilyn Monroe. Aunque ¿de verdad quieren que volvamos a reconocer su vulnerabilidad, su inseguridad patológica, lo gran actriz que era y la increíble luz que emanaba de su piel? Fue una estrella, y su desdichada vida, así como su trágica muerte, la convirtieron en mito. No la alcanzó la verdadera pesadilla de los actores y actrices: el olvido.

Que es lo que le sucedió a Frances Farmer, personaje de altura que no pudo ser actriz total. La olvidaron pese a que fue muy guapa, muy prometedora, muy independiente, muy izquierdista y muy maniacodepresiva. Farmer es una out-sider hasta en la derrota. Un viaje de juventud a la Unión Soviética, ganado en un concurso de escritura -junto con su apoyo a la República durante la guerra de España y su trabajo en el teatro neoyorquino de vanguardia-, le valió persecución por parte de los inquisidores de McCarthy, y su tendencia al alcohol y la Benzedrina -que tomaba para no engordar- hicieron el resto. Se deshicieron de ella metiéndola en manicomios en donde le propinaron electrochoques e hidroterapias. De nuevo en la calle, Farmer nunca volvió a ser ella misma. Murió de cáncer en 1970, a los 57 años. En 1982 hicieron su película biográfica, la mediocre Frances, que Jessica Lange -nacida en 1949: el año en que Farmer fue dada de alta- salvó con una matizada y tierna interpretación. Jessica, que merece ser inmortal en el futuro.

Más que inmortal, imprescindible. Como las otras.

El hombre perfecto

Hay hombres inalcanzables y otros que son auténticos mitos, pero las mujeres directoras tienden a idealizar a sus actores mucho menos que los hombres, o al menos eso opina la nueva presidenta de la Academia del Cine. Por Ángeles González-Sinde.

Es hora de que se sepa. Yo he llegado a esto del cine por culpa de un hombre. Un hombre que me doblaba o cuadruplicaba la edad. Yo nací y él acababa de cumplir 79 años. Pero no estaba retirado como puede creerse. No, afortunadamente para mí, seguía trabajando. Tuve la malísima suerte de que al año siguiente se me muriera. Yo apenas contaba uno de edad, estaba demasiado atareada aprendiendo a andar como para meterme con el tema de los guiones, la censura, etcétera, con lo que me perdí la oportunidad de trabajar a su lado. Pero no caí en el desaliento. Nunca he creído que algo tan incomprensible como la muerte me pueda alejar de una persona. Y mucho menos si esa persona es un actor, y mucho menos un muso. Los musos son como las hadas, están ahí para echarte un cable. Más o menos.

Pasaban los años y a mí mi muso me seguía encandilando. Trabajé un poco de esto, un poco de lo otro y por fin me puse a escribir un guión. Yo pensaba que estaba completamente disimulado este amor mío y que nadie notaría nada, pero en cuanto aquella comedia llegó a manos de un verdadero guionista llamado Rafael Azcona, éste me llamó a capítulo. "Tu guión tiene un pase, funciona, lo único malo es que tu actor protagonista hace muchos años que falleció". Zas, mazazo terrorífico en plena cocorota. Era cierto, por mucho que mi muso me inspirara, mi muso ya no podía interpretar los papeles que yo le escribía. ¿Qué hacer? Me encerré en casa. Me puse una y otra vez esas películas que yo tanto amaba: Bienvenido Mister Marshall, Historias de la radio, La vida por delante, El cochecito, El verdugo, La gran familia, La familia y uno más y El verdugo otra vez (ésta me la pongo todos los años varias veces). Era cierto. Tenía que enfrentarme a la durísima realidad: yo no iba a poder trabajar nunca con Pepe Isbert.

Esta antipática situación en los comienzos de mi carrera, tener un muso y saberlo inalcanzable, me ha mantenido bastante alejada del concepto muso-fetiche-icono, llámalo equis. No me gusta escribir con actores en mente. Luego van y no quieren hacer el papel por razones tan peregrinas como que el productor no paga suficiente o que están criando malvas. Ya ves tú.

Y es que buscar al actor adecuado para el papel adecuado es algo que no le recomiendo a ninguna persona de naturaleza indecisa como la arriba firmante. El proceso de casting que tan criticado es por los actores, a mí me resulta, además de criticable, angustioso. Los quiero contratar a todos. Me gustaría ser como ciertos directores que, para evitarse pasar por ese trago, siempre trabajan con los mismos. Mi padre era un poco así. Mi padre, en todos los guiones que escribía con Garci o con otros, al protagonista lo llamaba José, e invariablemente lo interpretaban o Pepe Sacristán, o Emilio Gutiérrez Caba, o Alfredo Landa, por riguroso turno.

Sin darme cuenta y por contagio, al poco tiempo, Pepe, Emilio y Alfredo se habían convertido también en musos para mí. Allí estaban, saliendo también en mis películas. Si no en las reales, al menos en las soñadas. Esas maravillosas en que todo el monte es orégano y a los perros los atamos con celuloide. Y no dependen de cifras de taquilla, ni de subvenciones, ni de shares, ni de comisiones o jurados o informantes anónimos. ¡Mecachis en la mar! Ya estaba yo saltándome mis principios.

Ignoro cómo son los musos de otras mujeres cineastas. Me da a mí que ellas no son muy de musos. Tengo una teoría al respecto. Es una teoría que no cuenta con ninguna base científica, por lo que, queridos compañeros directores, ahórrense las típicas cartas al director protestando. Es una percepción personal, pero observo que los actores que las directoras eligen para representar al hombre estupendo de la peli están más cerca del hombre de verdad, del español medio, que las actrices elegidas por sus colegas directores para interpretar a la fémina de la peli. El físico condiciona más a las actrices que a los actores. Los galanes de las pelis españolas pueden ser estrechos de pecho, calvos y barrigudos. Incluso mayores. Las mujeres, no, por favor. Las directoras intentan equilibrar eso haciendo a todo el mundo más normalito. Claro, que hay excepciones: ahí está Chus Gutiérrez, que para Poniente llamó a José Coronado, hombre de atractivo estratosférico. Y María Ripoll, en Utopía, tenía a Leonardo Sbaraglia que es argentino, y los argentinos ya sabemos que superan con mucho nuestra media nacional. Lo siento, chicos, es así. La economía les va mal, pero el tema genes italianos, bien.

Repaso un poco los actores que eligieron Josefina Molina, Ana Mariscal, Pilar Miró, Chus Gutiérrez, Icíar Bollaín, María Ripoll, Patricia Ferreira, Daniela Fejerman o Inés París para sus películas y, la verdad, no puedo sacar conclusión alguna. Estas tías son de lo más chaquetero. Les debe pasar como a mí, que por no casarse con ninguno, se quedan para vestir santos.

Alguna coincidencia hay, pero pocas. Icíar ha trabajado dos veces con Luis Tosar. Pilar Miró, en sus dos últimas películas, trabajó con Carmelo Gómez. Fejerman, París y Gutiérrez se han decantado por Ernesto Alterio en varias ocasiones. Y los tres sirven perfectamente para ilustrar mi hipótesis: que las mujeres directoras tienden a idealizar menos al hombre que los directores varones a la mujer. Nuestro hombre perfecto, ese hombre ideal, está más cerca de Tristán que de Brad, por así decir.

Pero, cuidado, que esto en sí no significa necesariamente que las mujeres directoras seamos más "majas", "humanas" o "generosas con el prójimo". Para nada. Quizá sea un rasgo que señale todo lo contrario: que no nos hacemos ilusiones, que estamos resignadas a la imperfección de nuestros compañeros de lecho y de vida. Los hombres, por el contrario, con la sublimación de la mujer de la que hacen gala en sus pelis, nos podrían estar diciendo que sólo diosas como Ariadna, Aitana, Maribel, Paz o Penélope están a la altura de representarnos al resto de mujeres españolas.

Qué sé yo. En cualquier caso, ese hombre tipo, ese muso, está más cerca de Antonio de la Torre, un actor que este año verán en la gala de los Goya. Está nominado a mejor actor de reparto por Azuloscurocasinegro y además hace de marido de Penélope Cruz en Volver. Escojo ese nombre no al azar, sino porque es el que más sale si cruzas las filmografías de Chus Gutiérrez, Icíar Bollaín y servidora. Las tres hemos trabajado con él. Varias veces. Y pensamos seguir haciéndolo, me temo. Señoras, hay que organizarse. Antonio para todas.

Sin embargo, de todas las directoras españolas, envidio con saña no a Isabel Coixet, que hace filmes con macizos foráneos, sino a Josefina Molina y a Patricia Ferreira, porque, según mi profundísimo y serio estudio de los musos en el cine español, son las únicas de todas nosotras que han podido trabajar largo y tendido con el mayor muso del cine actual. Este supermuso, por cierto, también estará presente en la gala de los Goya porque está, en cierto modo, seleccionado o, al menos, candidata es una película sobre él, La silla de Fernando. Una película que está bastante bien, pero que tiene un defecto grande, que en un momento dado va y se acaba, cuando una lo que desearía es seguir allí sentada mucho más rato escuchando a Fernando.

Sí, me han descubierto, vuelvo a incumplir promesas. Poseo otro muso-fetiche-icono. Pelirrojo, además. Desde que lo vi del brazo de Analía Gadé buscando piso, ser electricista con Elvira Quintillá, jugar al fútbol sin saber, o fingirse mal actor por esos caminos de España, me alimenta frente a la página en blanco. Aunque veo muy difícil que yo algún día pudiera trabajar con él, porque en presencia de Fernando Fernán-Gómez caería en un mutismo nervioso y me postraría a sus pies abochornada de ser tan poca cosa. Es lo que tienen los musos, que te dejan para el arrastre.

Aquel cine de cartón piedra

Hace años hubo un cine histórico español donde todo era falso. Películas mezcla de tebeo y catecismo fabricadas por los que ganaron la guerra para instruir a los que la perdieron. Forman parte de un pasado superado. Por José Luis García Sánchez.

En la cosecha anual de 2006, el cine español presenta, además de otros lucidos productos, varias películas de época realizadas con altos presupuestos y gran competencia técnica. En sus repartos hay artistas eminentes, jóvenes y veteranos. Son obras brillantes, ambiciosas y de aceptación popular. En estas historias, los edificios son de piedra; las armas, de metal; el vestuario, de tela, y hasta las barbas son de pelo de verdad… Obras solventes, todas en color, de buena factura, incluso financiadas en complicidad con las cinematografías de otros países. En general, nadie sale de las proyecciones pensando que vive en el mejor de los países, ni que su raza es superior, ni siquiera que España sea la reserva de nada.

Quizá no sea inoportuno recordar que hace años hubo otro y bien distinto cine, al que se llamaba cine histórico español, donde todo era de cartón. De mentira. En blanco y negro. Se pretendía que los espectadores salieran de las salas dispuestos a dar su vida por la bandera roja y gualda.

Hablamos de un género cinematográfico con personalidad propia. Un made in Spain como el sainete, la zarzuela o las películas de toros. No se quiere aventurar el que todos los títulos que se citan sean buenos; probablemente ninguno lo es. Tratamos de tener piedad para aquel cine, porque es una manera de perdonarnos a nosotros mismos. De asumir nuestro pasado. De entendernos mejor.

Al fin y al cabo, esas películas todavía se siguen proyectando en las televisiones: aún no han sido dadas de baja, y pueden interesar. Un ejemplo: ¿a quién le puede llamar la atención Serenata española, una biografía de Isaac Albéniz dirigida en 1947 por Orduña? ¿A Ruiz-Gallardón, porque es la biografía de su bisabuelo? ¿A los aficionados a la música culta y admiradores de Tordesillas, pianista y actor? ¿A Carlos Larrañaga, que aparece en los créditos como "el niño Carlitos L. Ladrón de Guevara"? ¿A Carmen Sevilla, que sale hecha una niña? ¿A los partidarios de Quintero, León y Quiroga? ¿A la familia de los Burmann, porque el patriarca don Sigfrido no sólo es el autor de un decorado en el que reproducía Bruselas, sino que interpreta un papelito? ¿A la gente de Córdoba, porque hay una vista de la ciudad de 1947?

Lo que sigue no pretende ser un estudio. Es el sedimento que ha quedado en la memoria después de muchas sesiones infantiles de cine y algunas revisiones televisivas.

La Legión no se rinde

Al terminar nuestra guerra, los mejores directores españoles, Benito Perojo y Florián Rey, rodaron sus películas en los estudios de los camaradas de Roma y Berlín hasta que ellos empezaron su guerra. Los cineastas hispanos se encontraron de golpe con una escasez tan grande de medios, que la comida provocaba delirios alimenticios (véase Los cuatro robinsones). Había pocos caballos, menos jinetes, incluso escaseaba el cartón piedra. Faltaba película virgen, los focos estaban hechos una lástima, había restricciones…, y muchos actores estaban en América o en El Puerto de Santa María.

Entonces aparece el género cine histórico español. El punto cero es Raza, una mezcla de tebeo y catecismo. Escrita para niños y militares sin graduación por Jaime de Andrade, pseudónimo del propio Franco, y llevada a la pantalla por el muy capacitado director de cine, primo del protomártir de la Falange, José Luis Sáenz de Heredia, es el germen de otros filmes que nacen históricos siendo contemporáneos. Como filmados en mármol. Fabricados en un tiempo de uniformes…, en unas calles llenas de mutilados, estraperlo y camisas azules; en un clima escalofriante acostumbrado al fusilamiento cotidiano, con la naturalidad que puede verse en El abanderado.

El cine patriótico español, subgrupo del cine histórico, venía demasiado trufado de consignas; tanto, que en varios casos se pasaron de la raya y les salió tan franquista el producto, que Franco se vio en el doloroso trance de fusilarlas; perdón, prohibirlas (Rojo y negro o El crucero Baleares, que recuerde).

Los censores no tenían el trabajo de leer los guiones porque los escribían ellos mismos. Eran argumentos con poca complicación: meros recordatorios de efemérides cercanas. La heroica defensa del alcázar de Toledo (Sin novedad en el alcázar), el no menos heroico episodio de Nuestra Señora de la Cabeza (El santuario no se rinde) y muchas gestas legionarias en tierras de África. Pero ninguna llegó a la perfección de Raza, en la que el guionista supo emulsionar los altísimos ideales de la patria con la conservación del linaje y la defensa hasta el martirio de la religión. La familia, raíz de la patria al servicio de la educación cristiana…

En Raza existe el perdón. El vencedor, generosamente, disculpará las malas acciones del vencido siempre que cumpla estas tres condiciones: a) reconocer públicamente sus errores, b) denunciar a sus cómplices y c) morir cristianamente.

Era fundamental dejar claro quién era el bueno, y quién el malo, el ortodoxo y el heterodoxo. Había una coherencia entre lo que se leía en el libro de texto, lo que se hablaba en la radio, lo que se decía en el púlpito y lo que salía de la pantalla.

Mientras Pío Baroja aparecía como actor en las adaptaciones de sus novelas (Zalacaín el aventurero y Las inquietudes de Shanti Andía) y a Manuel Machado le tenían de supervisor literario (Inés de Castro), el cine heroico se alimentaba de una sustancia narrativa tan exaltada, que cuando se ponían a cantar la amistad entre legionarios o camaradas de centuria, aquello adquiría una textura homosexual tan evidente como contraria a la voluntad de los machotes autores. Nadie comprende hoy el reproche amoroso del capitán Balcázar al teniente Herrera por querer casarse con su novia en Harka, o la imagen de un legionario cantando sevillanas disfrazado de gitana en ¡A mí la Legión!, o los delicuescentes sargentos pasados de virilidad en Póker de ases… Al hipertrofiar lo castrense, al despreciar el blando papel de la mujer en la vida y glorificar la sana camaradería cuartelera, pasaba lo que pasaba…, que salía la pluma. De uniforme. Estilográfica, pero pluma.

Agustina de Castilla, leona de Aragón

Algún tiempo después comienza a cambiar el patriotismo. Italia y Alemania empezaban a palmar y convenía despegarse de ellos. Teníamos heroísmos en nuestra historia para dar y tomar, empezando por Viriato. La guerra civil deja paso a la Reconquista, o a la guerra de la Independencia.

Se empieza a hacer un cine histórico a partir de la literatura decimonónica. Frases célebres, cuadros románticos, estampas escolares, escenas de teatro… No se trata de adoctrinar con consignas, sino con ejemplos. ¿Cómo que no son patriotas los catalanes? ¿Y El tambor del Bruch?

Las mujeres habían tenido pocos papeles, y sin matices: la guapa (El frente de los suspiros), la viuda (Alhucemas), la astuta (La princesa de los Ursinos)…, como correspondía a una sociedad en la que sólo los hombres podían ser reyes, militares, jueces, sacerdotes. En la primera época posguerrera, las bravas chicas de la Sección Femenina no aparecían en las pantallas: la conservación de las decencias y las virginidades limitaban mucho. Tenían que aguantar el dogma de que el matrimonio es un sacrificio (La esfinge maragata) o el que un marido aviador prohibiera leer a Tolstói (Retorno a la verdad).

Pero Adolfo y Benito habían perdido la guerra, seguramente por ateos, y el protagonismo de nuestras películas históricas pasó a las mujeres: madres, santas, abnegadas… Gritaban mucho porque eran heroínas de orgasmo contenido. Por algún sitio tenía que salir tanto anhelo, tanto patriotismo, tanta virginidad, tanta encendida pasión: brotaba dando voces. Desde las almenas de un castillo, o por las llanuras manchegas… Doña María la Brava o doña Juana, La leona de Castilla. Locura de amor. Damas de tronío, como las aún felizmente reinantes Amparo Rivelles y Aurora Bautista. O Susana Canales, vibrante vascocristiana (Amaya). O María Dolores Pradera, que gritaba menos por ser rubia.

De mano femenina, y en una película española, una joven falangista inventa la Reconciliación Nacional al decir al ex comunista José Suárez: "En España no hay vencidos". Antes que Dolores Ibárruri. Era en Ronda española, de 1951.

Gigantes y cabezudos

Los galanes venían de una guerra de la que habían salido mutilados de cuerpo o de alma. Unos eran bajitos, otros andaban escasos de pelo; a alguno le fallaba la dentadura, toques de estrabismo, inicios de adiposidades, estatura corta. Estaban tan deteriorados, que movían más a la risa que al deseo. Mal asunto una cinematografía en la que los galanes eran simpáticos. Tan bajo era el nivel de belleza masculina, que nuestro Leslie Howard era Fernando Fernán-Gómez. Había que ver a Fernando Rey, el galán que había tenido en sus brazos a Sara Montiel y a Aurora Bautista, vestido de escocés en Eugenia de Montijo…

Un dato que necesita análisis es el de la aparición en el cine de las masas. Grupos de alborotadores (La moza del cántaro, Los últimos de Filipinas) vestidos de antiguos y blandiendo aperos de labranza, como corresponde a un país "eminentemente agrícola" (bieldos, horcas, hoces, varas de arrear bueyes, escobas…, antorchas si era de noche) unas veces justificadamente como en Fuenteovejuna, y otras porque sí, como en la manifestación republicana de Pequeñeces. A veces eran soldados como los que cantaban azarzuelados en El milagro del Cristo de la Vega. O indígenas en taparrabos a los que bautizaban en Alba de América. O feligreses en el Corpus de La dama del armiño. O parlamentarios decimonónicos dando voces en El marqués de Salamanca. Estos figurantes ¿venían en grupo desde las manifestaciones en contra de la ONU? ¿Llegaban después de pedir limosna en la puerta de las iglesias? ¿Eran presos políticos?

En todo caso, tenían cara de hambre.

El milagro del gallo

Se veía que lo de la Falange no tenía futuro. La gente empezó a planchar las camisas blancas en lugar de las azules y a frecuentar más la misa de doce que las reuniones de centuria. En las sierras dejó de oírse el cántico exaltado de las montañas nevadas para dar paso al susurro rezador de los ejercicios espirituales.

El público empezó a hartarse de las efemérides y de las barbas. Aparecen las películas de los milagros, y las películas de comunistas que vienen del frío o de comunistas que vienen del maquis.

Empezó la Virgen en Nuestra señora de Fátima vociferando contra la Rusia bolchevique. Y se le cogió el gusto a las historias religiosas y anticomunistas. Se vio a Paco Rabal en El canto del gallo gritando entre militares soviéticos blasfemantes "soy un sacerdote". Se vio al mismo Rabal enviado a España desde Moscú con la misión de asesinar a su padre en Murió hace quince años.

Los protagonistas eran sacerdotes. Sin afeminamientos. Balarrasas que luchaban contra el enemigo comunista o masón.

En el cine anterior, el papel de malo lo solía interpretar Manuel Luna, pero no podía hacer de ruso porque todos sabían que era sevillano y, además, estaba muy mayor; ya no daba miedo. Así es que se recurrió a un extranjero, Gerard Tichy. Un alemán, una bellísima persona que siendo casi un niño guerreó en las filas del Tercer Reich. Este pasado nazi parece que le convertía en el perfecto comunista ruso, polaco o húngaro del cine hispano. Llegó a nuestro país en un barullo de cineastas que escapaban de sus patrias europeas, entre los que había directores (Ladislao Vajda, Carne de horca), fotógrafos (Hans Scheib, Forja de almas; Guillermo Goldberger, Un drama nuevo; Enrique Guerner, Cuentos de la Alhambra), actores (Luis Induni, Lo que nunca muere), escritores, decoradores, maquilladores… En el paquete de los italianos vino hasta la cuñada del Duce, la hermana de Clara Petacci, que aquí estuvo haciendo papeles bajo el pseudónimo de Miriam Day (El emigrado, Doña María la brava). En el cine, como en la Legión, no se les preguntaba si eran fascistas, judíos o saltimbanquis. No por generosidad española, sino por costumbre de peliculeros y para bien de la profesión, porque los refugiados enseñaron a trabajar a los nativos.

También por esos años nuestra cinematografía se ocupó de dar noticia histórica de la evangelización colonial. En Misión blanca, un misionero explica: "Los hombres dominados por el ébano son muy especiales; así hay blancos que se olvidan de sus principios y acaban gustándoles las negras".

Americanos...

En aquel oasis de paz que -dicen- era España, con familia, municipio y sindicato, todos ellos verticales, se empezaron a complicar las cosas. La Historia se parecía cada vez menos a lo que se estudiaba en clase.

Apareció Orson Welles y rodó Mister Arkadin, un producto en el que trabajaban la propia doña Amparo Rivelles y Raúl Pérez Cubero, y Gil Parrondo. Detrás de él vinieron más americanos y Ava Gardner. Los profesionales del cine empezaron a trabajar para los yanquis; bueno, los profesionales del cine y los profesionales de todo.

Pero a los actores se les atravesaron los idiomas. Y así quedaron nuestros galanes de segunda, haciendo bulto entre los generales del Cid o los ministros del zar o los gladiadores de Espartaco. Limitándose a asentir o a dar vivas, porque aquí sólo hablaba inglés Fernando Rey.

Hay que rendirse a la evidencia, como se rindió don Ramón Menéndez Pidal: vinieron los americanos a hacer el mejor cine histórico español. Lo curioso es que el Cid medía dos metros y doña Jimena estaba de mojar pan. Puestos a mentir, por lo menos que el embuste sea bonito.

A partir de ahí, el cine español cada vez fue más cine, pero menos histórico.

¿Dónde vas, Alfonso Parra?

Pero antes de El Cid, nuestro pobre cine de barbas ya había recibido una estocada de muerte. Las películas se pusieron de color para que volviera al trono de la fantasía quien nunca dejó de ser el galán de las modistillas: un joven príncipe.

Un príncipe en el que se juntaran las apetencias de una derecha española rancia, la derecha de toda la vida, y los suspiros de las modernas chicas de la Cruz Roja que acababan siempre casándose con el sapo… Un príncipe yeyé.

Así acabó el cine histórico español por antonomasia: cuando España se apuntó a la vuelta de los Borbones. El primer síntoma cinematográfico fue la arrolladora aparición de Alfonso XII y su prima tuberculosa. No parece posible que Vicente Parra hubiera podido encarnar con propiedad a un falangista heroico. Era otra cosa. Era la historia del bisabuelo del que Franco había nombrado su sucesor

Después de Orson Welles y los americanos apareció a traición Luis Buñuel y entreabrió la puerta a la anti-España. Fue el acabose del cine histórico, del que ya habían empezado a hacer escarnio en Esa pareja feliz los niñatos: Bardem y Berlanga.

La reina católica de España se convierte en la tía Tula, para bien de ella, del cine y de todos nosotros. Amparo Rivelles, la leona de Castilla, se marcha a México. María Dolores Pradera se dedica a cantar La flor de la canela.

La galanura se encarnó en José Luis López Vázquez y Alfredo Landa.

España dejó de ser un país eminentemente agrícola para ser eminentemente cinematográfico. Los jóvenes, en vez de irse a hacer ejercicios espirituales o a desfilar con pantalón corto, se dedicaron a hacer cortometrajes. Los almacenes de ropa vieron cómo llegaban los figurinistas y resulta que las ropas que habían vestido a todas las reinas de España ya no valían para las maribeles verdús; las coronas que ciñeron las sienes de los monarcas más ilustres no servían para coronar a los coronados…

The End

Era un cine histórico entre comillas. Para después de una guerra sin comillas. Un cine que hereda los modos y maneras -los malos modos y las malas maneras- de la literatura popular romántica, folletones que nutrían las almas soñadoras de las chicas de servicio o las amas de cría decimonónicas…, impresos por obreros socialistas con tartera y gorrilla… Personal para el que el padre Coloma y otros ilustres comunicadores/educadores inventaron una mitología casera con ilustraciones coloristas en las que se daba una visión interesada de la patria, de la religión y de la vida. Mitología alimentadora de la fantasía infantil en la que se forjan los misioneros, los patriotas, los ateos y los blasfemos, y los golfos, apóstatas y traidores.

Como restos arqueológicos, quedan aquí y allá algunas pistas. En los establecimientos en los que se alquilan pelucas y trajes hay gran cantidad de calotas para las cabezas de los monjes, barbas de ermitaños, hirsutos bigotes de mercenario, cotas de malla de El Cid, túnicas orientales de 55 días en Pekín. Polainas rusas… Y en los almacenes de atrezzo, balalaicas y arcabuces. Por aquí, un pendón de Castilla, un pebetero y un candil por allá… Gumías, alfanjes y puñales. Orinales.

Me ha parecido reconocer algunos de estos objetos en las películas de 2006.

Buceando en las viejas películas, puede uno plantearse cuestiones curiosas. Por ejemplo: comprobar la vigencia del valor patriótico de la jota. Así como Agustina Bautista de Aragón enardecía a sus vecinos con una jota cantada por un ciego, y los llevaba a todos juntos a luchar contra los franceses, ¿conseguiría hoy José Antonio Labordeta poner en pie a sus señorías lanzando una jota en el hemiciclo?

Es en la plaza de Oriente madrileña donde todo el cine español histórico se condensa. Desde el cambio de la guardia real inmortalizada por el cine mudo, hasta el último discurso de Franco, pasando por la proclamación de la República, ahí quedan en piedra, como testigos, los reyes godos y un Austria a caballo, y una taberna en la que siguen reinando los reyes de la baraja de Heraclio Fournier.

¿No se podría rebautizar como Plaza del Cine Histórico Español?

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