Postrimerías de ETA
El descubrimiento de más artefactos y materiales explosivos listos para convertirse en bombas indica que el atentado de Barajas no era o aspiraba a ser un acto único, sino que formaba parte de una ofensiva terrorista en toda regla. Los conciudadanos ecuatorianos Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio han sido las primeras víctimas mortales de un zarpazo que podía haber sido mucho peor y más extendido. Es evidente por tanto que ETA había decidido romper unilateralmente el alto el fuego, con independencia de que pretendiera o no oficializar la ruptura o endosar la responsabilidad de la misma al Gobierno.
No es descartable la hipótesis de que sea una decisión tomada por un sector disidente contrario a quienes llevaban la negociación, pero en ningún caso puede ser excusa para retrasar lo que el Gobierno está obligado a hacer ahora: dar explicaciones en el Parlamento, intentar recomponer la unidad de los demócratas frente a ETA y proponer una estrategia antiterrorista para la nueva situación. Tras la ceremonia de la Pascua Militar, el presidente Rodríguez Zapatero proclamó ayer que, con este atentado, el diálogo y el proceso "han llegado a su punto y final". Este anuncio por boca del presidente debiera evitar más malentendidos. El rey Juan Carlos había clausurado la ceremonia con un discurso en el que pidió unidad a los demócratas para acabar con el terrorismo.
Si en el futuro aparecieran datos hoy desconocidos que aconsejasen modular ese cambio de política, habrá ocasión para discutirlo; pero la condición para que un día pueda regresarse a una vía de disolución negociada de ETA es que ahora se actúe con determinación, evitando mensajes ambiguos. Un atentado gravísimo ha roto el alto el fuego y convertido en papel mojado la condición de permanente, que se consideró necesaria para que el proceso arrancase en los términos autorizados por el Parlamento. La bomba de Barajas eleva necesariamente el umbral mínimo de exigencia (de garantías) para tomar en consideración eventuales ofertas futuras de diálogo.
ETA sigue sin perder una oportunidad de perder una oportunidad. Difícilmente se le presentará otra tan favorable para salirse del camino circular en que se ha metido, que conduce siempre al punto de partida, aunque con más muertes y más dolor acumulado. Es evidente que sus dirigentes no estaban maduros para esa salida, bien porque la inercia de la pervivencia organizativa ha vuelto a imponerse, bien porque han carecido de capacidad de liderazgo para vencer a los supuestos sectores contrarios al alto el fuego. En ambos supuestos es necesario que ETA y Batasuna comprueben de nuevo que hay límites que ningún Estado puede franquear, con o sin bombas. La idea de que 44 millones de ciudadanos aceptasen modificar aspectos esenciales de la Constitución para dar satisfacción a una cuadrilla de encapuchados era, y es, poco realista.
Con una base social todavía amplia (el electorado de Batasuna) la derrota policial es condición necesaria pero no suficiente para la autodisolución de la banda; se necesita alguna forma de acuerdo formal que evite la aparición de sectores disidentes o nuevas etas; pero la expectativa de negociación política puede devolver sentido a la violencia, anulando el significado último de su derrota: que la violencia deja de ser útil para alcanzar objetivos políticos. De ahí la dificultad de encontrar el punto de debilidad de la banda a partir del cual la oferta de diálogo no pueda ya tener ese efecto de devolverles la esperanza de dar sentido a su pasado.
En 2004, tras la detención de Mikel Antza y el desmantelamiento de los arsenales y principales estructuras de la banda, gracias a la eficacia policial y judicial, ETA estaba tan debilitada que pareció verosímil la posibilidad de emprender un proceso de disolución pactada. Tal vez era prematuro, o tal vez los contactos que por entonces se estaban produciendo hicieron concebir a Otegi y compañía ilusiones desmesuradas. El ex dirigente del PNV Juan María Ollora, principal teórico de la vía de Lizarra que llevó a la tregua de 1998, reconoció cinco años después que una de las razones del fracaso de aquel experimento fue confundir el plano de la paz con el del "avance del proceso soberanista", que fue el priorizado, lo que a su vez llevó a la exclusión de los partidos no nacionalistas.
La actitud de Imaz en estos meses es la prueba de que aquella reflexión fue interiorizada por al menos un sector del nacionalismo vasco (y de ahí que la inclusión del PNV en la nueva estrategia que trace el Gobierno sea considerada como el elemento clave para la etapa que ahora se abre). La ruptura de la tregua por parte de ETA provocó, por otro lado, la escisión de Aralar. Su principal dirigente, Patxi Zabaleta, decía cuando se gestaba el alto el fuego último que ETA debía renunciar a la violencia, pero no entregar todavía las armas porque era responsable de negociar el futuro de sus 700 presos. Tras el atentado de Barajas ha pasado a sostener que ETA ha perdido toda credibilidad y en adelante el único proceso posible es que la banda deje las armas de modo "unilateral, definitivo y sin condiciones".
Tal vez el fracaso de este nuevo intento sirva para que dentro de uno o dos años Batasuna o el sector mayoritario de esa formación interiorice la incompatibilidad radical entre política y violencia, provocando el paso que Otegi y los suyos han perdido la oportunidad de franquear ahora. Quizá haya que pasar por una ETA sin brazo político o con uno muy debilitado para que algún día sea posible lo que ahora no lo ha sido. Porque una ETA sin Batasuna sería algo más parecido a los GRAPO que a ETA; y una Batasuna sin ETA detrás sería algo muy distinto de lo que es ahora. En ese sentido, el balance definitivo del experimento intentado por Zapatero depende de que el Gobierno sea capaz de desplegar ahora, con el máximo apoyo parlamentario, una política antiterrorista como la que llevó a Mujica Garmendia, Pakito, y otros ex dirigentes presos a certificar en 2004 el final de la lucha armada en favor de la política.
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