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Columna
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Así paga el diablo

En la película El aviador, Martin Scorsese plantea, mediante la hiperbólica fobia de Howard Hughes, que, incluso en la figura de un empresario genial y combativo, la alianza entre el vértigo de la técnica y el capitalismo guarda en su matriz una aberración delirante. La locura del magnate es metáfora de ese presagio y la letanía final una sentencia: "El camino del futuro, el camino del futuro...". Sin embargo, al fácilmente épico Scorsese se le olvidó que, además de las contiendas con Samuel Goldwyn, o Juan Trippe, presidente de la compañía aérea Pan Am, el señor Hughes mantuvo escaramuzas menos heroicas, y alguna de entre ellas sólo era sacudirse de la solapa, una vez y otra, algo invisible, angustioso y molesto. Lo que hacen los ricos y los aquejados de delirium tremens. El más vergonzoso de esos tics fue destruir la carrera de uno de los mayores talentos del cine, de la narrativa, del siglo XX: Preston Sturges.

Asociados en una productora, California Pictures Corporation, dispuesta a competir con los grandes de Hollywood, Sturges cayó desde el primer momento bajo la tiránica soberbia y el agudo rencor de los triunfadores que aquejaba a Mr. Hughes. El asunto es que, si hacemos una lista de afinidades, Sturges y Hughes comparten muchas de ellas. A los dos les gustaban los aviones, la ingeniería, las mujeres, los clubs, el desafío a las instituciones y coquetear con la ruina. Los dos escondían bajo la frescura de sus innovaciones una mórbida relación con la muerte. Sin embargo, aquello que les distinguía era fundamental, y no hablamos sólo de la línea, o el hemisferio, que distingue a un artista de un megalómano: esas vidas casi paralelas forman el paradigma entre lo que el mundo sólo ha dado algunas veces (Sturges, Mozart) y lo que ofrece cada cierto tiempo (otro Hughes, otro Napoleón). En sus últimos años, Hughes se encerró en la planta noble de un hotel de Las Vegas, rodeado de mormones y con cajas de detergente a modo de zapatos. Sturges, según dicen, acabó sus días de gorrón de altos vuelos en la terraza del hotel George V de París -"un Courvoisier a cambio de mi historia"-, circunstancia que recuerda el inicio de su primera película, Así paga el diablo (The Great McGinty). El anónimo y tantas veces denostado ser que retitula las películas en español acertó por una vez. Sturges fue profético al adivinar el propio camino del futuro.

Como exclamó un célebre actor en su agonía: "Morir es fácil, lo difícil es la comedia". La comedia no es fácil, desde luego, pero explicar su grandeza sin hacer el ridículo es poco menos que imposible. De todos modos, diré que la mejor comedia es una tragedia sin evidencia trágica, excentricidad en movimiento con la intención de afinar las mayores verdades, pero, sobre todo, hacer reír. Y viceversa, porque la mejor comedia pica alto y excava hondo. Como asegura sin falsa modestia Witold Gombrowicz, un artista muy similar a Sturges: "Formo parte de ese grupo de ambiciosos tiradores que, si debe hacer muecas, las hace participando en la caza mayor". Aun así, la mejor comedia, la única comedia, es popular, surge del centro mismo de un sistema y, en su grado óptimo, provoca distintas risas en distintos niveles.

Empujado únicamente por afán de libertad para hacer buenas películas, Sturges consiguió innovar el sistema de Hollywood. Fue el primer guionista en ascender a director y el primer director en recibir porcentaje sobre los beneficios. Fue uno de los directores de más éxito en su época sin hacer la mínima concesión, precisamente porque vivía y contaba su época, no la publicidad de su época. Su reinado fue breve, pero no lo hubo más glorioso. Trece espléndidas películas en una década y, en ese tour de force, dos obras maestras en el mismo año, 1941: Las tres noches de Eva y Los viajes de Sullivan. De muy pocos nombres de la cultura se puede decir lo mismo sin ruborizarse. Y aún menos, de aquellos que han trabajado bajo los avatares de un implacable sistema industrial. La comedia de Sturges fue, es y será el asalto de la risa al implacable camino del futuro.

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