¿Qué victoria?
El atentado terrorista del 30 de diciembre ha roto eso que se denominaba el proceso, pero ni siquiera en esa situación de desafío parece posible recuperar el acuerdo de las fuerzas democráticas en defensa de las libertades conculcadas y en la lucha contra el terrorismo que atenta y asesina. Es imposible advertir un asomo de lucidez ni de grandeza. Cada uno prefiere intentar desde el primer momento la explotación de la ventaja que piensa haber adquirido. Decíamos la semana pasada que se pueden ocupar posiciones morales y prohibírselas al adversario con la misma contundencia con que las fuerzas militares lo hacen cuando toman un enclave territorial. En eso estamos ahora sin que por parte alguna asome una brizna de grandeza en los comportamientos, si se exceptúa a Josu Jon Imaz, presidente del PNV, que se ha crecido en la dificultad.
El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, parece haber olvidado muchas de las cosas que había aprendido en sus años anteriores de líder de la oposición. Sin ese olvido es incomprensible que regresara al descanso familiar de Doñana la misma tarde del día 30, sin hacer acto de presencia en Barajas ni encontrarse con los familiares de los desaparecidos. Tampoco se entiende su desautorización del dulce y bien intencionado llamamiento a la autocrítica formulado por alguien tan indudable para él como José Blanco, secretario de organización del PSOE. Ni un solo error que reconocer, ni una sola rectificación que proponer. Ni respecto a la información, ni respecto a los interlocutores de uno y otro lado. Pero como los más avisados estuvieron reclamando, el llamado "proceso" debió haberse detenido a partir del momento en que la verificación del abandono de la violencia quedaba desmentida por cartas de extorsión, violencia en las calles, quema de sedes y de ferreterías, robo de armas, advertencias de la policía francesa, pronósticos de Txema Montero y hallazgos de zulos con explosivos listos para ser emplazados.
Sucede, como explica Norman F. Dixon, que un hecho improbable o inesperado contiene más información (es decir, reduce más incertidumbre) que uno esperado. Pero al mismo tiempo un hecho inesperado es absorbido con mayor dificultad porque amenaza con devolvernos a la situación anterior de incertidumbre insoportable. Sabemos que el líder -cualquiera que sea su coloración política- recibe más información de la que puede asimilar y que se encuentra inmerso en un sistema de comunicación muy susceptible al ruido producido tanto por fuentes externas como internas. Al final sus decisiones son producto también de otros factores que rebasan el ámbito informativo, como por ejemplo la ponderación de las consecuencias que podrían derivarse según fuera una u otra la decisión. De manera, que si quien decide diera mayor importancia a la posible pérdida de autoestima, o de aprobación social, que a consideraciones más racionales todo quedaría dispuesto para la calamidad.
Sostiene nuestro autor que a todo líder emplazado a tomar decisiones -sea del PSOE, del PP o de San Serenil del Monte- le acechan otros riesgos porque la atención, la percepción, la memoria y el pensamiento pueden ser influidos por la emoción y la motivación. De ahí la importancia de mantener los procesos informativos de la mente libres de todo prejuicio determinado en función de las necesidades que, en principio, estaban destinados a servir. Porque cuando las necesidades son muy fuertes y la realidad exterior confusa las emociones y motivaciones llegan a imponerse con facilidad a las incertidumbres del pensamiento. Es el momento en que las convicciones terminan por crear evidencias.
Vayamos ahora al objetivo que todos -de Zapatero a Rajoy- aceptarían compartir: el de la derrota de ETA. Observemos que, como sostiene don Carlos Clausewitz, una victoria [en este caso la nuestra] sólo puede ser alcanzada si está bien definida. La victoria ilimitada es inalcanzable y la ignorancia de ese principio de limitación de la victoria está en la base de las grandes derrotas. Porque hay un punto a partir del cual la explotación del éxito deriva siempre en desastre. Es posible que ETA esté derrotada o que la estemos derrotando pero, enseguida, se ha de tener previsto cómo proceder con los etarras. Porque la derrota no implica exterminio ni mutación de las querencias y afectos que les deparan sus afines.
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