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La muerte del icono

Hace unas horas Pinochet recibió sus últimos honores en la Escuela Militar de Santiago. Se paseó un caballo sin jinete, se pronunciaron arengas marciales y se dispararon salvas de fusilería no menos retóricas. Pero en la "capilla ardiente", entre la guardia de cadetes con sus cascos prusianos, no era sólo el cadáver de un soldado ya medio corrompido en vida lo que se estaba velando. Esos cursis honores militares también fueron -y quizá por eso se sintieron tan apropiados- para un icono de la cultura pop contemporánea.

Me ha pasado en lugares imprevistos, en Bucarest y en Fez, cuando debo pronunciar claramente: "Chile, Sudamérica...", para que intuyan el lugar remoto del que vengo. Entonces, siempre hay un taxista avisado o un quiosquero lector, que termina por descifrarme y exclama: "Ah, Chile: ¡Pinochet!" Y te lo dicen como una cortesía, felices de conocer algo de tu tierra.

De esa fama mundial disfrutó Pinochet (una que ningún otro chileno alcanzará, espero). El Capitán General -título que robó a los gobernadores de la Colonia- con sus gafas oscuras y su capa de vampiro, se ganó el dudoso honor de encarnar a uno de los "malos" más reconocibles de la incultura política mundial.

¿Cómo lo hizo este militar mediocre que, como tirano, no fue peor que varios de sus colegas latinoamericanos? Hay variadas explicaciones. Pero una que se ha manoseado menos, creo, tiene que ver con la notable capacidad del sujeto para la simplificación y la caricatura. Si era fácil caricaturizar a Pinochet, fue porque él mismo fue un gran caricaturista de la realidad. (Lo que viene a ser un talento nada despreciable en la mediatizada política contemporánea).

Para Pinochet pocas simplificaciones, retóricas o prácticas, estaban por debajo de su dignidad. Recíprocamente, pocos simplismos fueron demasiado grotescos para colgarlos sobre esa percha de militar pueblerino. Su mediocridad, genuinamente pequeño burguesa, del mismo modo que secretaba clichés, los atraía. Aún más importante para el "éxito pop" de ese icono de la maldad contemporánea, fue que los tópicos propios y ajenos emocionaban al general hasta las lágrimas o la rabia (frecuentemente los dos). En lo íntimo y contra el cliché que lo pinta como un monstruo de frialdad, creo que Pinochet fue sobre todo un sentimental (al modo violento de los toreros, digamos; y que me perdonen los matadores). A falta de una auténtica ideología, Pinochet prohijó una estética cuyo alma fue el sentimentalismo.

Nada demasiado original, tampoco. Como en otras dictaduras, la estética de su régimen consistió en reemplazar, siempre que se pudiera, la razón por la emoción. Para ello, Pinochet no sólo manipulaba la sensiblería popular dividiendo al mundo en buenos y malos -creador de un eje del mal, avant la lettre-, sino que también practicaba aquel sentimentalismo más primitivo y útil: fomentar pasiones rabiosas que nublaran la razón de sus adversarios.

Parte del éxito de un simplista consiste en que lo simplifiquen a él. Como buen estratega militar, Pinochet conseguía, a punta de topicazos, atraer a sus enemigos a su campo de batalla: el de las simplificaciones que engendran confusiones. De muestra este botón. El prestigioso diario inglés The Guardian -mi periódico mientras viví en Londres- me asestó un sábado de hace pocos años la bofetada de publicar una foto de Salvador Allende poniéndole al pie el nombre de Pinochet. "The great dictator: Pinochet", decía la equivocada lectura. Y sobre ella aparecía Allende, con la mala suerte de haberse puesto ese día unas gafas oscuras.

El valor simbólico de esa confusión, de ese "con-fundir" los contrarios que se produce de tanto manosearlos y caricaturizarlos, casi no puede exagerarse como indicio de los riesgos que envuelve una política secuestrada por la publicidad. Especialmente cuando ésta juega impunemente a convertir en iconos pop a los protagonistas del drama de un país pequeño y lejano. Esas reducciones contribuyeron, seguramente, a hacer incomprensible, para algunos, que el Gobierno chileno rechazara la extradición de Pinochet desde Londres a España. Y sin embargo, aparte de los sólidos argumentos jurídicos, estaba esta tristeza: preferimos nuestro monstruo a vuestra caricatura.

Aparte de eso, nada grave. Las confusiones de nuestros observadores externos serían graciosas, si no fuera porque las

mismas han agregado dificultad a un proceso interno fundamental para la transición chilena: la reconstrucción de nuestra memoria histórica. Comparado con otras transiciones políticas, y enfrentando similares o mayores inconvenientes que España, por ejemplo, Chile ha confrontado su dividida historia con bastante rapidez y ecuanimidad. Esta elaboración de nuestra memoria (aunque incompleta y fragmentaria, pero qué memoria no lo es) ya ha tenido resultados benéficos. Ha sido uno de nuestros escasos "antídotos culturales" contra el materialismo rampante producto del éxito económico; y también contra cierto mareo de grandeza política, que es su frecuente consecuencia.

Sin embargo, en esa tarea de elaboración de una memoria histórica, tanto la persona de Pinochet como el icono mundial de la maldad política en que se había convertido, no nos servían de mucho. De ellos no podíamos esperar ningún gesto honrado o siquiera una argumentación interesante. En sus últimos años, el ex dictador hasta tuvo la oportunidad extraordinaria de haber enfrentado los procesos penales que se le incoaron. Haciéndolo, podría haberse convertido, in extremis, en el estadista que vociferaba ser, transformando esos procesos en juicios públicos e históricos a su gestión y sus consecuencias; pero más que nada a sus causas. Prefirió esconderse tras otra máscara del icono: la del chiflado.

No celebro la muerte de Pinochet. Me parece de mal gusto (aunque entiendo la melancólica euforia de sus sobrevivientes). Lo que sí me entusiasma es la posibilidad de que ahora, cremado el decrépito esperpento en el que se había convertido, se nos facilite encontrarnos en una memoria menos emotiva y más objetiva. Para seguir dándole espesor ético a nuestra presente prosperidad y estabilidad política, habrá que profundizar en sus orígenes traumáticos. Hasta escribir una historia incluyente donde quepan los claroscuros de ambos bandos. No sólo las oscuridades mutuas. Sino incluso aquellas luces que heredamos de Pinochet y, en lugar de apagarlas, hasta las usamos para alumbrarnos en este trozo del camino.

Porque aquella versión sentimental y maniquea de nuestra historia, dividida en buenos y malos, en inocentes absolutos y culpables irredimibles, fue la favorita de Pinochet, nuestra mejor victoria sobre él sería refutarla escribiendo entre todos una historia menos simplista.

En Chile se ha hecho más de lo que se cree, en ese sentido. Pero la caricatura de nuestra transición, y en ella la de Pinochet, no han dejado verlo bien. Por ejemplo, en esa misma Escuela Militar, donde ahora se efectuaron estos cursis funerales del tirano, hace ya un par de años se celebró una ceremonia muy distinta. Esa otra noche, en el Aula Magna de la escuela, ante mil cadetes y oficiales de uniforme, un grupo de los más importantes poetas chilenos actuales recitó sus versos. Fueron los poemas que varios de ellos, antaño encarcelados y torturados, compusieron como protesta durante la dictadura. Toda la Escuela Militar escuchó esa noche, en marcial silencio, la cruda voz de la poesía denunciando el daño cometido...

Ese silencio de los jóvenes cadetes, casi niños de uniforme, mientras caen en sus oídos los versos por dentro de los cuales caen los cuerpos de los desaparecidos al mar y a los cráteres de los volcanes de Chile... Ese silencio poético entremezclado, espeluznante, y complejo... Ese silencio tan poco "pop", es de esperar que empiece a oírse un poco más, dentro y fuera de Chile, a medida que se apaga el eco de las salvas y retóricas de estos ridículos funerales. Para que, muerto el dictador, no siga vociferando sus simplismos, inadvertido en nuestra bulla, el icono en el cual lo convertimos.

Carlos Franz es escritor chileno. Su novela El desierto obtuvo el Premio La Nación-Sudamericana 2005, en Buenos Aires.

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