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"Pinochet Ugarte y otros"

No creo que Chile sea un país dividido. La crispación manifestada durante las exequias de Augusto Pinochet no es más que la expresión pública de los ánimos encontrados que todavía despierta el personaje. Por poco tiempo: será olvidado enseguida, como lo son todos los dictadores. Los chilenos volverán a la rutina de su quehacer cotidiano, y quienes se desprenderán antes que nadie de la incómoda carga de la memoria del pinochetismo serán los propios pinochetistas. La derecha chilena seguirá estando ahí, pero buscará nuevas señas de identidad.

Queda por saber cómo se rematará la inacabada transición de Chile, que en todo caso ha sufrido ya una transformación sustancial e irreversible. Hasta 1996, era el paradigma de la impunidad. No constituye novedad alguna señalar que Pinochet fue, por este orden, un traidor, un asesino y un corrupto, uno de tantos matarifes de la doctrina de seguridad nacional. Lo que le convirtió en un personaje singular fueron su víctima y sus éxitos. La primera, el Chile democrático que decidió romper las reglas de Yalta impuestas en 1945, que dividían el mundo en dos áreas de influencia. Los éxitos, la prosperidad de Chile -que despegó económicamente apenas Estados Unidos retiró los palos en las ruedas que Nixon había colocado para derribar a Salvador Allende- y la impunidad. Pinochet había sido el cartero de la guerra fría que envió a la comunidad internacional un mensaje disolvente de muerte y destrucción para recordarles las reglas vigentes, y que, acabada la guerra, se paseaba por el mundo a salvo de cualquier exigencia de responsabilidad penal amparado en sus condiciones sucesivas de presidente, comandante en jefe y senador vitalicio, todas ellas mal habidas, haciendo negocios y alardeando de su triunfo con una prepotencia temeraria que a la postre le costaría cara. El personaje mediocre y astuto que en los setenta se confesaba admirador de Franco no se conformaba dos décadas más tarde con menos que Bonaparte.

La comunidad internacional le respondió cuando pudo: en 1996 los carteros fuimos los integrantes de la siempre minoritaria Unión Progresista de Fiscales, que al menos por una vez tuvimos sentido de la oportunidad y decidimos, mediante una denuncia, poner al personaje donde por muchos años le hubiera correspondido estar: ante un tribunal de justicia.

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Aunque lo más cariñoso que nos dijeron entonces es que estábamos locos, el tiempo demostró que habíamos acertado, puesto que las condiciones estaban dadas: había caído el muro de Berlín, las Torres Gemelas seguían todavía en pie, y la comunidad internacional se estaba acostumbrando a dirimir sus conflictos más o menos pacíficamente. Eran los años del Tribunal de la ex Yugoslavia, del de Ruanda, y de la Corte Penal Internacional.

Entonces ocurrió. Durante esa luna de miel sin precedentes, el general decidió realizar uno más de sus muchos viajes de negocios a Londres, desoyendo las advertencias de que en Madrid tenía abierta una causa penal que paciente y discretamente habíamos alimentado entre unos pocos dotándola de una prueba de cargo demoledora.

El 16 de octubre de 1998, los viejos principios de Núremberg que dos años antes habíamos desempolvado y engrasado con más fe que destreza demostraron su plena vigencia, y el viejo dictador quedó atrapado en esa telaraña que llamamos espacio judicial europeo. Millones de víctimas en todo el mundo sintieron en ese instante la misma emoción que debió estremecer a David al comprobar que Goliat no era invencible. Se pudo. Pinochet no era inmune, y había dejado de ser impune. No lo había conseguido Gobierno alguno. Era el juicio de las víctimas, y su grandeza consistía en que la justicia alcanzaba por primera vez a quien no había sido previamente vencido por las armas.

Siguió el examen de los Lores, que con meticulosidad británica comprobaron uno por uno los argumentos de la demanda y llegaron finalmente a la conclusión que cabía esperar desde un principio: ellos jamás brindarían protección a un personaje tan siniestro, inasequible a la compasión y con el corazón tan lleno de escorpiones como Macbeth, el arquetipo anglosajón de la ambición desmedida, la traición y el crimen.

Apareció luego la razón de Estado desnuda para despertarnos del sueño. Cuando la extradición ya había sido concedida en primera instancia, después de

503 días de arresto domiciliario -uno por cada diez de sus víctimas mortales- volvió la impunidad, el agujero negro de la justicia por el que se nos caen a diario, sin que acertemos a evitarlo, las víctimas desprotegidas de la violencia oficial en los cinco continentes.

En este caso, la impunidad tiene nombres propios: Tony Blair, José María Aznar y Eduardo Frei. El proceso judicial fue interrumpido con el argumento que enseguida se demostraría falaz de que el estado de salud de Pinochet no le permitía afrontar el juicio, y el general fue devuelto a Chile a sabiendas de que en aquel país, como los hechos han demostrado más tarde, no se daban las condiciones mínimas para que las víctimas encontraran ante sus tribunales la verdad, la justicia y la reparación a que tienen derecho según las Convenciones que los Estados ratifican y los Gobiernos incumplen.

Había una salida digna, respetuosa con el orden jurídico internacional, que los políticos europeos podrían y deberían haber exigido: que Chile solicitara la extradición. Su petición hubiera resultado preferente a la española y conllevado el compromiso de juzgar al general de vuelta en Chile. Prefirieron no hacerlo.

Abandonados de nuevo a su suerte, los chilenos se toparon otra vez frente a frente con el personaje que había destruido la democracia más vieja de América del Sur con ayuda -paradojas de la política- de la democracia más vieja de América del Norte. Libre, otra vez impune, Pinochet fue protegido entonces por sus muchos cómplices, todos los que habían ejecutado sus órdenes criminales, quienes le habían encubierto y apoyado, los que se lucraron con su dictadura. Algunos jueces chilenos, sin apenas respaldo institucional, hicieron su mayor esfuerzo, pero no fue suficiente.

Estos días, los partidarios del general presumen de que ha muerto sin ser condenado. Es cierto y no lo es. El Chile al que volvió es muy distinto del que había dejado al partir: la Corte Suprema que él había elegido le desaforó y los Juzgados pudieron procesarle; a él y a centenares de sus cómplices, muchos de los cuales se encuentran en prisión. Imperfectas, incompletas, la verdad y la justicia se han abierto camino en Chile, mucho más que en otros lugares; infinitamente más que en España, sin ir más lejos. Y finalmente, se ha confirmado una regla universal que, no obstante serlo, pocas veces logra demostrarse: no se encuentran personajes limpios para encargarse del trabajo sucio. Quienes hacen del secuestro, la tortura y el asesinato una forma de vida, perciben obviamente el robo como un pecado venial. Amasando una fortuna a cuenta de sus víctimas, Pinochet convirtió la corrupción en rutina para sí y para su familia.

¿Por qué, entonces, destruido histórica y políticamente, reputado públicamente como criminal y corrupto, ha seguido encontrando partidarios hasta el fin de sus días? Porque la justicia importa. Porque la verdad, establecida en una sentencia judicial, parece más verdad. Porque ésa es la manera en que hemos organizado políticamente las sociedades humanas: se llama democracia, se articula sobre la división de poderes, y consiste en que el restablecimiento del orden jurídico perturbado por el crimen es misión exclusiva y excluyente, sin interferencias, del poder judicial, que debe ser consciente de su autoridad y de su responsabilidad. Es por eso que una sociedad en la que prevalece la impunidad, en la que los jueces no hacen su tarea porque no quieren o no pueden, no es una democracia completa. No es la justicia la que resulta incompatible con la democracia. Es la impunidad.

Pinochet, bien a su pesar, es ya un precedente histórico: no como libertador de Chile, según él hubiera apetecido, sino como criminal. Por generaciones, el precedente judicial "Pinochet Ugarte y otros" será invocado -lo está siendo ya- como instrumento de justicia universal frente a las violaciones más groseras de los derechos humanos, estableciendo que la responsabilidad penal, como la memoria y los derechos de las víctimas, atraviesa indemne los años, los indultos y las fronteras.

Éste va a ser un camino largo, con avances y retrocesos; las oportunidades, como las mareas, irán y vendrán. Siempre habrá gobernantes y jueces dispuestos a anteponer razones políticas, económicas y diplomáticas a los derechos de las víctimas, pero la próxima vez, la fuerza de la sociedad civil deberá ser tan poderosa como para hacerles entender de antemano que su decisión tendrá un coste que no estarán dispuestos a pagar.

Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal Supremo.

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